Por Mónica Oblitas //
No eran mis árboles. No los compré, tampoco los planté. Estaban en la entrada a mi casa y eran, supuestamente, del municipio de Porongo; aunque estaban dentro de un condominio. Pasa que los árboles a veces son como los hijos no reconocidos: nadie quiere hacerse cargo de ellos, así que eran del condominio o de la municipalidad de Porongo, pero no míos. Pero estaban en el jardín exterior de mi casa. Al final ¿en qué quedamos?
La falta de filiación hizo más fácil que de un día a otro los talaran, sin consulta, sin trámite legal, sin criterio alguno. Dejaron un basural de ramas y hojas donde antes había vida y tres troncos pelados. ¿Quién responde? Nadie. Porque en Bolivia, los árboles están precondenados, como todo aquello que por ignorancia, conveniencia o desidia se prefiere mantener en una nebulosa legal.
Eran tres árboles urbanos, firmes y sanos. Durante años, dieron sombra, atrajeron aves, refrescaron las tardes. Pero la administración del condominio —tras una queja de una vecina que se cansó de barrer su patio porque las hojas ensuciaban la cerámica— decidió eliminarlos. Sin autorización municipal. Sin inspección técnica. Nada. Hablaron de una poda controlada, pero lo que hicieron fue una ejecución. Los troncos quedaron pelados. Las ramas arrancadas con rabia.
Según la Ley 1333 de Medio Ambiente, en su artículo 33, la tala de árboles urbanos está prohibida sin autorización expresa. La norma es clara: toda intervención debe ser evaluada técnicamente y autorizada por la autoridad ambiental competente. No es un trámite decorativo. Es una obligación legal. Pero en Bolivia, la ley se ignora o se aplica a gusto del operador.
Me dijeron que uno de los árboles tenía raíces que afectaban a una vivienda. Pero, ¿y los otros dos? ¿Quién dio la orden? ¿Quién fiscaliza? Nadie. Todos se arrojan la pelota porque lo que molesta, se borra. Y lo que se arranca, no tiene regreso.
Lo más alarmante es que esto se normaliza. A nadie le parece grave. “Son sólo árboles”, dicen. Pero no lo son. Son parte de un ecosistema urbano. De un equilibrio. De una memoria. Son lo último vivo que aún queda entre tanto cemento.
Y así, mientras discutimos sobre bosques en llamas, reservas invadidas y pueblos desplazados, dejamos pasar estos actos “menores” como si fueran problemas de jardinería. Pero no lo son. Son señales de una cultura que no entiende límites, que arrasa con lo vivo y que cree que todo puede quitarse si molesta.
Hoy esos árboles ya no están. En su lugar hay más calor, menos aves. Y más rabia. Porque si ni siquiera los árboles en un condominio están seguros, ¿qué podemos esperar del resto?
Me dijeron en tono de burla: “Ponga un árbol de plástico, doña, así no se le muere”. Y quizá eso resume bien el país en el que vivimos. Uno donde lo falso se impone a lo vivo. Donde la comodidad vale más que la naturaleza. Donde el despojo se disfraza de orden.
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