Esa mañana del 11 de septiembre de 1973 la micro se desvió cuando pasaba por el centro, y al hacerlo dio algunos barquinazos. Alcancé a ver, estirándome para atisbar por las ventanas, lo que los otros pasajeros gritaban: “¡tanquetas!”, y muchos soldados de uniformes verdes, parapetándose en todas las puertas de las calles santiaguinas. El caos vehicular es normal en las ciudades bolivianas, cuando hay marchas, bloqueos, desfiles, carreras, inauguraciones, verbenas, fiestas populares, procesiones, lo que sea: pero que yo recuerde, ese caos en Santiago era bastante especial: cundía el pánico, la sensación de estar viviendo un cataclismo, que lo era, y el desvío de las micros era una señal de que algo grave estaba pasando.
Mi papá me llevaba a los jalones, de la mano, apretándome con su mano fuerte, cálida y firme, por las calles del centro, luego de que la micro se desviara de su ruta normal y nos tocara caminar de regreso, por San Diego o por Alonso de Ovalle. Lo de siempre: como otros días, ese martes mi padre me dejaría en mi escuela (yo asistía al tercero básico), el Colegio Nacional en Serrano 174. ¿Quién te recuerda, viejo Colegio Nacional? ¿Quién recuerda a la señora Ofelia, y al profesor que marcó mi vida, Enrique Sepúlveda? Aquí quedan en mi memoria. Luego de dejarme en la escuelita, mi papá se iría al Hospital San Borja Arriarán, donde trabajaba. Todo era incierto: si me quedaba en la escuela, probablemente me retendrían todo el día, hasta que mis “apoderados” pudieran recogerme; pero mi papá, al irse al hospital y ser boliviano, quizás no habría corrido buena suerte: las posibilidades de ser detenido, aquellos días, eran muy altas para los jóvenes de izquierda. Funciona la Providencia (quizás por eso hay en Santiago una avenida que así se llama): un paciente taxista de mi padre, nos vio caminando en medio del fragor de esa mañana: paró su taxi (de esos negros, con una tira de cuadritos ajedrezados al medio, y el techo amarillo), mientras le gritaba a mi papá: “¡Doctor! ¿Qué está haciendo? ¡Hay golpe doctor! ¡Súbase!” Y así lo hizo mi papá, arrastrándome como siempre de la mano, y el taxista providencial nos llevó de vuelta a nuestra casa.
Ese día no lo olvido: los comunicados militares por la televisión, el toque de queda, el azoramiento inmenso, la preocupación de mis padres. Nuestra casa estaba en Santa María, entre Maruri y Escanilla, y tenía una ventana trasera que daba hacia el Mapocho, y de allí, en línea recta, a los techos de La Moneda. Sería al mediodía, y en esa ventana, como televisor, pero de la realidad más concreta y más real que cualquier retransmisión, vimos, mis papás, mi hermanita Verónica y yo, todo el bombardeo, con aviones de guerra, del palacio de La Moneda. Eso queda sellado en la memoria: los aviones describían una V, ingresando por las esquinas superiores de mi ventana, bajando hacia el centro, y volviendo a subir hacia la otra esquina de la ventana /el cielo. Poco a poco, las siniestras nubes de polvo y humo ascendían por el cielo azul de ese día de septiembre. ¿Qué puedes entender cuando tienes siete años? Sólo te espantas. A la tarde, se supo por la radio, o por la tele, que Allende había muerto. Mi papá lloraba en el pasto del jardín delantero de la casa, caminando entre las rosas.
Después de ese septiembre, continuamos viviendo en Santiago hasta diciembre de 1974, hasta que mis padres decidieron volver a Bolivia, a Sucre, nuestra tierra natal, para acompañar a mis abuelitos, ya mayores. Me queda el recuerdo del pánico, del miedo, del estupor de no saber por qué pasan esas cosas, y por qué los niños teníamos que presenciarlas. Tuve suerte: mis papás me protegían de ese ambiente de guerra, de toque de queda, de allanamientos, de apresamientos, torturas y muerte. Sería después que todo eso vivido en aquellos tempranos 1970, me orientara, como tantos de mi generación, a profesar las ideologías de la izquierda. Hoy, a 50 años, no las profeso, por el sencillo hecho de que no creo en las ideologías, sean de izquierda o de derecha, sean profanas o religiosas, políticas o morales, porque sé que son solo eso: ideologías, fantasías colectivas disfrazadas de verdades reveladas. Pero en ese septiembre de 1973, mi cerebrito de niño sólo podía azorarse, y angustiarse hasta el llanto, de escuchar los helicópteros que, a eso de las 8 de la noche, recorrían los cielos santiaguinos atemorizando a niños como yo que queríamos escondernos debajo de la tierra. Militares, helicópteros, armas, ideologías, política, torturados, muertos y desaparecidos: ¿vale la pena todo eso? Nunca lo valió ni lo valdrá. La única palabra es: violencia. Y nada más que eso: lo peor de los seres humanos.
Pero ahora no quiero recordar más esa violencia desatada, el poder del mal: no. Quiero recordar lo mejor de haber estado allá, lo que me queda en el centro del alma, el poder del amor. Sí: los amigos, las personas buenas que conocimos, la magia del Chile de los 70. Sí, pero también la música. Tres canciones que se quedaron grabadas en mi espíritu con todo su brillo y su infinita maravilla. Es, si me permiten, mi ranking personal, por lo poéticas e inagotables que son.
De entre muchas, esas tres: Charagua, de Víctor Jara, y grabada por Inti-Illimani, a cuyo son bailaba mi perro favorito, el Tevito de la televisión, la gran creación de Carlos González, y que luego sería la inspiración para bautizar a mi único perro, mi amado perdiguero Tevito de Sucre. De Charagua, la cadencia es mágica, hipnótica, gracias a los arpegios del tiple, las melodías y contrapuntos de las quenas, al ritmo marcado del bombo y el pandero. ¿Por qué se llama Charagua, tierra mestiza de orígenes guaraníes de Santa Cruz, en Bolivia, si es canción chilena? Es extraño que la canción característica de la Televisión Nacional de Chile, tomara su nombre de una pequeña ciudad boliviana, pero, al mismo tiempo, es hermoso. En fin: escuchar Charagua mientras veía al Tevito como chinchinero, en las características de TVN, me abría el corazón latinoamericano, me hacía soñar con mis Andes imaginados, mis Andes amados, aunque no fuera exactamente una alusión andina, sino al Chaco boliviano, pero ¿qué importan esas precisiones en el mundo de la sensibilidad? Todos los días, Charagua y el Tevito aparecían en la televisión, y me llenaban de una nostalgia poética y fructífera que aún no se me pasa.
La segunda: Los pasajeros, de Julio Zegers. Lo vi por la tele: a tiempo de que Charo Cofré ganaba el concurso folklórico con Mi río, de Julio Numhauser, Zegers triunfó en el concurso internacional, con una canción que también tiene un toque, digamos, “folklórico”, aunque es difícil definir por qué, y no le hace justicia. Porque no es mucho más que una balada pop común y corriente: es una canción inclasificable, como sólo podía hacerse en el hervidero creativo del Chile de 1971 a 1973. ¿Qué quieren decir sus versos? El enigma propio de los mejores poemas se abre en ella, llena de imágenes, casi como sacadas de un film que vive uno en el tiempo, a bordo de un tren que pasa por cuatro estaciones, en esas paradas de la vida, en ese atravesar atolladeros que es el viaje de la vida. Pero Julio dice una de las verdades más profundas que me tocó escuchar: luego de atravesar todas las vicisitudes, todas las estaciones del vivir, luego de esos caminos difíciles, de esos ires y venires, podré, por fin, “regresar al lugar del fruto que maduro he de encontrar”. Ese fruto al que se regresa, porque ya estaba allí: quizá desde la niñez, y que en la mediana edad recién somos capaces de descubrir, y florecer.
Y la tercera y la más maravillosa: Mira niñita. El Gato Alquinta tenía 22 años. Iba en la micro, también como yo me recuerdo de niño, y se le ocurrió una melodía, como nacen las melodías, con su letra. La historia verdadera de la canción no la sabe nadie: esa naturaleza “hermética” de la canción es una de los misterios más poderosos de la música latinoamericana. Pero no importa: al igual que Los pasajeros, si la letra fuera clara, “con mensaje”, sería una canción más, y, pero aún: una canción “protesta”, panfletaria, como también se hacía por entonces. Los Jaivas escucharon la canción que se le ocurrió al Gato, y entonces, para septiembre de 1972, la grabaron. Celesta, piano, guitarra, bajo eléctrico, batería, charango, la mágica flauta dulce, timbales. ¿Rock? Pero es compás de 6/8, como la cueca (pero no es cueca… ¿quizá carnaval cruceño…?). Pero no es nada de eso, sino mucho más. Suena a Sudamérica, simplemente. Presencia sensible de lo popular, además de elementos barrocos, clásicos, y también del rock progresivo, y que gracias a todo eso no tiene límites en su desarrollo musical de casi siete minutos. Y es tan simple: sólo tónica, subdominante y dominante. Y eso basta, para olvidar el lánguido temor y despertar la permanente emoción. Para la niñita cuyo pelito seguirá revoloteando en sus ojos de miel, con la ternura y esa permanente emoción que no pasará nunca. Emoción que se renueva más allá del mal y del odio humanos, y los vence. En la mano fuerte de mi papá, salvándome del miedo, y en esa “permanente emoción”, floreciendo en colores de amor, llenándome de sentido, en el camino de los pasajeros de la vida, la fantástica historia de la vida.
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