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Las cubiertas de fierro de las instalaciones domiciliarias de agua han desaparecido y, en su lugar, quedan huecos cubiertos de basura y pasto seco. Alguien se ha ido robando esas tapas que cubrían los dispositivos de control de consumo de agua de Semapa. Donde antes había un joven árbol plantado en una acera, ahora solo hay un hueco polvoriento, también cubierto de basura y no hay ni rastros del vegetal. Las aceras que antes estaban medianamente limpias, hoy lucen mugrientas, tal vez de orines o quién sabe. Ni qué decir de cómo están las esquinas de las calles: a menudo llenas de bolsas de basura a causa de nuestros atormentadores que cierran K’ara K’ara.

Por el sector de la Cancha, a lo largo de la avenida Ayacucho e inmediaciones de la Coronilla, hay un sinnúmero de talegos de basura, al parecer de escombros. Son cientos de talegos, amontonados y abandonados, que ya se avistan desde la zona de la Terminal y se prolongan a lo largo. Si se recorre por ese camino asfaltado por detrás del que fuera Cordeco, hay varios jararandás completamente secos, con ramas que arañan al cielo. Las plantaciones de tunas de la falda de la colina San Sebastián lucen enfermas, con plagas, llenas de bolsas de basura que se han prendido a los espinos. A eso, se suman excretas al aire libre y riachuelos de orina.

En las jardineras o parques, donde podría esperarse un agradable verdor, hay árboles que han sufrido la mutilación de la corteza de la parte inferior del tronco, como es el caso de la parte central de la avenida Humboldt y están en proceso de secarse; cosa similar al Parque Excombatientes, donde también hay árboles muertos en vida. ¿Quiénes han podido hacer eso? El ornato vegetal de flores está marchito, despoblado a trechos de plantaciones. Tal vez sea que la primavera no está en su esplendor.

Caminando por las calles, se ve aquí y allá barbijos arrojados al suelo, al césped. Con relación a la conducta de las personas en calles y avenidas, un tanto que se han desportillado las buenas maneras de la educación vial. Por ejemplo, de pronto, aparece a toda velocidad una motocicleta en contra ruta; una bicicleta conducida por la acera; un coche que no respeta la luz roja. Pareciera que nos hemos olvidado de la conducta civilizada en las vías. 

Con la pandemia, al parecer, solo nos hemos sentido seguros (algo seguros) al interior de nuestros domicilios. Dentro, es un mundo aséptico, limpio, descontaminado en lo posible. Fuera, ya desde la entrada, quedan nuestros calzados, mirados con repugnancia. Ahí fuera está el peligro, el virus, la enfermedad y acaso la muerte. Por lo tanto, hemos dejado al abandono a nuestra ciudad, que los vándalos hagan lo que quieran, que las plantas y árboles se mueran, que ni riego les vamos a dar. Dentro de esa ilusión del domicilio protegido, no nos importa ya el acúmulo en la propia esquina o quizás a metros de la propia puerta de montañas de basura que aparecen y desaparecen, según aparezcan bloqueadores con una y otra demanda en el ingreso al vertedero de la ciudad.

Algo, al parecer, se ha quebrado en nosotros. Nos han cundido una desesperanza, un bajar los brazos. Peor todavía, como el otro es un probable portador del virus, ese otro es un sospechoso, un indeseable. Tratamos con esos otros lo estrictamente necesario y los despachamos prontamente, o nos despachan a nosotros lo más rápido posible. Se ha roto el sentido de la comunidad. No hay un proyecto vecinal de reforestación de las aceras, de la reprensión social a los vándalos. No hay nada que nos lance a defender a nuestra ciudad, tarea, además, improbable, toda vez que la delincuencia se ha apoderado de las calles.

Dentro de poco se llevarán a cabo las elecciones para la instalación de un nuevo gobierno. Vivimos con aprehensión acerca de quién resultará ganador. No esperamos días promisorios, sino calamidades que ya se anuncian. El ánimo de la población es de pesimismo, de temor a represalias y revanchas.

No obstante, si vemos a las generaciones jóvenes, a los niños y adolescentes, tenemos que arrancar de nosotros mismos esa energía que parece habernos abandonado. Por ellos —y por nosotros mismos también— tenemos el tremendo desafío de retomar la ciudad, embellecerla, hacerla gratamente habitable. No es de esperar que las iniciativas vengan de las autoridades. Tenemos que recordar que nuestros antepasados han sufrido experiencias tremendas, nada comparables a lo de ahora: guerras internacionales, dictaduras, guerrillas, inflaciones monetarias, etc. Y supieron enfrentar y superar graves adversidades, con estoicismo y coraje. Ahora nos toca a nosotros, desde reconstruir nuestra ciudad, nuestra economía y, sobre todo, nuestra propia estima regional.

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