Ya se dio la patada inicial para la necesaria selección del Defensor o Defensora del Pueblo, luego de tanto tiempo de interinato que, como todo, tuvo sus luces y sombras; aunque a profundidad más de lo último que de lo primero; ejemplos sobran para sustentar tal afirmación.
Desde la elección de David Tezanos, quienes conocíamos la institución, sabíamos que estaba condenada a la debacle y a su neutralización como importante contrapeso del poder, porque esa es la finalidad de una institución que si bien es parte del Estado, cuida que este no abuse de los ciudadanos y ciudadanas, como refiere Castañeda: “Históricamente, la Defensoría del Pueblo tiene su origen en el Ombudsman sueco, de mediados del siglo XIX. Ya desde esa época y hasta el siglo XX se había definido que esta institución tenía algunas características fundamentales, tales como ser un funcionario independiente, establecido en la Constitución y que vigila la administración, ocuparse de las quejas específicas contra injusticias o errores de la administración y tener el poder de investigar, criticar y dar publicidad a las acciones administrativas que produzcan vulneraciones de derechos”. Esta definición se completa claramente durante el siglo pasado al proteger los derechos humanos individuales y colectivos de la población de un país y de sus connacionales en el exterior inclusive, tal como se rescató en nuestro texto constitucional.
Es justamente en lo referido que se destaca la gran importancia de esta institución y, por ello, se hace tanto hincapié en la necesidad de su independencia de los entes de poder, porque la defensa de los derechos humanos no es para favorecerles, para proteger a las autoridades, como en algún momento un vicepresidente expresó.
Los derechos humanos están para todos y todas, pero mucho más para quienes están en situación de vulnerabilidad: para las mujeres que sufren día a día violencia de todo tipo: para las y los niños que no pueden alzar su voz para reclamar por los abusos de los que son objeto; para los pueblos y naciones indígenas que siguen excluidos, en muchos casos debido a las políticas económicas lamentablemente destinadas a su desaparición; para los adultos mayores que cada año incrementan su población y sus problemáticas; para migrantes, personas privadas de libertad, población LGBTI, para el ciudadano y ciudadana que no cuenta con los medios y mecanismos para que se le haga justicia o pueda ejercer sus derechos. Para todos y todas ellas debe estar ahí la Defensoría del Pueblo, apretando las clavijas del poder para que cumpla con sus obligaciones.
Pero para que la Defensoría del Pueblo pueda hacer lo dicho, el titular es vital, sino la institución se convierte en lo que ahora podemos ejemplificar de diversas maneras. Es por ello que se recuerda a Ana María Romero de Campero, primera Defensora, innegablemente como la piedra fundamental y angular de la institución, la que dejó una huella imborrable y el modelo institucional; la fuerza y convicción en la lucha por los derechos humanos (en su momento) de Waldo Albarracín, la fe, consecuencia y persistencia de Rolando Villena Villegas, de quien los poderosos esperaban sea dócil y obediente; pero su idoneidad, valentía y entereza moral pasaron muchas pruebas en un momento complicado de la historia de Bolivia. Ellas y ellos serán recordados siempre por hacer de la Defensoría una protagonista y no una entidad fantasma.
A pesar de que los poderosos nuevamente no quieren soltar el hueso y están otra vez destinando sus herramientas legales para neutralizar a la institución defensorial, es más importante observar qué quiere y necesita la ciudadanía de su Defensor o Defensora.
En primer lugar, se necesita una persona con una calidad moral sin cuestionamientos; que su conducta esté fuera de cualquier reproche; que haya tenido y tenga un ejercicio profesional intachable y una reputación a toda prueba. Y debemos preguntarnos si el o la postulante ha tenido procesos no solo penales, sino administrativos, disciplinarios, laborales, incluso si paga sus impuestos y otras obligaciones.
Por otra parte, la calidad personal y humana para tan delicadas funciones es indiscutible, tanto en el ámbito público como privado. No podemos darnos el lujo nuevamente de caer en denuncias de violencia familiar, denuncias de abuso de poder y prepotencia. El próximo Defensor o Defensora deberá ser socialmente sensible, conmoverse con el dolor de las víctimas, pero al mismo tiempo mostrar entereza y fuerza.
Por supuesto, el titular de la Defensoría del Pueblo debe demostrar su independencia a todas luces, tanto en lo personal como institucionalmente, bajo lo primero demostrar que no responde a nadie, que no tiene que pagar facturas políticas, económicas, sectoriales, gremiales, etc. Y bajo lo segundo soportar presiones e injerencias de todo tipo sin claudicar, mirando solo el camino de los derechos humanos.
La experiencia y trayectoria en la lucha por los derechos humanos debe ser demostrable y algo que los legisladores de la Comisión Mixta deben observar de manera meticulosa, asegurándose de que esta no sea esporádica o como algo tangencial, sino coherente y continua, principalmente con grupos vulnerables. Un elemento adicional, debería considerarse su respeto por los valores democráticos, en estos tiempos donde estos se hallan cada vez más cojos tanto en el ámbito internacional como nacional.
Realmente guardemos la esperanza en que pronto tendremos un Defensor o Defensora que se entregue a su pueblo, que deje a un lado cálculos políticos, consignas e instrucciones de sus mandantes, y ponga en alto a la institución defensorial.
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