En su canción de 1976, Coquivacoa, el cantautor venezolano Alí Rafael Primera Rosell condenaba, de manera certera y muy temprana, la contaminación del lago de Maracaibo por causa de la industria petrolera. La canción sigue siendo una de las más bellas de su creación, y comparte con pocas canciones de la década de 1970 la conciencia por el daño que ya para entonces se le causaba a la naturaleza y al frágil equilibrio de un planeta asediado por los seres humanos. Junto a Mercy Mercy Me, de Marvin Gaye, o Pare, de Joan Manuel Serrat, Coquivacoa es una pieza fundamental del canto comprometido con la causa más importante de todas hoy por hoy: la defensa y la protección del entorno natural.
Este ya es un gran mérito de Alí, entre los muchos que él tuvo. Muerto de manera trágica y muy pronto, Alí era un cantante de izquierda, militante, que entendía el canto como necesario para “multiplicar y hacer inmenso el grito de los humildes”, un canto enraizado en “la sensibilidad del pueblo”, que posea “la sonoridad del río, del viento en las montañas y de las entrañas abiertas en la tierra seca”. Él creía en un canto de combate, como “brazo hermano en las luchas de los pueblos”.
Como hijo de su tiempo, Alí pensaba, como tantos en América Latina desde la década de 1960, que la canción popular era una vasija que cobijaba la sensibilidad y la poesía, sí, pero también un espíritu bélico y de lucha a favor de los pobres. Con eso no estoy defendiendo esa visión paradójica que alguna vez parecía obligatoria en la canción popular contestataria: la de ser, al mismo tiempo, formalmente bella, pero doctrinariamente violenta. Si en algún momento la canción social o de protesta latinoamericana propugnaba la “lucha revolucionaria”, es decir, la violencia como medio para imponer una sociedad más justa, este fin nunca se conquistó, porque a pesar de las revoluciones latinoamericanas, aquella “lucha” creó y sigue creando nuevas formas de injusticia y de despotismo. La violencia no es un camino, aunque extremas izquierdas y derechas así lo crean. Sólo crea más violencia.
No defiendo el apego a la lucha violenta de una parte del cancionero latinoamericano posterior a los años sesenta, porque es un rasgo que siempre lo desmereció, como se desmerece todo aquel arte que sirve de propaganda y fanatización, por muy bien intencionado que sea. Quiero rescatar, más bien, aquello que de lúcido, poético, sutil y hondo tienen las canciones de Alí Primera, aquello que le sobrevive como un legado de alto sentido y profundidad existencial.
Justamente en Coquivacoa está una prueba de esa compasión sensible a raudales de Alí, no solo con los pobres y los que sufren, sino con el medio ambiente. En la canción, hablando con español marabino, Alí le cuenta a un amigo (el “primo” de los maracuchos) sobre el deterioro de las aguas del lago, por lo que llora incluso la Virgen de Chiquinquirá (la Chinita), o los pescadores, ante la negrura de la contaminación, por la que mueren los peces y desaparecen las flores de la ribera. Alí apunta bien que, aunque lo parezca, “no es una pesadilla”, porque la degradación del ambiente es real, y que el deterioro no es por culpa del “palafito”; es decir, las casas sobre el agua, construidas sobre troncos que ya descubrió Ojeda en 1499 en el lago de Maracaibo. No: las construcciones tradicionales y la vida antigua no destruyen tanto el ambiente, al menos no en la dimensión de los tiempos actuales (la presencia humana ha sido siempre destructora de la naturaleza: somos la especie depredadora por excelencia): “Somos nosotros los que lo están matando”. Y es así y peor, 45 años después del canto de Alí.
Esta referencia al palafito del lago de Coquivacoa me hace recuerdo, irónicamente, al caso de los palafitos de Cobija, Bolivia, que se ven avasallados por los edificios de dudoso gusto de los inmigrantes paceños de origen aimara, signo de su enriquecimiento vía mercado, sí, pero también signo del empobrecimiento social y cultural de una región, de la desaparición de un modo de vida y claro, de la depredación ambiental, justamente a manos del “pueblo” colonizador. Ya se preguntaba Alí: Si se mata la semilla, “¿qué la vida nos dará?”.
Y aquí arribo a la parte más penetrante de la canción. Alí Primera no sólo se lamenta de la triste ruina que se le hace al lago de Maracaibo, y por extensión, a toda la naturaleza de América Latina. No, no se queda en la pura queja. Alí canta, en una cuarteta inolvidable, una reflexión que no pasa ni pasará. Y con eso Alí Primera nos ha legado una de las admoniciones más agudas para entender lo que ocurre en el siglo XXI. Canta Alí: “La inocencia no mata al pueblo / pero tampoco lo salva. / Lo salvará su conciencia / y en eso me apuesto el alma”. La gran apuesta de Alí…
Detengámonos en el significado de sus palabras. Primero, la inocencia del pueblo. No por no saber, no por su candidez muchas veces inconsciente, se salvará el pueblo. ¿Se salvará del poder de los de arriba? Sí, a eso se refería Alí en tiempos cuando los gobiernos no representaban a los de abajo. Si bien “la inocencia” no mata al pueblo, no es suficiente, porque debe tener discernimiento, debe enfrentar los problemas con conciencia. Y eso sí lo salvará, afirma Alí, y por esa conciencia es que el artista de Falcón se apostó el alma. Increíble seguridad.
¿Cuál es esa conciencia? ¿La conciencia de clase, de la que hablaba Marx, y que tanta resonancia tuvo en América Latina, convertida en una nueva forma del vox populi, vox Dei? Tal vez sí, dada su militancia comunista. Sin embargo, quiero creer que Alí Primera iba más allá. La conciencia de clase, en la práctica, no es más que una suerte de opinión extendida, una creencia, una ideología, es decir, una visión parcializada de las cosas. Así pensamos los seres humanos guiados por dogmas, imaginarios, prejuicios o fantasías colectivas. Pero difícilmente un grupo humano puede ver los hechos tal como son, con distanciamiento, con el desapego necesario para observar críticamente su propia visión sesgada e interesada de la realidad.
El experto en inteligencia de datos o Big Data, Martin Hilbert, sostiene que los algoritmos y las tecnologías persuasivas están causando lo que en inglés se llama human downgrading, degradación humana, por lo que las redes sociales están potenciando “lo peor de nosotros”. Así, sostiene Hilbert que el poder de las tecnologías digitales reside en la capacidad que tienen no tanto en sobrepasar nuestras capacidades intelectuales o físicas, sino de incentivar “nuestro narcisismo, nuestro enojo, ansiedad, envidia, credulidad y, por cierto, […] lujuria”. Esa fuente de poder está en el control y el conocimiento (“mejor que nosotros mismos”, sostiene Hilbert) de nuestras emociones, gracias al aprovechamiento de la combinación de los sesgos de confirmación y de novedad.
Pero hay más. No es sólo una cuestión de la superioridad intelectual de las máquinas, o de su capacidad para conocer mejor que nosotros nuestras reacciones emotivas. Las máquinas no nos manipulan por una especie de complot mundial (como quieren los adictos a las teorías de la conspiración, teorías que también se potencian por las tecnologías digitales) para dominar el mundo, porque lo único que buscan es ganar más y más dinero para las grandes corporaciones. En realidad, nosotros caímos en nuestra propia trampa: el acceso a las tecnologías de información permite potenciar exponencialmente nuestros humanos defectos más atávicos, y entre estos, el odio, el prejuicio contra otros, el engrandecimiento de la imagen de nosotros y el empequeñecimiento de la imagen de los otros, todo lo que lleva a más y más fanatismo, más y más agresividad, y, por lo tanto, saca lo peor de los seres humanos.
Hilbert sabe, como pensador lúcido que es, que los seres humanos podemos ser más que capacidades racionales y carga emocional. Sí, podemos ser más, porque podemos tener conciencia, algo que las máquinas no tienen, y que, por desgracia, no es lo que las grandes corporaciones capitalistas ni los políticos quieren estimular en nosotros, porque la conciencia de la gente puede acabar con los grandes intereses, sean estos de pequeños grupos de poder y riqueza, sean estos de los “movimientos populares”, que también actúan movidos por intereses económicos y emociones desatadas. La conciencia es aquello que podría permitirnos enfrentar la arremetida de lo peor de nosotros.
En una entrevista con el periodista Marcelo Longobardi, Martin Hilbert sostenía que lo importante es saber “si es posible que la mente humana trascienda este condicionamiento que estas tecnologías nos dan, basado en nuestros egos, basado en nuestras personalidades. Mira, si resulta que el Homo sapiens es nada más que una máquina de pensar y sentir, no se ve bien el futuro, porque esas máquinas piensan mejor que nosotros […], y nos agarran nuestros sentimientos, nos sacan lo peor de nosotros. Entonces, si [fuera] que somos nada más que máquinas de pensar y de sentir, no se ve muy bien. Pero [podemos ser] algo más, ojalá, y ahí entra la conciencia”.
Y ahora vuelvo a la apuesta de Alí Primera: lo que salvará al pueblo será su conciencia. Pero lo que no supo Alí, muerto en 1985, es que entre el poder del Big Data y el poder de los populismos del siglo XXI (sean de izquierda o de derecha), se sembraría en el pueblo, cada vez más, y de manera intensiva, la inconsciencia, las fake news, los fanatismos, los odios, la intolerancia; y tampoco sabía que se legitimarían las ambiciones de enriquecimiento rápido al costo que sea, por encima, como se lamentaba Alí, del equilibrio natural, promoviendo la depredación del medio ambiente, la deforestación, la contaminación del mar, los ríos y lagos, las quemas a nombre de tierras, el extractivismo salvaje, la muerte de animales, el desplazamiento de los indígenas en manos de otros que se autodenominan también “indígenas” (cuando en realidad son mestizos culturales).
Esta conciencia del pueblo está lejana, y se manifiesta en cómo se vota, apoyando las opciones políticas más fanáticas y atrabiliarias, creyendo los cuentos más delirantes, cambiando los hechos por fantasías colectivas cada vez más intransigentes y capaces de sembrar sufrimiento entre seres humanos, animales y plantas. Suponer que las mayorías porcentuales de votación hacen más legítimo a un gobierno populista, es como aceptar que la gran mayoría quiere riquezas rápidas al costo que sea, votando, justamente, por aquellos partidos que así se lo permitan, contra los derechos, contra las leyes, contra el criterio y la razón. Son tiempos oscuros, porque la conciencia del pueblo no aparece, y el pueblo manipula y se deja manipular cada vez más. Y no se avizoran tiempos mejores, porque la conciencia se aleja. Pero la apuesta de Alí sigue allí, señera, visionaria. Cuando el pueblo fanatizado cobre entendimiento, cuando algo llamado educación, conciencia, despertar de las mentes, tolerancia, claridad mental aparezca, entonces sí, como decía Alí, se salvará el pueblo y con él, el planeta. Y en esto también me apuesto el alma, como tú, Alí.
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