En Bolivia, la justicia no es ciega. Es selectiva, servil y profundamente corrupta; por eso, debe reformarse de manera estructural. No actúa como un poder independiente, sino como un instrumento de manipulación política, extorsión económica y encubrimiento criminal. Lejos de ser garante del Estado de Derecho, el sistema judicial se ha convertido en su principal amenaza. En esta situación tan lamentable, todos los ciudadanos perdemos y estamos bajo sospecha; sin embargo, el peso muerto y los peores daños recaen sobre la gente humilde, pobre y vulnerable a cualquier agresión contra sus derechos. La crisis de la justicia debe responder, fundamentalmente, a una transformación para servir a las y los ciudadanos comunes, y a sus necesidades de certidumbre sobre lo que significa la confianza en la “imparcialidad de la ley”.
La corrupción en la justicia no es una anomalía, sino la norma. El fallo irrisorio e ilegal de la jueza Lilian Moreno a favor de Evo Morales para librarlo ilegalmente de las acusaciones de trata de personas y violación a menores de edad es, a todas luces, inaceptable y condenable. La conducta lúgubre de Moreno, lamentablemente mostró cómo los jueces sucumben ante la presión de directrices políticas, violando cualquier procedimiento constitucional.
Los fiscales actúan como operadores partidarios y los abogados no litigan, sino que negocian con el delito. La conciliación y negociaciones jurídicas se convierten en transacciones irracionales, a partir del dolo o la distorsión en la interpretación de las leyes. Las instituciones encargadas de aplicar la ley han sido colonizadas por el clientelismo, el chantaje y la sumisión. En este escenario, el debido proceso se convierte en una farsa; lo que prima es el “debido acomodo”. Esto debe terminar de una vez por todas.
El sistema judicial boliviano no castiga a los culpables, los protege si éstos poseen contactos, o se venden indulgencias al mejor postor. Peor aún, en muchos casos, se castiga a los inocentes si resultan incómodos para el poder. Esta lógica perversa ha generado un caos creciente: los ciudadanos dejaron de creer en la ley porque han comprendido que ya no forma parte de un verdadero Estado de Derecho. Hoy, la democracia boliviana se reduce a un sistema de iniquidades donde la justicia actúa contra los mínimos estándares de protección de los derechos humanos.
Pero el problema se agrava aún más con la estrecha y oscura relación entre el sistema judicial y la policía boliviana. La alianza entre togas corruptas y uniformes incompetentes se ha vuelto una constante institucional. La policía, en lugar de investigar, inventa pruebas. En lugar de proteger, acosa. Y cuando un caso llega a los tribunales, aparecen jueces dispuestos a acomodar la sentencia, según el precio o las presiones políticas. Esto explica por qué Evo Morales, hasta hoy, no ha sido aprehendido, a pesar de haber sido declarado en rebeldía, al tratar de burlarse del sistema judicial por sus relaciones con menores de edad.
En la burocracia judicial y policial, predomina la arbitrariedad, y los policías, pudiendo actuar, se limitan a emitir amenazas televisadas mientras, en el fondo, se esconden bajo la sombra de una justicia digitada desde el poder.
Esta confabulación entre jueces deshonestos, policías inútiles y leyes sometidas al atropello garantiza la impunidad: narcotraficantes protegidos, feminicidas libres, autoridades que delinquen con respaldo político o clientelar. Mientras tanto, activistas, periodistas y ciudadanos incómodos para el régimen de turno terminan tras las rejas por delitos prefabricados. No se trata de excepciones, sino que hay un patrón sistemático.
La democracia boliviana no puede sostenerse mientras la justicia funcione como su principal enemiga. Hablar de elecciones, de instituciones o de derechos carece de sentido si el acceso a la justicia es un privilegio negociado y no un derecho garantizado.
Bolivia no necesita una reforma cosmética del sistema judicial, requiere una reconstrucción total: burocrática, moral y personal. Una limpieza profunda, procedimental e institucional que erradique la corrupción desde la raíz. Mientras esto no ocurra, seguiremos atrapados en este ciclo perverso donde la ley se transfigura en un instrumento de poder, y la justicia en el teatro más infame del país. La reforma estructural ya no es una opción, es una urgencia histórica.
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