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Cuando todo se derrumba, es fácil señalar a uno. Pero en Bolivia, la responsabilidad se reparte entre muchos. Y los culpables están en todas partes: en el poder, en los micrófonos, en el silencio.

En esta Bolivia extraviada, donde la incertidumbre se ha vuelto sistema y el desgobierno una constante, pareciera que hemos resuelto el dilema de la culpa con una respuesta tan simplista como cómoda: todo es culpa de Evo Morales.

¿La crisis económica? Evo. ¿La ruptura del MAS? Evo. ¿La judicialización de la política? Evo. ¿La desinstitucionalización del Estado? Evo. ¿Los bloqueos, la inflación, la escasez, la inestabilidad electoral? Evo. ¿La lluvia, la sequía, el meme del día? Evo también.

Este guion, repetido sin pudor por analistas, medios, autoridades y opositores, ha encontrado su lugar en el inconsciente colectivo. Es cómodo. Exime al resto. Permite mirar hacia otro lado. Pero también es intelectualmente deshonesto y políticamente cobarde. Porque si bien Morales ha sido un actor fundamental en la distorsión democrática y jurídica de los últimos años, reducir toda la culpa a él es una narrativa tramposa que encubre una verdad mucho más incómoda: culpables somos todos.

Culpable es el Tribunal Supremo Electoral, un órgano que jamás se asumió como poder electoral, que prefirió la comodidad institucional a su función constitucional. Suspendieron las elecciones primarias, única garantía previa de legitimación democrática interna de candidaturas, con el pretexto de evitar conflictos y gastos económicos innecesarios, cuando en realidad prefirieron evitar el trabajo. Hoy, con el calendario electoral al borde del colapso, esa decisión cobra factura. El TSE, además, se subordinó al Tribunal Constitucional, resignando su jerarquía. Ya no arbitra elecciones: las observa desde la galería.

Culpable es el Tribunal Constitucional Plurinacional, autoprorrogado e ilegitimado, con magistrados que hacen política desde la ignorancia jurídica. No son intérpretes de la Constitución, son sus distorsionadores. Gobernar sin votos, desde una sentencia, es la peor forma de autoritarismo disfrazado de legalidad. En derecho, un magistrado se va cuando su mandato concluye. Punto. Todo lo demás es usurpación, es la captura del poder por la vía judicial.

Culpable es la Asamblea Legislativa por cinco años de ruina institucional. No delibera, no fiscaliza, no legisla. Convertida en un ring de intereses estériles, los legisladores han sido protagonistas del peor período de inoperancia parlamentaria desde el retorno a la democracia. Sus pugnas internas y externas no sólo paralizaron reformas urgentes, sino que desmantelaron toda noción de representatividad. Fueron espectadores pagados de la descomposición. La política, sin deliberación pública, se convierte en repartija. Y eso es lo que han hecho: repartirse el tiempo mientras el país se caía.

Culpables son los partidos políticos, hoy empresas electorales sin alma ni ideología. Aparatos diseñados para captar poder, no para servir al pueblo. Cada cinco años desempolvan logos, alquilan candidaturas y negocian siglas como si fueran franquicias. No tienen cuadros nuevos, ni ideas, ni militancia crítica. Sus dirigencias son élites de poder atornilladas al mando. Y su base, en muchos casos, apenas es una clientela obediente que va donde le señalan. Sin pensamiento crítico, sin formación política, sin horizonte de país.

Culpable es Luis Arce, más su entorno familiar y su gobierno. Su gestión es la suma de dos males: ineficacia y corrupción. Gobernó en función de sus intereses, de su entorno, de sus silencios. Nunca escuchó el mensaje de las calles, de los números, de los hechos. Perdió casi todo el capital político que le otorgó el pueblo y ni siquiera pareció darse cuenta. Su gobierno pasará a la historia como una oportunidad desperdiciada en medio de una crisis sin precedentes. Llegó con una legitimidad aplastante y la dilapidó en tiempo récord.

Culpables son los medios de comunicación, que han dejado de ser fiscalizadores del poder para convertirse en reproductores de la narrativa que más conviene al patrón del momento. Medios que callaron frente a las prórrogas inconstitucionales, que minimizaron los abusos, que inflaron candidatos sin propuesta, que maquillaron la mediocridad gubernamental o que se volvieron plataformas de operaciones políticas encubiertas. El periodismo boliviano —con contadas excepciones— ya no informa: editorializa desde la omisión, opera desde el sesgo, polariza sin escrúpulos y vende certezas falsas al mejor postor. En vez de construir una ciudadanía crítica, han fomentado la superficialidad, el odio y el relato único. El periodismo que se acuesta con el poder no informa: anestesia. Y eso es lo que han hecho: anestesiar al país frente al abismo.

Culpable es la ciudadanía. Sí, también. Porque en este país del “no me meto”, la resignación es una forma de complicidad. Mirar de lejos, quejarse en voz baja y no involucrarse son actitudes que permiten que el abuso y la corrupción prosperen. Hemos naturalizado la decadencia y desactivado la indignación. Nos hemos convertido en súbditos que prefieren sobrevivir al caos antes que organizarse para cambiarlo. Porque en esta democracia menguante, el mayor pecado no ha sido votar mal, sino dejar de participar.

Evo Morales no es inocente. Pero tampoco es el único responsable. Es apenas un actor —importante, sí, pero no exclusivo— de una obra escrita entre todas y todos. La historia de Bolivia no se explica por un solo hombre, se explica por la suma de decisiones, omisiones y traiciones de todos los poderes del Estado y de quienes les damos permiso con nuestro silencio.

Culpar a uno solo es una coartada. Nos ahorra el esfuerzo de pensar y de actuar. Pero también nos condena a repetir el error. Porque mientras sigamos buscando villanos individuales en vez de asumir la responsabilidad colectiva, esta tragedia seguirá teniendo los mismos protagonistas… y el mismo final.

Culpables somos todas y todos, porque toleramos, porque permitimos, porque callamos, porque nos convenía, porque nos rendimos. Y en esta historia, no hay inocentes.

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