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Por Mónica Oblitas //

En algún rincón polvoriento de la corta memoria colectiva boliviana, reposa una de las frases más surrealistas jamás pronunciadas por un presidente nuestro, y eso ya es decir bastante: al inicio de su mandato, Evo Morales afirmaba, sin titubear, que Bolivia estaba camino a convertirse en “la Suiza de Latinoamérica”. Tal vez pensaba en vacas, quesos y paisajes verdes sin saber que allá los incendios no arrasan millones de hectáreas por decreto, que los lagos no desaparecen por negligencia estatal y que los ministros no rotan como peones tras cometer delitos éticos, legales y ecológicos. O quizá, simplemente, nunca entendió Suiza más allá del cliché de una postal.

En Bolivia, cada tragedia es un déjà vu con distinto clima. Si no son los incendios, son las lluvias. Si no es la sequía, es el deslizamiento. Aquí los desastres no son naturales: son perfectamente previsibles y, sobre todo, perfectamente evitables si no fuera por la ineptitud y desvergüenza de nuestras autoridades, y es que si algo ha quedado claro en este tiempo es que ningún gobierno —ni el de Evo, ni el de Áñez, ni el de Arce— ha tenido la menor intención de prepararse para enfrentar los desastres. Los han esperado con los brazos cruzados, hasta que les reventaron en la cara. Y entonces sí: improvisación, politiquería y, cómo no, licitaciones con sobreprecio y de emergencia para el hermano del amigo del ministro.

Hace apenas unos meses, más de 10 millones de hectáreas ardieron entre Santa Cruz y Beni. Bosques, animales, comunidades indígenas, todo reducido a cenizas en lo que fue el peor incendio forestal de nuestra historia reciente. El Gobierno, como siempre, llegó tarde. Declaró desastre cuando ya no quedaba casi nada por salvar, y lo hizo con esa mezcla de arrogancia y cinismo que ya se ha vuelto marca registrada del oficialismo. Juan Carlos Calvimontes, el mismo que violó la ley de confidencialidad médica en el pasado y fue premiado con cargos en lugar de castigos (creo que pocos recuerdan ese delito o a pocos les importa), se dedicó a minimizar los incendios y a acusar a los bomberos voluntarios de “trucar fotos”. ¡Qué nivel!

¿Recuerda, amigo lector, cuando Luis Arce, en plena crisis ambiental de 2024, dio un discurso económico de una hora sin mencionar ni una sola palabra sobre los incendios, como si el país no estuviera cubierto de humo? Fue más fácil hablar de inflación y tipos de cambio que de la tragedia ambiental que mató a millones de animales y obligó a comunidades enteras a desplazarse. Esa indiferencia no es torpeza, es política. Es cálculo.

Ahora, como si el guion estuviera escrito por un dramaturgo perverso, nos inundamos. Las lluvias de este año han sido brutales, sí, pero lo verdaderamente trágico es que 184 municipios ya hayan reportado emergencias y más de 290 mil familias estén damnificadas. Casas destruidas, caminos arrasados, comunidades aisladas por días esperando una ayuda que no llega o llega en helicópteros alquilados. Es decir, nos hundimos con cada aguacero mientras el Gobierno sigue dando conferencias de prensa desde oficinas climatizadas. Luego de que el agua ha llegado, tal cual, al cuello de los más vulnerables, el presidente Arce recién declara desastre nacional para otra vez estirar la mano pidiendo ayuda de afuera porque para pedir plata el Gobierno prostituye su ideología sin ningún reparo.

¿Cuántos sistemas de drenaje, centros de acopio o puentes rurales se pudieron construir con los millones robados del Fondioc? ¿Cuántos pozos o plantas de tratamiento se podrían haber financiado con las coimas que se cobraron en el Ministerio de Medio Ambiente? No lo sabremos nunca, pero lo sentimos cada vez que una lluvia convierte calles en ríos y barrios enteros en campos de refugiados.

El Fondo para la Reducción de Riesgos (Forade) es una triste broma burocrática: creado por ley, pero sin reglamento. Lo que debería ser un salvavidas financiero es, en la práctica, un fantasma. ¿Y las gobernaciones y alcaldías? Más ocupadas en cambiar de logo institucional que en invertir en drenajes o reforestación. Así, cuando llueve, nos ahogamos. Cuando hay sequía, nos secamos. Y cuando arde el bosque, el Estado aparece mucho después, con un avión alquilado y discursos reciclados.

Nos dijeron que seríamos Suiza. Hoy somos una nación que no puede garantizar agua potable a su población, ni proteger un parque nacional de la quema, ni construir una institucionalidad que no se doblegue ante los caprichos del poder de turno. Lo que sí hemos perfeccionado es la alquimia perversa de convertir cada desastre en oportunidad política.

Seremos la Suiza del sur, nos dijeron. Pero lo que tenemos es un país donde los gobiernos pasan, pero el abandono permanece.

Y lo peor: ya ni siquiera nos sorprende.

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