Por Sergio Mendoza de La Nube y fotografías de Manuel Seoane
(Los nombres de algunas personas fueron cambiados para proteger su identidad)
Lunes 14 de noviembre de 2022.- Lo primero que se oye al despertar es el escandaloso ruido de piedras que golpean una plancha metálica. No importa que estemos a más de 200 metros del lugar de operaciones, el estruendo opaca el canto de las aves y el calmado avance del río.
Aún está oscuro. Son las 05:50 de la mañana y rugen los motores de las volquetas que se forman en fila para recoger arena removida y llevarla hasta la cima de una colina artificial. La depositan para que una retroexcavadora la acomode en esta máquina donde caen las piedras sobre alfombras con gruesas cerdas de plástico. Allá dicen que se queda, de a poco, el oro.
El trabajo en los campamentos mineros en Mayaya, una comunidad en el bosque amazónico del norte de La Paz, no para nunca o casi nunca. Miles de obreros trabajan en turnos de 11 horas en gigantescas zonas de suelo estéril, contaminado, desértico, que se abre paso como una enfermedad. Desde aquí se envenena al río Kaka, cuyas aguas, kilómetros más abajo y junto a otras corrientes, besan las orillas del Parque Nacional Madidi.
…
Unas cuadras al norte de la plaza central de Mayaya, atravesando un riachuelo rojizo y contenedores metálicos convertidos en viviendas, se encuentra Ernesto, quien trabaja en la minería desde hace 12 años. Fuma un cigarrillo mientras vigila delante suyo el trabajo de la maquinaria que derrumba una colina. En la cima se han apostado unas gallinas, que ven curiosas lo que ocurre.
A nosotros nos contrató la cooperativa. Así es la cosa, la cooperativa obtiene el permiso del Gobierno y le pagan al dueño de las tierras para trabajar aquí. Se gana más que en la ciudad, el sueldo más bajo estará por los Bs 3.500, otros pueden ganar hasta Bs 8.000 si operan máquinas.
Ernesto, desde hace 12 años en la minería
Ernesto es de Cochabamba y cuenta que Mayaya, municipio de Teoponte, está poblado de extranjeros chinos, muchos de ellos indocumentados que extraen kilos de oro sin dejar nada a cambio para las comunidades, más que destrucción.
"Pero Bolivia debe tanto dinero a China, ¿qué se les puede decir?".
En los últimos años, la República Popular de China se convirtió en el principal acreedor binacional de Bolivia. Hasta fines del 2021 se le debía el 10,3% de la deuda externa pública, equivalente a $us 1.312 millones.
"Los chinos se llevan todo y no dejan nada para el pueblo, pero el Gobierno no dice nada", nos dice un hombre que aceptó acercarnos en su camioneta hasta las inmediaciones de las áreas mineras donde operan las empresas extranjeras.
Nos deja al lado de un sendero que se interna hacia el río. Tras 10 minutos de caminata, delante nuestro se abre un paisaje desolador: El bosque ha desaparecido y ha sido reemplazado por cientos de colinas artificiales de piedra que se extienden hasta donde alcanza la vista. Sobre algunas de ellas, se divisa a la distancia, volquetas y tractores en movimiento.
Detrás de nosotros, por el mismo sendero, viene un hombre menudo con una camisa percudida, abarcas y una bolsa de mercado con una batea de madera para lavar oro de forma artesanal. Se llama Marcos y busca algo de oro entre las sobras que dejan las grandes empresas. Tiene más de 40 años, es de Cochabamba y llegó a Mayaya apenas hace una semana en busca de mejor suerte, pues en su tierra natal no encuentra trabajo.
Nos dice que recién pasó por Mapiri, otro pueblo minero en el norte paceño, a 66 kilómetros de Mayaya, y que allí ya no hay nada. La ribera del río se ha convertido en un desierto gris de piedras sueltas donde los buitres saltan en busca de basura o algún animal muerto.
Caminamos con él hasta uno de los campamentos mineros, donde está sentado Luigi, un ingeniero que llegó de Santa Cruz hace un mes para trabajar con una empresa china. Tiene un overol azul, hojas de coca acumuladas en el cachete derecho. Trabaja en medio de lodo naranja, piedras grises, máquinas rugientes y desechos metálicos y plásticos. Con sus jefes habla por señas, pues ellos no entienden español. Cuando se entera de que andamos haciendo un reportaje nos pregunta: "¿Saben ustedes si estas empresas pagan impuestos?".
Las jerarquías del oro y 24 horas de ruido
Partimos de Mayaya corriente abajo en una canoa a remo y observamos cómo las operaciones mineras se extienden por kilómetros a lo largo del río Kaka. En el trayecto chocamos contra algo que parecía un cable de alguna draga abandonada, esas máquinas fluviales de unos seis metros de alto por 15 de largo y 5 de ancho, corroídas por el óxido, usualmente habitadas y operadas por ciudadanos chinos. Cuando la vimos, a unos dos metros delante de la proa, ya era muy tarde. La canoa giró hacia la derecha y el agua comenzó a entrar. Intentamos remar hasta la orilla, pero fue imposible.
Volcamos y vimos cómo nuestras pertenencias eran arrastradas por la corriente, algunas se perdieron, otras fueron recuperadas, pero quedaron obsoletas tras el chapuzón. Tuvimos que salir a nado hasta la orilla, empapados en el agua turbia. Arrastramos el bote y lo vaciamos de toda el agua que tenía adentro para continuar el viaje, rescatando, en el trayecto, las prendas que aún flotaban.
Mojados y con las caras largas, remamos por unas cuantas horas más, hasta antes del anochecer. Fue cuando vimos, apostados en la orilla derecha, un campamento de poceros, el eslabón más bajo en la jerarquía minera. Viven en tiendas armadas con troncos atados unos a otros con gomas de neumático, forradas con nylons azules sobre los que ponen hojas de palmeras resecas por el sol. Alrededor de sus tiendas han cavado zanjas poco profundas para que, si llueve, el agua corra por los costados.
Su apodo, “los poceros”, proviene de su actividad. Se dedican a extraer oro de los pozos que dejan las máquinas cuando detienen su trabajo por dos horas al día gracias a un acuerdo alcanzado entre los mineros y las comunidades.
Cerca de la playa hay apenas siete carpas. Más arriba, sobre una elevación de 20 metros de alto, otra decena de ellas. Y entre ambas hileras de magros campamentos una “tienda de barrio” con un televisor, un foco y dos congeladoras que funcionan con un motor, ya que aquí no hay conexiones eléctricas.
El lugar se llama Catea, una comunidad dentro el municipio de Teoponte, donde la fiebre del oro está en uno de sus puntos más altos. El lugar está a nombre de una cooperativa, según los mineros que allí trabajan; pero en realidad, quien extrae el oro sin tregua y echa montón de desechos tóxicos al río es una empresa china. Llegaron a un acuerdo con la cooperativa al margen de la ley, así ambos se benefician: la cooperativa obtiene entre un 25% y 40% de las ganancias sin trabajar ni poner capital, y la compañía china se lleva hasta un 75% del valor del oro sin pagar impuestos. Los que pierden en estos tratos son el país y las comunidades, que reciben migajas mientras son despojadas de sus riquezas naturales, como ha ocurrido desde la colonia.
Estos arreglos turbios se han convertido en una costumbre entre las cooperativas mineras. “Exactamente, hay evasión de impuestos”, admitió el presidente de una de las dos federaciones de cooperativas auríferas más importantes del país (Fecoman), Ramiro Balmaceda. “Estos son acuerdos internos al margen de la ley”, dijo al ser consultado en un evento público en la ciudad de La Paz.
El dirigente justificó estas acciones por la falta de capital de inversión de algunas cooperativas. “Ahí se aprovechan los chinos, colombianos y otros”. Su asesor económico, Ramiro Paredes, aseguró que el Gobierno está consciente de lo que ocurre.
El dirigente de otra de las federaciones más importantes (Ferreco), Eloy Sirpa, también admitió que la renta que reciben las cooperativas que camuflan a estas empresas debe ser superior al 25% para que “haya ganancia”.
Las empresas fantasma se libran de pagar hasta un 37,5% de impuesto a las utilidades (IUE), un 13% de impuesto al valor agregado (IVA), un 3% de impuesto a las transacciones (IT), y hasta un 7% de regalías para las regiones donde operan. Tras la fachada de una cooperativa, las regiones sólo reciben un 2,5% de regalías, y se espera que el Estado reciba en un futuro sólo un 4,8 por ciento de impuestos. Este último tributo, bajo como ninguno, fue concedido por el Gobierno a las cooperativas por ser sus aliadas políticas, pero en fondo también beneficiará a las compañías fantasma.
Estos beneficios se basan en “una política entreguista” de los recursos naturales, dijo el investigador especializado en temas mineros del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla), Alfredo Zaconeta. Con estas ventajas “muchos optan por hacerse pasar por cooperativas, otros hacen acuerdos ilegales y la producción sale como si fuera de una cooperativa y no de una empresa”.
Según datos del Ministerio de Minería, al primer trimestre de 2022 el 99% del oro producido en Bolivia se registró como si hubiese sido producido por las cooperativas y sólo el 1% por empresas privadas; pero en realidad una enorme e incalculable cantidad de oro es extraído por privados ocultos tras cooperativas, señaló Zaconeta.
Rastrear a estas compañías fantasma es una tarea casi imposible. Se sospecha que sus capitales están ligados a otras actividades ilícitas, como el narcotráfico. Distintas fuentes relacionadas con el asunto señalaron que éstas no están registradas en el país, sus transacciones se hacen en efectivo, sin dejar huellas en el sistema financiero, y su oro se vende en el mercado negro boliviano para sacarlo hacia el extranjero. La Amazonía boliviana “se está convirtiendo en territorio de sacrificio a título de cooperativa que no lo es”, concluyó Zaconeta.
Intentamos conocer qué tienen que decir sobre estos delitos y el saqueo del oro boliviano el Ministerio de Minería y la Embajada de China en Bolivia. De la Embajada no hubo respuesta pese a las distintas llamadas telefónicas y visitas que se realizó a sus oficinas en la zona Sur de La Paz. El Ministerio respondió a través de una nota lo siguiente: “Al respecto, no encontrándose dentro de las atribuciones de esta cartera de Estado la administración de la información solicitada, se le sugiere acudir a las instancias correspondientes a los fines señalados”. Sin embargo, no se precisó cuáles son estas instancias.
Desde Mayaya hasta unos kilómetros antes del Quendeque observamos empresas mineras chinas por doquier, en dragas sobre el río, y en las orillas de los mismos. También algunas colombianas.
Cuando la noche cae en Catea, los tractores y las volquetas encienden sus faroles para que el trabajo siga en la oscuridad, hasta que amanezca, y así hasta que se haya terminado el último gramo de oro para las compañías extranjeras.
En la “tienda de barrio”, administrada por un adolescente que tenía los ojos puestos en el televisor, compartimos cervezas con dos poceros y un tarijeño de unos 21 años al que al día siguiente cambiarían a otro campo minero. Él trabaja como vigilante para la cooperativa, observa, desde una carpa instalada justo al frente de la máquina donde se extrae el oro, que nadie se lleve ninguna pepita. Lo cambian con frecuencia para que así no establezca ninguna relación con la gente del lugar, como medida de prevención ante robos.
La noche pasó con las historias de Edson, uno de los poceros, de más de 40, que comenzó como maderero a sus 14 años, y que a lo largo de su vida fue un buscafortunas. Participó en inagotables fiestas donde derrochaba el dinero que hacía con la venta del oro. Caminó días por el monte en busca de yacimientos. Estuvo en el enfrentamiento armado de Arcopongo (La Paz), donde tres personas murieron por impactos de bala y se utilizaron ametralladoras en 2014.
"Ahí vi matar a sangre fría, así de una, vi morir delante mío, apuntar al otro y dispararle de frente", el pocero hablaba con los ojos cristalinos, sumergidos en las imágenes del recuerdo. "Al final tuvo que intervenir el Gobierno. Eso fue como hace ocho o 10 años".
El relato de Edson continuó hasta después de la medianoche. Mientras muchos dormían en sus carpas de nylon, él se fue en busca de algunos gramos de oro río abajo. Regresó antes del amanecer y durmió hasta casi el mediodía, tendido sobre un colchón, bajo una carpa en la orilla. Se levantó después del desayuno, se estiró y con paso cansado fue hacia la corriente de agua con su plato de madera para lavar el oro que sacó en la madrugada. Calculó dos gramos, en la tarde iría por más.
Cuerpos que se llenan de mercurio
En septiembre de este año se difundieron nuevos datos alarmantes sobre la contaminación por mercurio en cinco pueblos indígenas de la cuenca del río Beni. Reportes anteriores ya daban cuenta de que una población, los Esse Ejja, tenían niveles de este tóxico muy por encima del límite considerado “sin riesgo” por la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos. Este límite es de 1 parte por millón (ppm).
No obstante, un nuevo estudio de la Central de Pueblos Indígenas de La Paz (CPILAP), encontró que los integrantes de cinco pueblos indígenas que habitan el Madidi tienen niveles de mercurio tóxicos en sus cuerpos. Tacanas (2,1 ppm), Uchupiamonas (2,5 ppm), Lecos (1,2 ppm), Esse Ejjas (6,9 ppm), y Tsimane-Mosetenes (2,7 ppm) son víctimas de la contaminación por la minería, principalmente por el consumo de pescado.
Como se ve, el pueblo Esse Ejja es el más afectado. Se presume que esto se debe a que su dieta depende principalmente del pescado. Al visitarlos en Eyiyoquibo, una comunidad en San Buenaventura, constatamos el nivel de desprotección y enfermedad en el que se encuentran. Los ancianos adquirieron enfermedades que antes no tenían; las mujeres han presentado convulsiones y algunos niños nacen con malformaciones físicas o problemas mentales.
El imperio chino presente en Bolivia
Las orillas de los ríos deforestadas, contaminadas y convertidas en pedregales están repletas de maquinaria de procedencia china, fabricada por gigantescas compañías que en su mayoría están vinculadas al Partido Comunista Chino (PCC). Hay volquetas Howo, de la CNHTC (China National Heavy Duty Truck Group Co.), una empresa del Gobierno Popular de China; maquinaria de LiuGong, una empresa pública china. La compañía Sinotruck Group, parte también de la CNHTC, tiene sus productos repartidos en estas zonas.
Hay motorizados Detank, una marca vinculada a la compañía china Zoomlion, cuyos directivos son miembros del PCC.
Sany es otro gigante de la industria de construcción a nivel global cuyos productos están en las minas auríferas de Bolivia. Su presidente, Liang Wengen, uno de los hombres más ricos de China, manifestó su lealtad incondicional al PCC con declaraciones como: “Mi propiedad, incluso mi vida, le pertenecen al partido comunista”.
Shantui, una empresa administrada por el Gobierno chino y líder en la fabricación de bulldozers a nivel mundial, también dice presente en estos espacios que son depredados.
¿Perdidos en algún lugar del mundo?
La presencia del imperio chino no sólo está en las empresas y la maquinaria que operan sobre tierra firme, sino también en las dragas que flotan sobre el río. Hay alrededor de 20 en 54 kilómetros de trayecto desde Mayaya hasta el encuentro con el río La Paz. Son estructuras color óxido que operan casi a todas horas. Subimos a una de estas naves antes de que nuestra canoa se volcara para conversar con alguno de ellos, pero no tuvimos suerte, no hablan ni un ápice de español y sólo se comunican por señas. A cada lado de la draga había colchones con mosquiteros, donde se podía ver dormir a algunos de ellos, aparentemente esperando su turno para trabajar. De pie sólo se encontraban tres o cuatro, que ante nuestra presencia huyeron hacia su cocina, donde tienen hornillas a gas y varios six packs de Coca Cola. Nos observaban, como esperando algo malo.
Lo único que se nos ocurrió fue hacerles una señal para beber agua y rápidamente levantaron su caldera tibia y nos llenaron una botella. No aceptaron ni siquiera una moneda a cambio y esperaron, nerviosos, a que nos fuéramos en nuestra canoa, apostada a un costado de su draga.
Personas del lugar nos dijeron que es probable que estos extranjeros sean acarreados desde su país de origen a estos rincones alejados de los grandes centros urbanos para trabajar de sol a sol, sin salir de sus embarcaciones, sin la posibilidad de conversar con nadie y ajenos a todo lo que pasa a su alrededor, desconociendo incluso el país en que se encuentran.
Del turismo a la mina
Sergio estaba sentado en una banqueta de madera debajo de un techo de calaminas sostenido por troncos, a unos 200 metros de las carpas de los poceros, sobre un suelo muerto anaranjado y en medio del ruido constante de la maquinaria china operando. Llegó aquí hace tres meses para trabajar en una de las empresas chinas que abundan en la zona. Antes se dedicaba al turismo en Rurrenabaque, pero desde la pandemia del coronavirus se quedó sin ingresos y tuvo que buscar mejor suerte para sostenerse y pagar los estudios de su hija menor.
Cuando lo encontramos, al pasear por el campamento minero, Sergio conversaba con un joven de overol que se movía distraídamente.
"¡Un profesor tiene sueldo seguro, vacaciones, aguinaldo, seguro de salud, cada mes le pagan! ¡Eso tienes que hacer! Por eso tienes que estudiar, para no estar jodido como ahora estamos. A mí me pagan Bs 100 por día. Si al dueño le gusta mi trabajo, me da bonos después de un tiempo. El chino te mira, siempre está “ojo al charque”. Pero trabajamos 11 horas diarias, en turnos, aquí no hay descanso, es de lunes a domingo, sin fines de semana, ni vacaciones, ni año nuevo.
Sergio le habla a un muchacho de overol.
Sergio nos recordó los estratos sociales y los roles en el mundo minero. Los cooperativistas mineros que figuran en los papeles como los responsables del área minera también pueden tener acuerdos con los verdaderos propietarios del terreno, a quienes les pagan una renta. Por detrás están las empresas fantasma, en su mayoría chinas, aunque también las hay colombianas y bolivianas. Los empleados suelen ser bolivianos, excepto en las dragas, donde hay más chinos. En el último lugar están los poceros..
"Yo me pregunto, ¿cómo los chinos se están llevando todo?, ¿acaso dejan algo aquí?, ¿acaso pagan algún impuesto?", divaga Sergio, quien espera pronto volver al turismo en Rurrenabaque.
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Un mundo nuevo. Los indígenas son los nuevos guardaparques
- "Sí es complicado ir contra la corriente y luchar para proteger esto que ves a tu alrededor. Pero lo peor que puedes hacer es quedarte de brazos cruzados", dice Marcos Uzquiano Howard, de 46 años, quien desde hace un año se dedica a cuidar el área protegida Pilón Lajas, en Beni, pero cuyo corazón aún permanece en el Madidi, ese parque nacional al que nos dirigimos en la canoa a puro remo.
Gracias a Dios el cielo está nublado, pues el sol nos “cocinaría” en unos minutos. Pero no son nubes limpias las que nos cubren, sino humo por la quema de bosques para extender la ganadería y la agricultura, otro de los problemas que enfrenta la Amazonía. Marcos va atrás de la canoa, dando las instrucciones para mover los remos, y de vez en cuando nos cuenta cómo empezó su historia de amor, de lucha y decepción con el parque donde pasó buena parte de su vida.
Era principios del siglo cuando Marcos, con 23 años, se encontraba en su tierra natal, San Buenaventura, al norte de La Paz y frente al pueblo beniano de Rurrenabaque. Estaba inscrito en la carrera de Contaduría en la universidad, en la ciudad, pero era verano y gozaba de sus vacaciones junto a su familia. Una tarde soleada estaba debajo del coche de su hermano, ayudándole a repararlo, cuando alguien pateó la llanta. "Yo salí y miré a un hombre que parecía un vaquero, tenía lentes oscuros, sombrero de ala ancha, botas largas y un bigote espeso. Me preguntó si quería unirme a los guardaparques como voluntario. Yo acepté de inmediato, aunque ni me pagaran".
Pasaron 20 años y a Marcos lo cambiaron de puesto a pedido de los mineros auríferos, quienes molestos por sus reclamos constantes y porque era de los pocos que se tomaba muy en serio su trabajo, exigieron al Gobierno que se deshiciera de él.
Desde su nuevo cargo sigue denunciando el avance minero sobre el Madidi con la complicidad del Gobierno de Luis Arce, pero sabe que la autoridad de un guardaparque es cada vez más débil. Los que quedan ya ni siquiera cuentan con el apoyo de sus propios jefes, quienes, en el colmo de la ironía, se han aliado con quienes practican la minería ilegal al margen de la ley.
Desde el Sernap se aseguró que hasta la fecha no se autorizó ninguna operación minera dentro el Madidi, pero se reconoció que las mismas se realizan al margen de la ley sin que haya posibilidad de detenerlas. Distintos acuerdos entre el Gobierno y los mineros, a los que se accedió para este reportaje, comprueban la alianza entre ambos actores para ingresar a las áreas protegidas.
Con el Gobierno a su favor, sólo hay un último obstáculo para que los mineros invadan por completo el parque nacional: las comunidades indígenas. Estas últimas se han convertido en los nuevos guardaparques. Al parecer las únicas que detienen el avance destructivo.
Esto no ocurrió al otro lado del parque, en los municipios de Apolo y Pelechuco, donde los mineros auríferos engatusaron a las comunidades indígenas, ofreciéndoles riquezas a cambio de naturaleza, asfalto y concreto a cambio de gigantescos bosques repletos de vida.
Allí, la minería ha prevalecido y ya comenzó su paso de muerte y destrucción. “Ya están adentro. Están en el río y en las plataformas. Aquí, igual han comenzado a ingresar las empresas camufladas”, dijo el guardaparque que pidió guardar su nombre en reserva. “Por lo menos allá, donde ustedes estuvieron, las comunidades se ponen más fuertes”.
Los mineros cooperativistas saben que lo que hacen daña el medioambiente, pero minimizan el impacto. Sus dirigentes afirman que generan empleo y desarrollo en las poblaciones donde llegan con sus máquinas y su mercurio. Y cuando se les pregunta sobre su ingreso a áreas protegidas argumentan que allí ya había gente mucho antes de que el lugar se declarase como una zona donde no se pueden hacer actividades extractivas.
Desde el sillón de su despacho en el centro de San Buenaventura, el alcalde Luis Alberto Alipaz lamenta que la pelea sea en realidad contra el Gobierno que protege y fomenta esta actividad. “No hay dónde quejarse porque el Gobierno los apoya, da permisos, y el que se mete con ellos termina con procesos o muerto”.
El campamento de guardaparques en Quendeque
"A veces pienso que soy yo el que está mal. Y sí, me afecta, podría estar haciendo otras cosas en mi tiempo libre en lugar de denunciar lo que hacen con las áreas protegidas. Pero si ya no me preocupara por esto, dejaría de ser yo. Al final, esto es lo que soy", explica Marcos Uzquiano.
Uzquiano habla sentado al lado del fuego, con la vista perdida en la oscuridad de la selva. Llegamos al Madidi, después de partir desde Mayaya hace dos días. Pasamos de una bulla incesante, del óxido y la basura sembrada en el suelo a la arena más limpia que habíamos visto en nuestras vidas. Sorprendidos de que allí, como en ningún lugar que habíamos visitado antes, no había basura, ni la preocupación porque no haya basureros, porque allí no había gente.
Después de navegar por varias horas y pasar una veintena de dragas desde nuestra partida en Mayaya, llegamos a un punto donde la minería mecanizada aún no ha llegado. Es la desembocadura del Río Quendeque, el punto más al sur del Madidi, un área de protección estricta donde casi ninguna actividad humana está permitida. Aquí el agua es cristalina y los peces se refugian en esta corriente que proviene desde las entrañas de la selva. El río Quendeque se une al Beni en un cruce impúdico, como si la transparente esperanza se perdiera en la turbia enfermedad. Así, ya contaminado,el cauce sigue.
Tendidos sobre la arena y mirando las estrellas por encima del humo de los chaqueos que hasta aquí han llegado, parece que estuviéramos en otro mundo. Estamos cerca de la orilla, debajo de un campamento vacío de guardaparques. El ruido de la minería ha desaparecido, las piedras ya no golpean el metal sin tregua. El tronar de los motores ha sido reemplazado por el croar de los sapos, por el concierto de insectos, por hojas que se mueven con el viento y ramas que se desploman sobre la arena, por monos que aúllan a lo lejos y aves que hablan entre sí. El silencio no existe, pues la selva tiene su propia música.
"¿Cómo veo el futuro del parque? Si vamos así, como hasta ahora, yo lo veo bien difícil, pero creo que la esperanza está en las nuevas generaciones, donde yo creo que hay más conciencia ambiental", dice Uzquiano, mientras toma una taza de café marca Madidi que calentó a la leña.
El puesto de los guardaparques, ubicado a unos 50 metros colina arriba, está vacío. Son dos los que usualmente habitan esta cabaña de madera construida hace unos 10 años, pero cuando entran en sus días de descanso, que pueden durar 10 días, después de 20 días continuos trabajados, el lugar se queda vacío. Algunos lugareños, enterados de que los vigilantes se marcharon, ingresan a cazar a la selva; sin embargo, hay quienes creen que la ausencia de los guardaparques no es un factor decisivo; pues como se sabe, su presencia ya es un símbolo de autoridad decreciente.
La cabaña de madera se encuentra en medio de la espesa vegetación. Dentro hay dos ambientes. En el primero hay una banca y una mesa redonda con dos limones duros y un coco. Sobre un estante hay sal, aceite, una hoja de cortar incrustada en un tubo de plástico que hace de cuchillo, y guineos ennegrecidos. El segundo espacio es una habitación. Hay dos camas, o más bien dos soportes de madera acomodados sobre troncos. Sobre cada uno hay un colchón polvoriento y envejecido.
El baño es un pozo ciego bajo un techo de calamina apostado a unos pasos de la cabaña. Alrededor, hay árboles de plátano y piña para el aprovisionamiento de los guardaparques. También se ve una pequeña cocina de dos hornillas desinstalada. Hacia un costado, un sendero se adentra en lo profundo de la jungla, y en el extremo que da hacia la playa hay un tronco que sirve como asiento para otear el horizonte, y desde el cual se puede ver cómo los ríos Beni y Quendeque se unen.
Por la mañana, antes del mediodía, dejamos el agua cristalina, la fina y limpia arena, para continuar el viaje por el río Beni, bordeando el Madidi. El cauce se hace estrecho y a los costados aparecen piedras inmensas con formas rectangulares, con un brillo oscuro, de apariencia metálica. En algunas de ellas se vislumbran los llamados petroglifos del Beu; figuras de animales, plantas y objetos que han sido grabadas en estas gigantescas rocas hace siglos, probablemente antes de que los españoles llegaran a estas tierras. Aún hoy se cree que en esta región hay pueblos no contactados que viven según sus costumbres ancestrales.
Pero ni el paisaje idílico, ni el misterioso arte rupestre, ni siquiera los rumores de indígenas semidesnudos que se mueven por allí con sus arcos y flechas al hombro, han reactivado el turismo para hacerlo más atractivo y lucrativo que la minería, que sigue contaminando las aguas de estos ríos amazónicos. Antes de la pandemia, se registraban hasta 6.000 turistas por año que ingresaban al Madidi, según el jefe de los guardaparques del Madidi en esta región, José Luis Howard. Con la cuarentena y el cierre de fronteras no hubo visitantes, y para este año se estima que el turismo llegará apenas a un 50 por ciento de lo que fue años atrás.
"La minería ha reemplazado al turismo en muchos lugares. En medio de la pandemia, los mineros han ofrecido dinero a la gente que ha visto en ello una oportunidad para generar ingresos", explicó Howard.
En San Miguel del Bala
San Miguel del Bala. Hay quienes dicen que el nombre de esta comunidad, ubicada en pleno Parque Madidi, viene del arcángel Miguel y de la peculiar forma que tiene una de las montañas al costado del río Beni, con el borde superior gastado en forma de un círculo, como si una gigantesca bala hubiera rosado su cima.
Otros, como Mario Supa, un guía de 53 años e indígena oriundo de este lugar, recuperan una antigua historia en la que cientos de indígenas se enfrentaron entre sí por el oro que existe en el afluente. Murieron hombres, mujeres y niños, hubo garrotazos, flechazos, puñetazos y, por supuesto, balazos. "Eso me contó mi abuelo una vez que me llevó a pescar. Yo me crié con él desde mis cinco y el murió cuando tuve 20", contó Mario.
San Miguel del Bala es un laberinto de senderos que conectan casas, puertos, la escuela y la cancha principal. Alrededor de la cabaña de Mario, al igual que en todas las otras, hay cientos de toronjas que se pudren sobre el suelo. Él sólo tiene que estirar la mano para sacarlas de los árboles, lo mismo ocurre con las naranjas, el café, el cacao y otros frutos. Antes de que la minería se disparara río arriba, los peces también proliferaban. Encendías la leña y calentabas el sartén antes de ir a pescar, porque en menos de 15 minutos ya tenías uno de tamaño considerable, dijo nuestro anfitrión. Ahora se tarda todo un día para encontrar algo que valga la pena.
"Hace pocos años llegaron los colombianos para hacer minería. Nos reunimos con otros pueblos indígenas, entre Lecos, Tacanas y Tsimane-Mosetenes para ir y sacarlos. Fuimos un montón de gente en botes. Cuando llegamos los de la empresa nos dijeron que tenían permiso de la AJAM, pero eso a nosotros no nos importaba. Si no tenían nuestra autorización no iban a sacar oro. Les dijimos que se fueran y al ver que éramos muchos prefirieron irse. Después llegaron los chinos con sus máquinas, entraron como quien dice por la ventana, e igual fuimos a sacarlos. Los guardaparques no hicieron nada, fuimos nosotros, la gente que cuidó el parque. Es que la minería te destruye todo esto que ves decía Mario mientras señalaba los árboles, el monte, la hierba que crece por doquier, todo lo opuesto a las riveras de Mayaya-. Nosotros acá tenemos todo lo que necesitamos: cazamos, pescamos, cultivamos distintos productos, sacamos también oro, pero de forma artesanal, sin usar mercurio, hacemos también turismo, entonces tenemos hartas opciones para vivir, pero si vienen a hacer minería como hacen en Mayaya, en Guanay, entonces lo destruirán todo. Esto estará todo urbanizado. No habrá madera, ni oro, ni nada. Miren cómo quedaron esas poblaciones arriba. Yo conozco gente de Guanay que quedaron arruinados. Hacen más y más plata, y están más preocupados que nosotros, ¡verdad!".
Mario Supa, un guía de 53 años e indígena oriundo de San Miguel del Bala
Para José Luis Howard las diferencias saltan a la vista. Compara Rurrenabaque con Guanay. El primero una población abocada al turismo. El segundo un pueblo abandonado por la minería. Dice que en Apolo, la otra entrada al Madidi, el turismo también comenzaba a desarrollarse, hasta que llegó la pandemia y la minería se convirtió para muchos en la mejor opción.
"El mismo Gobierno se contradice -apunta Mario-. Es área protegida y al mismo tiempo buscan petróleo, hacen minería, entonces ¿qué se va a proteger? No hay guardaparques suficientes y ahora ya nadie los respeta porque ellos también trabajan para el Gobierno y no pueden oponerse, porque si lo hacen los despiden. Queremos que nuestros hijos estudien, porque en el futuro si no son profesionales no van a poder vivir, porque aquí se va a acabar la selva en unos 20 años".
Mientras se escriben estas líneas, otras comunidades de indígenas dentro del Madidi se han levantado contra la minería aurífera después de que el Gobierno de Luis Arce les abriera el paso para ingresar al parque con un acuerdo firmado a fines de octubre de este año con el fin de regularizar sus operaciones dentro del área protegida.
Algunos grupos de indígenas se han declarado guardianes del Madidi y otras áreas protegidas. Su lucha continúa.
Este reportaje fue realizado con el apoyo del Rainforest Journalism Fund del Pulitzer Center.
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