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Para quienes nos apasiona la política no partidaria, porque consideramos que ella es una fuerza creadora, nos sentimos decepcionados por el basural en que se ha convertido el debate público. La política ha sido abusada, violada por aquellos que juraron aplicarla en aras de la honestidad. Novelas y cuentos inimaginables de corrupción, colusión, compadrerío, negligencia y desvío de fondos se suman a otras traiciones, como la venta de su conciencia social y criterio propios a cambio de un curul en la Asamblea Plurinacional. 

Lejos de atacar en sí a la práctica de la política, no podemos alejar de culpa a quienes la han vilipendiado al grado de que desconfiamos de todo político que se nos cruza en el camino. Ya no somos tan inocentes como antes y con cada estafa hemos ido perdiendo la virginidad de la peor forma, o quizá, con el acceso a la información y las redes nos hemos hastiado con verlos a cada momento y en todo lugar con esa sonrisa burlona que nos hace dar nauseas. Los ciudadanos nos hemos acostumbrado a verlos de palco en esas batallas ideológicas interminables, lejanos al pueblo, a las comunidades y a las personas que alguna vez creyeron ellos.

¿Sabrán por lo que les cuentan sus asesores (quienes tienen contacto físico con ellos), que la falta de contacto con el pueblo les aleja cada vez y los disocia de la realidad? ¿Que es urgente y vital cambiar el escenario de endiosamiento en que se han puesto y transformar su actuar por uno más cercano y efectivo? ¿La respuesta está en ellos o somos nosotros quienes debemos demandar una nueva forma de gobernar? El cambio en la forma de hacer política por supuesto que no es fácil, porque requiere un ajuste no solo de los protagonistas, sino del sistema que se ha creado alrededor y alimenta esa podredumbre parasitaria y burocrática anquilosada en las mismas fundaciones de la función pública. En resumen, no solo hay que cambiar a los actores, sino el hábitat institucional, el ecosistema que permite que esto siga sucediendo. Y definitivamente no va a pasar nada si no se desmonta todo ese pesado armazón y se vuelve a armar, pero esta vez bien.

Interpelemos el ejercicio de la política actual hacia el honor de servir a la comunidad, no para enriquecerse o hacerse de negocios privados, sino para hallar una oportunidad de mejorar las condiciones de vida de otros. La sociedad ya está harta de los beneficios que buscan para sí y para su entorno a costa de las arcas públicas. Platón ya decía que el precio para desentenderse de la política es ser gobernados por los peores hombres, por tanto, no nos podemos permitir desinteresarnos.

Miguel Delibes escribía que para el que no tiene nada, la política es una tentación comprensible, porque es una manera de vivir con bastante facilidad. Y algunos creen que la función pública es un trabajo o mucho peor, un negocio. Hoy los ciudadanos contamos con elementos y valoraciones que nos permiten elegir, cuestionar, reclamar y exigir porque en dos décadas de democracia nos hemos empoderado de tal manera que el quehacer político forma parte de nuestras vidas. Esa politización del cotidiano nos obliga a no desentendernos de la situación política.

¿Seré un ingenuo más esperando que la situación cambie? No lo sé. Lo que sé es que creo que ya hemos llegado al límite y es momento de que exijamos más de las autoridades por las que votamos, las que nos representan y las que ganan un salario gracias a nosotros. Somos los clientes y ellos los proveedores de un servicio. Que sepan que demandaremos de ellos el uso responsable de ese poder que les estamos confiriendo y que además, es pasajero y momentáneo. Que esperamos de ellos el mejor ejemplo de virtud y dignidad. Y mucho más.

Gane quien gane en las elecciones que se avecinan, no vamos a parar de exigirles que den lo mejor de ellos, porque al final eso también reflejará lo mejor de nosotros mismos. Si no somos capaces de cuestionarles, nosotros y nuestros hijos seguiremos teniendo “los políticos que nos merecemos”.

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