América Latina parece ingresar en una etapa de guerra civil permanente, donde todo se reduce a una guerra sorda entre dos bandos profundamente exaltados. ¿Siempre fue así? La llamada polarización, un mundo donde todos tienen la obligación de agruparse y apoyar a un bando o a su contrario antagónico, parecería ser algo natural: la idea de “definirse”, “tomar partido”, “no ser tibio”, está presente en muchas mentalidades. Si esto también se revela en las rivalidades de fútbol, en la política la creencia en que todo debe definirse desde los extremos, no es más que un estado permanente, o cíclico, de la violencia, de la intolerancia permanente.
Justamente una situación de guerra permanente era característica de muchas sociedades premodernas, y la pacificación social es, precisamente, un efecto del proceso de civilización. Pero parecería que, en América Latina, a nombre de la justicia social, del pueblo, del socialismo, de los pobres, etc., en realidad se consolida un tipo de sociedad que va al revés: la violencia y el fanatismo sectario crecen día con día, y por lo tanto la convivencia pacífica se hace más y más difícil.
¿Es progresista que, a nombre de una sociedad mejor, se construya una sociedad peor, donde la persecución política, el estado permanente de vigilancia de los que están en el poder sobre los que lo impugnan, se convierta en algo natural, justificado justamente por un falsario “progresismo”, que a la hora de la verdad no es más que otra de tantas prácticas represivas y reaccionarias?
En América Latina se suele justificar echando mano a la historia, una historia maniquea según la cual todo se reduce al conflicto de los explotados contra los explotadores, los dominados contra los dominadores, los oprimidos contra los opresores. Que las desigualdades en América Latina, y las iniquidades, y las injusticias contra unos y otros abundan, son el pan de cada día, no es una novedad: es lamentablemente así. Pero que esto sea así no convierte en virtuosas las soluciones populares y por eso mismo, populistas que se quieren imponer, dado que, de manera muy curiosa, prolongan, y hasta refinan y profundizan, un mundo de opresión.
Ni siquiera los antiguos oprimidos, que gracias a los gobiernos impulsados por sus votos mayoritarios se sienten victoriosos, escapan a un mundo de conflicto y depauperación vivencial. Al interior de partidos masivos y fundados en la participación corporativa, como el MAS, también se vive en un régimen de frágiles equilibrios de poder, dado que las presiones y los intereses de unos van en desmedro de los otros: un estado interno de confrontación permanente, de incremento de los controles externos sobre vidas y milagros, que sólo de manera hipócrita se define, para afuera, como “la unidad del pueblo”.
En mitad de este escenario de creciente hostilidad, parecería que los sensatos, los que piensan, los que buscan el diálogo auténtico, los que tienen capacidad de crítica y de autocrítica, los que se indignan ante la violencia injusta y los abusos contra los derechos humanos, son una suerte de apestados, los peores de todos, porque cometen el pecado de abrir los ojos, descubrir, como el niño de Andersen, que el emperador va desnudo.
O también ocurre otro fenómeno: los que se sienten aplastados por los excesos autoritarios de los partidos de izquierda populista, se aferran con más fuerza que nunca a partidos o movimientos también populistas, pero de derecha, legitimando así un odio que estaba enquistado, pero que ahora se atreve a aparecer públicamente como genuino, y, entonces, la espiral de odios no para nunca, porque los unos y los otros se dedican, con denuedo sin par, a la deshumanización y victimización de sus contrarios. Sí: no hay espacio para los tibios, dicen los que sólo entienden de incendios y deflagraciones.
Sin embargo, como en tantas otras épocas de la historia de América Latina, siempre habrá personas que piensen, que enfrenten a los poderosos no con las armas del insulto, la humillación y la desaparición de los que no piensan igual. Siempre habrá en América Latina aquellos que, azorados, pongan el dedo en la llaga de todos aquellos proyectos de abuso de poder que se glorifiquen a sí mismos como el final último de la historia, como la revelación divina del bien o de la paz falseadas. En un mundo latinoamericano que cada vez se parece más a un 1984 orwelliano, sólo que corrupto, mafioso e informal, siempre habrán winstons smiths que, como piedras de la alegría, hagan recuerdo a los mandamases autoritarios (de izquierda o derecha), que nada dura…para siempre.
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