Los artistas tendrán algo en el corazón, por lo menos los que han sido tocados por el hada de la modernidad, esa especie de nostalgia inacabable de un mundo que no se sabe qué es. Y no es que los artistas sean perfectos: conozco muchos meritoriamente desperfectos. Pero los artistas, cuando lo son de veras, hacen de esa nostalgia inacabable, un sentido de la sinrazón, una razón de la búsqueda del sentido, un sentido mudo que no se sabe de dónde brotará. La obra artística, que es lo que importa de los artistas, nos dice, cuando vale la pena, las respuestas mudas a esa búsqueda nostálgica de amaneceres, noches y atardeceres.
Los artistas, aquellos que, como los poetas de Masliah, tienen ilusiones compartidas y no pretenden glorias ni laureles, están ahí para darle un poco de coraje a la vida, al aguante de la vida, a la locura de la vida cuando se es consciente de que se la vive. Los artistas van dejando canciones, poemas, pinturas, desechos, esculturas en los campos convertidos en poesía de los tiempos, poemas y más poemas, gestos, abrazos, movimientos de danza, pero de esa danza de Shiva Nataraja, cuando bailarines, o bailarinas, artistas que crean y recrean el mundo, lo hacen mejor por un momento en el vuelo de sus cuerpos, y entonces, por un momento, en la noche, “nos derrumbamos sobre el jardín”, como cantaba mi hermano artista, Miguel, “viendo llover jazmines desde tu piel”.
Los artistas verdaderos, los que van y vienen por la vida sin nada más saber que nada es nada y que todo, al final, también es nada, pero que vale la pena por el solo hecho de vibrar un instante al pie de sus ramas de árbol bajo la tormenta, los artistas verdaderos van y con sus obras nos llenan el alma, la vida, aunque la vida es nada y el alma, también. Sólo ilusión, pero ilusión que deja su huella en la verdad.
Carlos Germán, el gran poeta, le preguntaba a su alma “empedrada de millares de carlos resentidos” el estar así por no haber dispuesto del albedrío «de disponer sus días / durante todo el tiempo de la vida; / y ni una sola vez siquiera / poder decirse a sí mismo: / “abre la puerta del orbe / y camina como tú quieras, / por el sur o por el norte, / tras tu austro o tras tu cierzo…!”». Así quisiéramos ir, caminando los artistas, volando o girando, tras nuestros vientos profundos o exactos, de dimensiones exactas, como por los patios y las casas de las tardes de julio cuando llega el invierno, como diría un otro poeta aquí mal citado.
Los artistas miran los atardeceres de las ventanas que, para tal efecto, tienen diseñadas los artistas en el filo de los paisajes, en el borde mismo del día y del cielo con la noche y la Tierra en su caminar infinito para las hormigas humanos que todavía somos y que vamos cosiendo crepúsculos y catando horizontes.
Los artistas. Quizás sólo nos queda aceptar que lo somos (los que lo somos), y que vemos el mundo con ojos de llovizna lejana en medio de un trigal o un campo semiurbano, cuya brisa dorada, tocándote los ojos desde el sol y en el pelo, posee el misterio indescifrado que quedará en un beso, de aquella rosa del Spanish Harlem, y entonces I’m going to pick that rose and watch her as she grows in my garden. La rosa, allá creciendo, a pesar de las ciudades y sus concretos, a pesar de los planetas y planetoides, allá, es lo importante. Sabiduría de los artistas.
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