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Sí, el censo fue una pesadilla para muchos de los que trabajaron en él, quienes, literalmente, pasaban las noches sin poder dormir, o durmiendo a penas, y sufriendo pesadillas, por causa de la inmensa e innecesaria presión que ejercían sobre ellos los directivos superiores del INE boliviano. No es una exageración, así ocurrió realmente: y esta presión laboral asfixiante es un indicador del carácter abusivo, arbitrario, explotador y burocráticamente absurdo de la organización del censo 2024, y, a través de sus instancias, del Estado boliviano de hoy.

Y a esta pesadilla se suma el papel cuando menos lamentable de los medios de comunicación y las redes digitales sociales, además de los rumores, los cuales, con el interminable espíritu conspiranoico de los años que corren, se solazaron difundiendo y compartiendo videos en los que se ven a jóvenes censistas, sentados o apoyados donde pueden, corrigiendo con lápiz y borrador los muchísimos errores que un censo mal planificado y contradictorio, les obligó a cometer. Esta mala información se debía a que todo el mundo, o por lo menos un gran público completamente irreflexivo, insidioso y alarmista,  quería ver en esos videos pruebas de sus muy delirantes teorías de la conspiración. Pero la realidad, como siempre, es mucho menos atractiva, pero no por eso, menos significativa: los censistas sólo estaban tratando de llenar y corregir formularios y formularios, contradictorios entre sí, para que los datos cuadren, y porque estaban obligados a así hacerlo:  todo por obra y gracia de los que los dirigían desde arriba, quienes nunca se preocuparon de si sus formularios tenían correspondencia entre sí, y, peor aún, si la información solicitada tenía lógica y si era comprensible.

Hay que insistir en un punto crucial: los conceptos o criterios censales, no estaban claros para los que trabajaron como censistas, supervisores o jefes de zona. Muchas veces lo que se les pedía conseguir y llenar en los formularios, se contradecía con lo que se pedía en otro formulario, o simplemente era ambiguo y generaba gran desazón en la persona que, tras una mala capacitación, tenía que volcar esa información sin saber exactamente cómo hacerlo. Los criterios no estaban unificados, y eso dificultaba el llenado de los formularios. Y entonces censistas, supervisores y jefes de zona tenían que ver la manera de que todo cuadre. Esto, por supuesto, era fácilmente subsanable si es que los que planificaron el censo bajaban a la realidad y creaban un sistema de apoyo a los de más abajo en la pirámide organizativa, y, para decirlo en buen español, “se bajaban de sus pedestales”. Pero, lamentablemente, parece que no les importó, y dejaron a los censistas, supervisores y jefes de zona librados a su buena suerte y sólo apoyados por su gran empeño de dar todo lo mejor de sí, pero también por una característica de los bolivianos: por sumisión.

Un ejemplo. Los censistas debían constatar si un predio era una vivienda, o si era un predio no habitado. Sin embargo, se toparon con otra realidad: muchas personas viven en lugares que se consideran “establecimientos no aptos para vivienda”, porque no encontraron otro lugar para vivir, o de esa manera escapan a controles, o se ahorran dinero, para no pagar impuestos y otras obligaciones de un país que, como sabemos, no es un paraíso, sino es un infierno fiscal. Pues bien, los muy sesudos planificadores de censos (he escuchado a personalidades de la investigación demográfica echándoles la culpa a los censistas de los errores, como si ellos fueran los responsables de todo el censo, y no sólo sus explotados ejecutores)  no previeron que, en Bolivia, ciertas categorías de receta técnica, no sirven o no se aplican, porque la realidad supera cualquier tecnicismo. Aún más: típicamente, los encargados del censo fueron corrigiendo algunos de sus errores en el camino, aumentando aún más la incertidumbre. Mala planificación, improvisación y autoritarismo: ese puede ser el resumen del censo como mundo de relaciones sociales, que es lo que en verdad importa para un análisis idóneo de un fenómeno humano.

Pero, peor aún,  no eran los altos funcionarios estatales los que tenían que resolver el problema: tenían que hacerlo los censistas, quienes, a su vez, llamaban y llamaban con angustia a sus supervisores y jefes de zona, quienes tampoco estaban seguros de qué hacer en estas circunstancias no contempladas en los formularios. Sólo para tener una idea: cada censista, además de llenar el cuestionario o boleta censal, tenía que registrar, luego de terminar su trabajo casa por casa, otros formularios, tanto como los jefes de zona, y una vez entregados todos los cuestionarios y formularios de los censistas a su cargo (estamos hablando de cuadrillas de más de 100 censistas), tenían que llenar otros formularios y luego los jefes de área, recogidos estos formularios, llenar otros más. Muchas veces, como es obvio, los datos no coincidían, pero muchísimas veces, los censistas, supervisores y jefes de zona, no sabían cómo proceder, dado que las ocho horas (una cantidad exorbitante de horas) de capacitación, no servían casi de nada al momento de estar en el terreno.

Al final, muchos de ellos se rendían ante la inútil tarea de no poder hacer cuadrar la realidad observada con las categorías obligadas por el censo, así que preferían poner lo que mejor se ajustara a la tiranía de los formularios. Y tenían que hacerlo,  pero no por mala fe: sólo porque no les quedaba otra, gracias a un censo tan despótico y contradictorio. De ahí surge una de las principales objeciones a la calidad de los datos de este censo: los voluntarios y bien intencionados ciudadanos que participaron en el censo estaban obligados, por las absurdas órdenes recibidas, a acomodar lo mejor que pudieran la información real con los irrazonables formularios, aun sabiendo que ellos no tienen por qué ser demógrafos, o técnicos del INE, para hacerlo a la perfección. Se trata, entonces, de una incomprensible soberbia tecnocrática, que funcionó como una pesadilla para las simples personas que le pusieron el hombro al censo.

Pero me sigo quedando corto. Las historias de los desmanes, excesos, contradicciones y situaciones kafkianas del censo, suman y siguen. Censistas que se desmayaban, por el hambre, el sol y el cansancio. Otros que tenían que acomodarse como podían, en centros de operaciones completamente improvisados, sucios, malsanos, sin asientos. Otros que se quedaban dormidos por el cansancio. Otros que fueron gritados por ciudadanos o ciudadanas que descargaban toda su ira contra los censistas, en muchos casos, hasta hacerlos llorar. Censistas que ingresaban a un predio que supuestamente no era apto para vivienda, pero encontraban a más de 20 personas viviendo allí, así que se demoraban más de lo previsto, incluso ayudados con sus supervisores de sector. Jefes de zona que tuvieron que cargar las cajas censales, en cantidades de 16, 18 o más de 20, pesadas, una tras otra, desde los centros de acopio a los centros de operaciones, de ida y vuelta, con su propio esfuerzo físico y con sus propios recursos, porque el Estado nunca presupuestó fondos para transporte, como para casi nada. Jefes de zona que se enfermaron, por causa de este censo maltratador, improvisado, contradictorio y abusivo. Y seguramente hay mucho más que decir, y habrá quién pueda contar más historias reales de este censo.  

En suma, las críticas de muchas personas al censo, alarmistas y conspiranoicas, así como las supuestas “fiscalizaciones” de algunos diputados y senadores, tanto como la miopía de los medios de comunicación, cuyos periodistas también están maltratados, mal pagados y mal capacitados, olvidan algo que los que vivieron el censo desde adentro, nunca olvidarán: la pesadilla que es recibir órdenes, contraórdenes, contradicciones, órdenes para hacer cosas por las cuales no se les contrató,  interminables colas y trámites burocráticos para tan recibir una tarjeta de datos móviles de ENTEL, o presentar informes, o recoger material que no se podía usar, y que tenían que ser devueltos… etc., etc. Por supuesto que, en esas condiciones, abunda el estrés, y las pesadillas. Pero, dicen, es un gobierno “progresista”. ¿Progresista, si cada vez más se parece a un gobierno esclavizador? Y, así las cosas, ¿podemos fiarnos de los resultados del censo? Ese es otro debate, pero por lo que mí respecta, puedo decir que son resultados obtenidos de mala manera, sobre los hombros y el aguante de miles de bolivianos, innecesariamente maltratados. Sí, pero también es gracias a la gente que apaña eso, que las cosas son así. Y esto no lo quiero pasar por alto: tenemos un Estado esclavizador, porque muchos bolivianos tienen alma de esclavos, y aguantan todo.

Bien visto, me detengo un momento en este aspecto fundamental. Envío mis felicitaciones a todos los que, a pesar de tanto maltrato, hicieron posible que el censo se lleve a cabo. Sin embargo, no quiero olvidar un aspecto clave: en realidad, muchos de los que en el censo trabajaron, incluso sin recibir ni un centavo a cambio, aceptaron, sin chistar, las condiciones abusivas que se les impusieron. Tiendo a sobrevalorar a los contratados y reclutados para el censo, como si hubieran sido víctimas de un sistema de mandatos injusto e irreflexivo que pendía sobre ellos. Pero, como siempre, las cosas no son tan sencillas. Un censo así es posible gracias a que hay personas que lo permiten, y no se quejan, o ven mal a aquellos que reclaman. Para muchos bolivianos, “las cosas son así, hay que obedecer”, y nada más. Es nuestro espíritu ovejuno de cuartel, que hace posible, claro, los caudillismos, los autoritarismos, y, cuándo no, muchas formas de abuso desde arriba, porque hay que cumplir y acatar. Pero esto no debe hacernos olvidar que el Estado boliviano sigue teniendo un desempeño deplorable cuando se trata de valorar a aquellos que ponen el hombro, su cansancio físico y su salud mental para hacer que Bolivia vaya adelante.  Todavía, hasta donde sé, no se entregaron los certificados a los que participaron como voluntarios, ni se pagó a tiempo el crédito ofrecido, ni se reconoció al inmenso equipo que lo hizo posible. Es un Estado, pero más aún, una sociedad, que hace la vista gorda ante el problema de un gobierno abusivo. Más allá de los intereses y usos políticos que se dará al censo, no debemos olvidar que, así como se hacen las cosas, así no salen bien. Sería muy lindo decir que nadie tuvo pesadillas porque trabajó en el censo: que nadie se insoló, que nadie se desmayó, que nadie lloró, que a nadie le mordieron los perros o le gritaron los vecinos. Y en eso consiste la dignidad: en el buen trato y la valoración de las personas, que debe provenir, en primerísimo lugar, del propio gobierno nacional. No basta con un lenguaje aparentemente inclusivo (ya que, en este censo, se hicieron todo tipo de piruetas lingüísticas para aparentar que son “inclusivos e integradores”): lo que importa, realmente, es el trato digno y el respeto y la valoración del esfuerzo, las capacidades y los méritos de cada uno, y eso sí, hace cambiar un país. Pero, por lo visto, no es así, por el momento, en Bolivia. El cambio real estará cuando cambien las estructuras de relaciones sociales, cuando el Estado deje de ser abusivo, y los ciudadanos dejen de ser ovejunos, en el sentido exacto de ser y actuar, como definen Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, ovejunamente, lo “que evoca a la oveja especialmente por su gregarismo o sometimiento”. 

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