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Pueden haber mejores ciudades, mejores lugares para vivir. El mundo es grande, y la belleza, la alegría, las esperanzas y la paz se pueden encontrar en muchas partes. Pero vivir en Cochabamba es necesario, como navegar, y no tiene solución: Cochabamba se adueña de nosotros y nos hace permanecer.

Como tantos otros, no soy de Cochabamba, pero aquí llegué y aquí me quedé. Cochabamba atrapa, pero no de manera nociva: atrapan los amigos, las conversaciones, los paseos, las ilusiones compartidas. Atrapa el haber conocido una ciudad que, luego de andar muy poco, se llenaba de verde, de acequias, de arboledas, de chacras sembradas, de paisaje inmenso. Atrapa el recordar la cordillera a lo lejos y sus nieves, las nubes yéndose al este, los maizales infinitos, los molles del atardecer; pero al mismo tiempo, atrapa la inteligencia de tantos seres humanos imprescindibles, que poblaban y pueblan una ciudad insólita en Bolivia, insólita también en Sudamérica.  Llena de vocación agraria (que tristemente se va extinguiendo), en Cochabamba florecen el pensamiento, la inteligencia, el talento, la amistad, que espero no se extingan. Y tuve la suerte de llegar y conocer ese rasgo fundamental de Cochabamba.

Aquí conocí a Franklin Anaya, Hugo Arze, Augusto Guzmán, Mario Unzueta, Jaime Arze de la Zerda, Gonzalo Vásquez, Washington Vargas Fano, Eduardo Ocampo Moscoso, Mario Lara López, Alfredo Medrano, Ronald Martínez, Adhemar Uyuni, entre los que ya no están; y a muchos más que están, entre escritores, pensadores, poetas, músicos, cantautores, pintores, escultores, actores, periodistas y simplemente, amigos.

Cochabamba siempre me pareció una tierra de ideas abiertas, y aunque está en el corazón del corazón de Sudamérica, es decir, tierra adentro, al centro mismo de los Andes, y lejos de las costas y sus aires frescos, a pesar de eso aquí circulan las ideas frescas. Claro, como cualquier ciudad andina es también tierra de cerrazones y tradicionalismos mentales: pero generaciones y generaciones de espíritus libres e irredentos los combatieron y espero, los combatirán.

Entonces hablar de Cochabamba es hablar de cómo uno llega y conoce un mundo de personas fosforescentes, que en mi caso y por ejemplo, menudeaban en el Instituto Eduardo Laredo. La cercanía con la música era la cercanía con las artes, con la literatura, con las conversaciones largas entre amigos, como aquellos tiempos en que, con Igor Quiroga, Gonzalo Lema, Ronald Martínez y Leonardo de Sá (faros de mi navío), salíamos a caminar por las avenidas, plazas y calles de la ciudad, perdiéndonos en diálogos tan mundanos como profundos, como si por un momento el alma de Borges, de Paz o de Cortázar nos acompañaran.

Hablar de Cochabamba es hablar también de mi propia generación, y aquellos “amigos atorrantes” con los que, igual que nuestros mayores, caminábamos, cavilábamos, escribíamos poemas y canciones, sorbiendo la vida con su fragancia de Cochabamba. Ramiro Velarde que partió del mundo muy joven, dejando su huella de boutades y agudas ocurrencias como si de Lord Henry Wotton se tratara; Juan Pablo Ramos, que cumple años el 14 de septiembre justamente, un hermano de la vida nacido para encontrarnos. Alberto Crespo, cuyo Crimen perfecto será siempre uno de mis poemas/sentidos favoritos, tanto como todo él; Marco Antonio Macías, “compadre de mi cálculo, enfático ahijado de mis sales luminosas!”… y es hablar de Miguel L. Yaksic, hermano de música, de sangre y de vida, de apurar el paso en “quietas tardes de llovizna gris”, de terebintos, felinos y lejanías.

Los amigos de colegio y los cangrejos, los compañeros de la universidad, los amigos profesores, los amigos de mis amigos, las casas de los amigos y sus familias, las mamás, los papás, las higueras, los perros, los gatos, los loros en la plaza Colón, las flores lilas de los jacarandás, las rojas de los ceibos. Los cines, el Prado, las modas, las penas, las desazones, los despechos, las felicidades, los días y las noches. Uno es una colección de golpes pero también de júbilos, y de las personas que nos tendieron la mano, la sonrisa, las maravillas.

En Cochabamba también está quien te puede llevar a través de maderas noruegas, por un cielo azul y un mar verde, en un submarino amarillo cuando llega el sol en algún lugar de su sonrisa.

Cualquier ciudad del mundo es aquí. Cualquier ciudad del mundo, o incluso el campo abierto, es el lugar donde florecen las almas, donde se proyectan los sueños. A veces las pesadillas del año, del momento, nos hacen creer que vivir es padecer…pero vivir en Cochabamba a pesar de sus miles de males, malestares, necedades y estulticias, a pesar de todo eso, es vivir con la nostalgia del futuro y la esperanza del pasado.

Porque Cochabamba es el lugar a donde me iré, y donde siempre cantarán los ruiseñores.

El año 1986

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