Y al fin de cuentas: ¿Qué es ser papá? En una sociedad signada por el machismo y, al mismo tiempo, el poco interés en los varones –puede parecer contradictorio, pero no lo es: el machismo es una exaltación de supuestos privilegios masculinos, pero que en el fondo encubre las debilidades permanentes de ser hombres—, los padres se tambalean, nos tambaleamos, en cuerdas flojas suspendidas en el aire. El ser padre, quizás en todas las épocas y culturas, no es obvia o, por lo menos, no tan evidente como el ser madre (los padres no paren). Como tampoco lo es el ser varón: siempre, o casi siempre, se trata de algo feble, amenazado, frágil, por mucha ostentación de poderío y seguridad que uno despliegue.
Es justamente lo que sostiene el antropólogo italiano (aún más, siciliano) Franco La Cecla, quien fuera una pieza fundamental para mi análisis sobre la ostentación viril de los bailarines de la danza de los caporales en Bolivia, a quienes les dediqué mi tesis de maestría. Señala La Cecla que la masculinidad es un hecho biológico, pero, en cambio, la virilidad se define por la ostentación de “caracteres acentuadamente masculinos”. Así, no basta con ser varón biológicamente: parecería que la única modalidad en que se puede expresar este hecho, sostiene Franco, es a través de la virilidad, es decir, la intensificación de los rasgos de ser viril: “Modales bruscos, bellaquería, vocación de dominio, ostentación”. No basta con ser hombre: se vive en constante amenaza de no serlo, y, por tanto, en constante necesidad de mostrarse viril…por lo menos en una gran mayoría de sociedades, como aquellas de las que descendemos los bolivianos: la cultura del honor mediterráneo, pero también las culturas andinas. La Cecla, con gran agudeza, recordaba también lo que ya apuntó Lacan sobre esta necesidad de ostentación: la obsesión en la virilidad, irónicamente, feminiza al varón.
Está claro que las mil formas de ostentación de la virilidad amenazada, provenientes de las sociedades del honor, resultan en todo un espectáculo: caporales, toreros, charros, gauchos y así sucesivamente. También estos despliegues de boato masculino pueden darse en sus versiones más modernas, como los motoqueros o incluso, los hippies y los roqueros. Pero aquí lo que me importa es vincular esto con el ser papá.
Lacan habló de la función del padre, que se materializa a través de “los nombres del padre”. Este es un concepto psicoanalítico fundamental, y resumiendo mucho, diré que se trata de aquella función simbólica, que no necesariamente recae en un padre biológico, de carne y hueso (puede ser ocupada por el padrastro, el abuelo, el padrino e incluso por instituciones “paternales”, o, si se quiere, patrimonialistas, como la Iglesia, una orden, cualquier institución disciplinante), dan acceso al niño o a la niña, a la cultura, a la sociedad, al orden social. Es, por tanto, una función reguladora. La falta de esta función es compleja en términos psíquicos, pero puede resultar interesante de observar a un nivel social.
Así, el problema de la función paterna en las sociedades hispanoamericanas es muy vasto y de larga data. Por ejemplo, desde la llegada de los primeros conquistadores, encomenderos, burócratas imperiales, etc., a las tierras del Nuevo Mundo, la posible “superioridad” del varón ibérico impactó en las personalidades de los varones indígenas, como sostiene el gran Gabriel Restrepo en su “Alquimia del semen”. Según el sociólogo colombiano, el europeo, situado en lo alto de su caballo, con su armadura reluciente, se convierte en un “espejo” en el que el indígena se mira, y al hacerlo, produce una imagen devaluada de sí mismo, como si fuera menos hombre. Ya no es el amo, porque incluso las mujeres indígenas se maravillan con estos hombres barbados y poderosos. Es la cisura fundamental: la devaluación de la hombría que marcará, en América Latina, a los varones indígenas, y claro, mestizos. ¿Cómo se resuelve esta cisura? A través de la alquimia del semen: los hijos serán de padres europeos, produciéndose así mestizos, pero estos, a su vez (mestizos que constituyen la base de nuestras sociedades), vivirán buscando reconocimiento, ostentando apariencias, presencias, reforzando sus virilidades aparatosas, para soñar o aspirar a un poder perdido.
Hoy no comparto completamente las ideas de Restrepo que, para 2006, me resultaban tan preciosas para explicar al personaje imaginario del caporal. No es que Restrepo no me siga pareciendo un gran maestro y una gran inspiración: lo que pasa es que veo ahora el fenómeno de los mestizos y de las virilidades desvalorizadas de una manera un poco más matizada. Por ejemplo, en 2006 yo atribuía a estas búsquedas de reconocimiento a través de la pomposidad, de la demostración fanfarrona y, a la vez, feminizante de los atributos varoniles, un carácter fascista, próximo a las derechas o a lo socialmente reaccionario. Hoy puedo darme cuenta de que estos rasgos son también consustanciales a los caudillos y dirigentes de las izquierdas, quizás de una manera más acabada que aquella sarta de generalotes militares de derecha: estos dirigentes de orígenes indígenas, o estos “intelectuales” de izquierda de las clases medias, están marcados también por esta “cisura fundamental” de la que hablaba Restrepo, y son otros tantos buscadores de una virilidad exaltada, como cualquier repaso de las noticias puede mostrarnos.
¿Dónde queda, entonces, la función del padre, el padre, sus nombres? Devaluadas. Sea por vía de la cisura fundamental, sea por otros mecanismos permanentes en los territorios que hoy son Bolivia: el ser criados, expósitos huérfanos; el ser hijos ilegítimos, o el ser hijos bastardos (“guachos”), en todos estos casos, los padres son personajes vapuleados. No se trata de pensar que los padres son víctimas o están incapacitados para ejercer esta función, este oficio. No es una cuestión de culpabilidades o victimizaciones. Se trata de entender que el ser papá ya es difícil, ambiguo, frágil, si es que entendemos que la conformación de la masculinidad, a través de las distintas formas de virilidad, siempre es una situación amenazada, inestable; pero lo es más en un entorno social como el boliviano, donde cada vez más se dan palos a los hombres, por el solo hecho de serlo (no es que no se lo merezcan: es que se han acentuado las intolerancias), al mismo tiempo en que se les exige aún más que nunca.
El ser padre debería celebrarse mucho más, en un sentido parecido a los objetivos por los que se creó el Día Internacional del Hombre (celebrado el 19 de noviembre de cada año, desde 1999) o el Día Nacional del Hijo (varón), celebrado en Estados Unidos y Canadá cada 28 de septiembre: promover modelos masculinos positivos, celebrar las contribuciones positivas de los hombres a la sociedad, centrarse en la salud y el bienestar de los varones, mejorar las relaciones interpersonales de género y promover la igualdad e identificación de género, y crear un mundo más seguro y mejor. Padres que pueden ser modelos positivos, que se les reconoce su contribución a la sociedad a través de su amor y apoyo a los hijos, que se cuida su salud tanto física como emocional y psíquica, y que desenvuelven su paternidad y abuelidad con plenitud y reconocimiento social, para alcanzar “su pleno potencial”. Pero, en Bolivia falta mucho para lograr algo así. Pero siempre existirán papás corazón, como decía mi admirada Pinina de la infancia.
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