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Según el Observatorio de Justicia y Género, hubo 7 infanticidios en los primeros 5 meses de 2023 en Santa Cruz, Cochabamba y La Paz (2 en cada departamento) y Oruro (un caso). Los autores de esas deplorables muertes fueron según los casos: la madre y el padrastro, la madre sola, la madre y el padre, una tía y una persona sin identificar. De modo que los progenitores o la familia cercana fueron los agresores y quitaron la vida a esas niñas y niños en sus hogares.

En la gestión 2022 hubo 38 infanticidios, en mayor número en La Paz con 17 casos y Santa Cruz con 6. Algo muy malo pasa, la sociedad se ha tornado inviable, intolerante, ciega y sorda ante la inocencia y el derecho a la vida de los más pequeños.

En nuestro país, los niños, niñas y adolescentes conforman el 42% (2,9 millones) de la población boliviana (INE, Censo 2012); por tanto, sus vidas son de vital importancia para el presente y futuro del país. Sin embargo, es preocupante el incremento de las estadísticas de infanticidios y feminicidios de adolescentes en los últimos años.

En general, las estadísticas más recientes sobre violencia de género en Bolivia muestran el creciente número de niñas y adolescentes como víctimas de maltrato, violaciones, embarazos adolescentes no deseados, mortalidad materna, asesinatos e infanticidios. Se habla de violencia física, sexual y psicológica, pero escasamente de violencia simbólica.

En ese contexto es fundamental reflexionar sobre las causas estructurales de la violencia en general y la violencia infanticida en particular. Galtung (2003) clasificó la violencia en tres: la violencia directa (física y visible), la violencia estructural (visible a través de la pobreza e inequidad) y la violencia cultural o simbólica, que se expresa más a menudo en la ideología machista, el lenguaje sexista y la discriminación. De los tres tipos de violencia, la violencia cultural/simbólica y la violencia estructural son las menos visibles, pues en ellas intervienen otros factores, por lo que detectar su origen, prevención y remedio es más complejo.

Desde el punto de vista socio-semiótico, Imbert (en Penalva, 2002 en línea) llama a todo esto “violencia representada”. Se trata de un tipo de violencia simbólica presente en las prácticas sociales y culturales que reproducen los diversos grupos sociales en un proceso de interacción e influencia recíproca al construir una realidad social determinada. La violencia simbólica es invisible y cotidiana, lleva a que se acepten de modo “natural” situaciones de sometimiento (de género, de edad, de relaciones laborales), sin que los propios protagonistas tengan conciencia de que se están doblegando ante la autoridad y voluntad de otros. La violencia se ejerce con el objetivo de intentar dominar la voluntad de una persona para hacer que se pliegue al poder, a la autoridad, al modo de ser de otra.

La violencia estructural y la violencia directa están estrechamente articuladas con la violencia simbólica. Lo simbólico está ligado a las prácticas sociales y culturales que para esta primera aproximación conceptual se circunscribirá a dos de esos ámbitos primarios: la familia y la escuela, para luego estar en condiciones de analizar los otros escenarios sociales.

Giddens en su libro titulado “La transformación de la intimidad” (1998) plantea que la vida cotidiana de la familia forma parte de una estructura de reproducción material (crianza de los hijos) y simbólica (primera institución de socialización de los nuevos miembros de la sociedad, antes que la escuela). Giddens plantea que los manuales de crianza de niños publicados a principios del siglo pasado, aconsejaban a los padres mostrarse poco amigables con los hijos, ya que su autoridad quedaría debilitada; más adelante, se reforzó la idea de que los padres debían fomentar lazos emocionales con sus hijos, pero reconociendo su autonomía. Finalmente, en la sociedad moderna, el narcisismo fomentado ha derivado en permisividad.

Adicionalmente, el modo de crianza de niños, niñas y adolescentes está vinculado a la cultura y tradiciones de cada país. En Bolivia, el castigo físico o psicológico como método de disciplina educativa es una práctica común. Sin embargo, el hogar, que debería ser un espacio de protección para la niñez y adolescencia, se ha convertido en el lugar donde más se vulneran sus derechos. El 74% de los padres bolivianos cree que el castigo físico es necesario a veces y, por tanto, en un 83% de los hogares los hijos e hijas son castigados por alguna persona adulta (Encuesta Nacional de Demografía y Salud, ENDSA en UDAPE/UNICEF, 2008, p.19).

Se visualiza un sombrío escenario por la violencia de los padres y madres hacia sus hijos e hijas, al que se suma la violencia que pueden sufrir de sus familiares cercanos, ni qué decir de otros depredadores y traficantes de personas y órganos. Todo lo anterior nos lleva a preguntar: ¿Estarán los niños y niñas seguros en casa?, ¿cuántos de ellos no estarán siendo abandonados, sufriendo abusos y maltratos?, ¿la sociedad boliviana habrá tocado fondo en medio de ese ambiente intolerante y adultocentrista? Responder a todas esas preguntas nos lleva a la violencia simbólica como detonante oculto de todas las demás violencias, por ello es vital su estudio.

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