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El 7 de abril empezó a circular por las redes sociales una escena de pesadilla. Un adolescente de 14 años fue presa de un fuego abrasador, después de ser rociado con ocho litros de gasolina que facilitó el horrendo crimen. Fue quemado vivo el 23 de marzo. Los medios informaron que el evento se habría producido en una comunidad de la nación tsimané llamada Catumere, que se encuentra a 120 kilómetros del municipio de San Borja en el departamento de Beni, presuntamente debido a que la víctima habría sido acusada de matar a una persona y sentenciada a la pena de muerte. Fueron circunstancias tan terribles que es difícil observar el video en cuestión porque genera un dolor profundo y una indignación muy grande.

Inmediatamente comenzaron a surgir opiniones en el ámbito público y privado, y como siempre las redes sociales se convirtieron en el canal por el que la ciudadanía da rienda suelta a expresiones desde aquellas que lamentan el hecho y piden la investigación y sanción de los responsables, hasta aquellas que, de manera poco razonada, comienzan a cuestionar la existencia de los pueblos indígenas y refieren supuestamente su poca civilización y adecuación a las normas y costumbres occidentales. Por último, no falta quien hizo alusión al fracaso del Estado Plurinacional y la necesidad de retornar a la República y a políticas civilizatorias de los habitantes originarios e indígenas de nuestro país.

Por otro lado, causa alarma la gran cantidad de opiniones que señalan que esa es la forma en que debería penarse a muchos autores de hechos delictivos, principalmente contra mujeres, niños, niñas y adolescentes.

Un común denominador en las expresiones vertidas por mucha gente es la de culpar de lo sucedido al sistema de justicia y a sus operadores, lo que obviamente en cierta forma no está alejado de la verdad y lo manifestamos en no pocas oportunidades.

Lo que la ciudadanía no conoce con exactitud es que, de acuerdo a estudios de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos del año 2017, la cobertura del Órgano Judicial llegaba solamente al 48% de los 339 municipios del país, el Ministerio Público al 41% y la Defensa Pública al 29% de estos municipios, lo que implica que la mitad del territorio boliviano no cuenta con la presencia de un juez, fiscal o defensor público, constituyéndose esto en una barrera enorme para la población fundamentalmente del área rural. Seguramente la Policía tendrá algo más de cobertura en el territorio nacional.

Es muy probable que estos datos de hace más de tres años no han cambiado radicalmente, tomando en cuenta que el presupuesto del sistema de justicia, que no llega al 0,52% del Presupuesto General del Estado, se ha reducido en esta gestión. Basta recordar la campaña que realizó el Ministro de Justicia y Transparencia Institucional para que los jueces rebajen sus salarios.

A partir de los datos señalados llegan los cuestionamientos: ¿Cómo soluciona sus controversias una gran porción de la ciudadanía que se encuentra lejos de los centros urbanos? ¿Qué mecanismos adopta para mantener la armonía y paz en sus comunidades? ¿Qué procedimientos emplea para cuidar el cumplimiento de las normas de convivencia social?

La primera respuesta es que recurre a sus propias normas, aquellas que desde tiempos inmemoriales regulan sus relaciones no solo jurídicas, sino desde una mirada holística cada una de las facetas de sus vidas, a partir de sus propias cosmovisiones, su autodeterminación y autogobierno. El pluralismo se entiende como la coexistencia de varios sistemas jurídicos, políticos, económicos, pero es un reconocimiento del Estado a estos, no desde una cultura superior o de un sistema que lo define o lo moldea como cree que debe ser, mucho más si estos sistemas son anteriores y preexistentes al Estado como los define nuestra Constitución.

La Constitución Política del Estado más bien reconoce este aspecto, cuando refiere “Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país”.  En ese entendido, se establece claramente la coexistencia horizontal de diversos sistemas jurídicos, apoyados en la plurinacionalidad y pluriculturalidad, lo que se entendería como la “coexistencia de normas que reclaman obediencia en un mismo territorio y que pertenecen a sistemas distintos” (Attard, 2019), de carácter igualitario, sin hegemonía de uno sobre los otros, puesto que esto condenaría a la negación e incluso disolución de los sistemas menos fuertes.

A pesar de la negación o minimización que se hace de los sistemas de justicia indígenas, estos están vitales y son útiles para la pacificación de los conflictos sociales en cada pueblo, ayllu, comunidad, capitanía, etc. Imaginemos lo contrario y el desorden en que habitarían estos conglomerados humanos. Esto lo entendió también el Tribunal Constitucional en su Sentencia Constitucional Plurinacional 0037/2013 al señalar que “…el ejercicio de la facultad jurisdiccional de los pueblos indígena originario campesinos responde a sus formas particulares de aplicar la justicia, esto es, conforme a sus normas y procedimientos, principios y valores culturales; en virtud de ello, existe una diversidad de formas de resolver conflictos y aplicar justicia a los hechos suscitados en su jurisdicción, encontrando como único límite el respeto de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución Política del Estado, así como los derechos humanos reconocidos internacionalmente”.

Los mecanismos con los que resuelven sus controversias han sido motivo de varios estudios por su ductilidad, gratuidad, rapidez y, en la gran cantidad de los casos, su adecuada justicia de carácter reparador y restaurador. No es perfecta como cualquier institución humana, pero es innegable que cumple sus objetivos y que debería en muchos aspectos ser copiada por la justicia ordinaria.

En cuanto a los procedimientos que emplea, estos tienen una carga simbólica muy fuerte y generalmente están imbuidos de rituales de inicio y finalización que buscan, ya desde el inicio, fines de armonización con el entorno para que las energías positivas fluyan y permitan soluciones justas y verdaderas.

Los casos en que los miembros de alguna comunidad han afectado la vida de cualquiera de sus miembros o alguien foráneo a las mismas han sido excepcionales y más bien se han debido a la mala influencia y tergiversación de la cosmovisión de los pueblos indígenas. La verdadera justicia de estos pueblos y comunidades guarda relación con lo explicado líneas arriba, por lo que ha sido reconocida por diversos organismos de protección de derechos humanos como las Naciones Unidas y la Corte y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su real dimensión, como herramienta de pacificación y convivencia armónica no solo entre congéneres, sino inclusive con la Madre Tierra.

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