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Mucho se escucha el término "fascista" en los discursos politiqueros de los últimos tiempos, una eterna acusación de los gobiernos populistas contra aquellos que piensan diferente o no comulgan con sus ideas. Sin embargo, me puse a meditar sobre el significado y características de esa ideología política, para ver si me suscribía a despotricar contra ciertos grupos, sectores o poblaciones que actualmente están utilizándola para darle contenido a su movilización por espacios de poder y control.

Al parecer, el tildar o estigmatizar a tu oponente político como fascista no es nuevo en la historia. El profesor Alfredo Crespo describía en su obra que durante la década de los años veinte y parte de los años treinta del pasado siglo, los comunistas italianos Gramsci y Togliatti utilizaron el adjetivo fascista para referirse a todos sus adversarios políticos, en particular a los socialistas e incluso a la democracia cristiana, algo que resulta sorprendente hoy, aunque se empieza a ver ciertas semejanzas en los discursos de los líderes de nuestro tiempo.

El fascismo es un sistema sociopolítico de corte nacionalista, con fuertes ribetes militaristas y por supuesto totalitarios, que surgió en Italia de la mano de Benito Mussolini en 1921. Hitler y el nacismo le agregaron la parte racial, que no estaba en sus inicios, y que tanto dolor trajo, con la exterminación de millones de seres humanos: judíos, eslavos, gitanos, calificados por ellos como seres de razas inferiores.

Esta doctrina política, según la ciencia política, presenta una oposición férrea al capitalismo y al comunismo, estableciéndose como una supuesta tercera alternativa; del primero niega las libertades individuales y del segundo, el principio de la lucha de clases y la reivindicación del proletariado. El Estado es, por lo tanto, el único garante del orden y la única autoridad.  Es aquí donde me surge una duda muy seria, puesto que en nuestro país por fuera del discurso, el sistema capitalista está omnipresente en todos los estratos sociales, incluso mucho más en los que algunos denominan “clases subalternas”. Miren ustedes a los cooperativistas mineros, gremialistas, contrabandistas, cocaleros, interculturales, ¿será que desearán en algún momento abrazar el comunismo de manera real? Lo veo imposible.

Aunque el discurso populista, según Leonardo Avritzer, agrupa las opresiones de clase, étnicas y culturales en dos campos irreconciliables: el pueblo que comprende a la nación y a lo popular contra la oligarquía maligna y corrupta, la noción de lo popular incorpora la idea de conflicto antagonista entre dos grupos, con la visión romántica de la pureza y la bondad natural del pueblo. Como resultado, lo popular es imaginado como una entidad homogénea, fija e indiferenciada. Este concepto es realmente contrario a los derechos humanos, que buscan la igualdad formal y material de todos y todas, con base en la libertad y dignidad del ser humano, por lo que no busca antagonismo, sino puentes de unidad.

El fascismo se adscribe al “corporativismo”, es decir el sometimiento de todos los temas económicos y laborales, bajo un sindicato único que va de la mano del gobierno, lo que en teoría rompería la lucha de clases marxista. Aquí me surge la segunda duda: ¿La otrora gloriosa Central Obrera Boliviana es el sindicato del gobierno? Al parecer, la respuesta podría ser afirmativa por todos los antecedentes de estos últimos años, exceptuando algún momento de subida de los precios de los hidrocarburos, allá por finales del 2010 y un pedido de renuncia, que se quiere borrar, de noviembre de 2019. Por lo demás, ha venido guardando silencio con respecto a vulneraciones graves de derechos sociales de otros grupos.

Otra característica del fascismo que comparte con el populismo es el culto a la personalidad del líder mesiánico, que lo hemos vivido en muchos momentos históricos en nuestro país, basta recordar a Belzu, Barrientos, Paz Estensoro, Morales, a todos ellos les resultaba molesta la pluralidad de ideas y les encantaba el culto a su personalidad.

Arditi agrega que los populistas no aceptan las reglas de juego, buscan destrozar el orden institucional existente y reemplazarlo con un régimen que trate por lo menos discursivamente de no excluir al pueblo. A diferencia de verdaderos demócratas, que actúan con la premisa de que no siempre estarán en el poder, la fantasía de la unidad del pueblo abre la puerta a la percepción del ejercicio del poder como una posesión y no una ocupación temporal. Por eso los líderes fascistas y populistas se empeñan en autoproclamarse como la encarnación de la voluntad popular.

El autoritarismo y el totalitarismo están presentes también en el fascismo y el populismo. En ambos la disidencia es perseguida y los demás actores políticos se unen y subordinan o se atienen a las consecuencias, mientras el Estado interviene en todo y unifica a todos los poderes bajo el control de un solo sector político y su ideología. Desde esa posición de poder, el Estado dicta y arbitra las leyes, dirige al poder militar, regula la economía, controla la educación y los medios de comunicación, etc. Creo que en este punto sobran los ejemplos y situaciones que se han vivido y en las que estamos inmersos día a día.  

Para Federico Finchelstein, fascismo y populismo comparten ciertas semejanzas, aunque no son sinónimos. Por ejemplo en su visión de democracia, el primero persigue eliminarla por completo, mientras que el populismo la instrumentaliza y la distorsiona. Esto último genera la irrupción de una democracia autoritaria en la que la participación de toda la ciudadanía en la vida política se difumina de forma acelerada, dando paso a que ciertos sectores sean beneficiados por el poder. Por otro lado, en la diferente concepción de la violencia: para el fascismo significaba un fin, mientras que el populismo la descarta como medio tanto para acceder al poder como para perpetuarse en él. Si bien podría recurrir a ella puntualmente, algunas veces de forma socapada o utilizando a ciertos sectores de la población.

Al final se hace difícil colocar etiquetas y adjetivar a los diferentes grupos de poder y políticos. Todo se entrecruza y se confunde. Lo único cierto es que tanto el fascismo como el populismo de izquierda y de derecha son males terribles contra los derechos humanos. El problema es que seguimos subsumidos en una escalada de conflictos que no sabemos cuándo acabará, y que tanto daño le hace a la democracia real, cuyos valores cada vez se alejan más, sin que nadie pueda hacer algo.

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