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Los fanáticos tienen un gran poder en el mundo: tumban gobiernos, ponen otros, destruyen ciudades, aniquilan poblaciones, siembran el terror, diseminan el miedo o simplemente son ellos mismos esclavos de sus miedos y sus terrores... y eso los vuelve aún más fanáticos.

Los fanáticos abundan, porque es más fácil ser apasionado que desapegado.  Es casi un elemento clave de la naturaleza psíquica del ser humano: buscamos pertenecer, ser aceptados por los demás. Si somos distantes, indiferentes, flemáticos o displicentes, seremos vistos mal por aquellos que tenemos cerca.

El compromiso es siempre visto como un rasgo positivo: el problema es que el compromiso con los demás, aunque se arrope de generosidad, muy rápidamente puede convertirse en fanatismo, pero no con los que me comprometo: sí contra aquellos que considero opuestos a mi compromiso.

Si los seres humanos tuviéramos un gen, pero también un equipo corporal así diseñado, para ser ejemplares aislados, el fanatismo no estaría allí: en su lugar, dominaría el aislamiento. Y así diseñados, buscando aceptación, es bastante fácil que ciertas personas, que se consideran a sí mismas como “escogidas” por la causa o por Dios, estimulen creencias y conductas fanáticas, ya que eso les brindará una gran recompensa narcisista.  

Aunque la propensión al fanatismo está profundamente enraizada en la naturaleza humana, no necesariamente es una norma, ni se desarrolla libremente, a menos que existan las condiciones sociales para ello.

Sostiene el filósofo William R. Daros con gran acierto, que el fanatismo comparte con el  narcisismo el hecho de que al fanático solo le interesa su propio punto de vista y, por tanto, anula cualquier otra visión de las cosas que no se correspondan con la suya.

También vincula Daros el fanatismo con el autoritarismo, porque cuando los fanáticos toman el poder, pueden usarlo para imponer de maneras violentas su particular visión del mundo como la única opción posible.

Por otra parte, la incapacidad de dudar de las posiciones propias, de verse a sí mismo como falible, de recapacitar, de interrumpir un orden de creencias y cambiar de punto de vista, es consustancial con los fanáticos.

Así estamos, entonces, en Bolivia: en una época donde los fanáticos, narcisistas y megalómanos han tomado el poder, solo escuchándose a ellos mismos, convirtiendo el “narcisismo de grupo” –como lo llama Daros—en la medida de todas las cosas, y enfrentándose, de maneras agresivas y autoritarias, contra todos aquellos que osen contradecirles. La falta de autocrítica que manifiesta tanto el Presidente de Bolivia como sus seguidores, es, cuando menos, demasiado virulenta. 

Al no dudar de sí mismos ni de sus políticas ni de sentir remordimientos por sus errores, solo conciben el mundo como estando compuesto por dos tipos de personas: sus partidarios incondicionales, que son vistos como el verdadero pueblo, los progresistas, los que aman a la patria, etc., versus los opositores, los de la derecha, los vendepatrias, los traidores, etc.: un esquema elemental y maniqueo de clasificación humana que, repetido una y otra vez, sirve para profundizar aún más el poder fanático de un grupo en el poder.

Por este motivo, el recurso a la violencia, en todas sus formas, está siempre presente en la mentalidad del fanático. Y si los grupos fanáticos tienen poder político y de control social, entonces no dudan en ejercer violencia contra los que, o bien siendo fanáticos de signo contrario, o bien siendo personas tolerantes, reflexivas y autocríticas, se oponen a los designios del jefe y sus acólitos poderosos.

Si contra el fanatismo se yergue un fanatismo de sentido contrario, podemos encontrarnos en una guerra, literalmente, de unos contra otros, una guerra cuyo único fin es el exterminio, la humillación o el control absoluto de los enemigos.

Pero si contra el fanatismo se yergue la autoconciencia, la autocrítica, las personalidades flexibles, capaces de enmendar errores y crecer a través del aprendizaje, mudando conductas y aceptando la opinión de otros para enriquecer la perspectiva propia, entonces las sociedades pueden dejar de estar dominadas por los fanáticos, cambiar de rumbo y ser sociedades mejores. Mejores, no perfectas, no óptimas: sociedades y personas que crecen porque se reconocen en su imperfección, y rectifican constantemente. Pero, lamentablemente en 2019, los fanáticos tienen poder y propenden a la violencia… y parecería que es cariz interminable de nuestra historia. ¿Podremos construir una sociedad de tolerancia por encima de los fanatismos? No debemos perder la esperanza.  

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