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Tener hermanos es un gran don de la vida.  De todos los seres vivos, son los más próximos a nosotros por cuanto comparten la misma matriz genética, esto quiere decir, los mismos papás. La proximidad entre hermanos, sin embargo, no es obvia, porque los seres humanos no somos pura naturaleza. Los hermanos pueden ser separados unos de otros, como hacemos con gatitos o perritos; también como se hacía con los hijos de esclavos, o por muchas circunstancias más. Pero la convivencia desde el nacimiento en el seno de una familia entre hermanos, crea un mundo propio. Un mundo al que pertenecemos fundamentalmente, y que es nuestro abrigo emocional para siempre.  Por eso la importancia de la calidad de las relaciones humanas dentro de la familia: de ella dependerá quiénes llegaremos a ser, porque al nacer somos solamente “un proyecto de ser humano”, como decía Elias. De esa “semilla” fundamental que somos –nuestra carga genética— se nos abre un abanico de posibilidades de ser. 

Dice Norbert Elias que cómo se desarrollará nuestra individualidad, “de qué índole será la forma de marcados perfiles en la que poco a poco se irán fijando los rasgos suaves y moldeables del recién nacido, es algo que no depende únicamente de la constitución natural del niño, sino del desarrollo de sus relaciones interpersonales”. La mamá, de manera fundamental. El papá, en segundo término (¿o en el mismo nivel que la madre?, ¿podemos saberlo?). Abuelos, tíos, en fin, los más próximos allegados. Pero los hermanos no son, no pueden ser, secundarios. A ellos les debemos lo que somos, como ellos nos lo deben a nosotros. Nuestros pares, nuestros adláteres primordiales.

Nuestros cerebros, nuestra memoria, nuestros gustos y disgustos, nuestras emociones más antiguas y más queridas, se formaron en esos infinitos tiempos de estar juntos los hermanos. Esto, claro, no es, no puede ser (como todas las relaciones humanas), una taza de leche. Allí se anidan siempre los conflictos y las peleas. Las envidias y los celos. Pero también se anida, por supuesto, el origen de nuestra generosidad. “He ain’t heavy, he’s my brother” es una célebre afirmación atribuida a una niña escocesa del siglo XIX, quien cargaba a un bebé casi tan grande como ella. Le preguntaron cómo era posible que lo cargara si le pesaba: ella respondió que no era una carga, porque era su hermano. Bobby Scott y Bob Russell compusieron una maravillosa canción a partir de esta frase: “Su bienestar es mi preocupación, él no es ninguna carga que tengo que soportar. Lograremos llegar porque sé que él no me estorbará, él no es una carga, es mi hermano. Si estoy completamente abrumado, es por la tristeza de que los corazones de todos no estén llenos con la felicidad de amarse los unos a los otros. Es un largo, largo camino, desde el cual no hay retorno mientras estamos en el camino hacia allá, ¿por qué no compartirlo? Y la carga no me oprime en absoluto… él no es una carga, él es mi hermano”.  Sí, la entrega generosa entre hermanos es una clave de la vida plena, a pesar de los sufrimientos que invariablemente tendrá esa misma vida.

Hermanecer es un hermosísimo verbo, que significa “nacerle a alguien un hermano”. Los primogénitos, los hermanos mayores –giro asombroso de la vida: cuando nacimos, no éramos hermanos, ¡porque éramos los únicos!... Así que nos volvemos “hermanos” sólo porque hermanecemos—, sabemos mejor que nadie lo que es hermanecer, porque, asistimos, una o más veces, a este acto extraordinario de la vida, que es el ver llegar hermanitos y hermanitas al mundo, y a partir de entonces, saber que estarán ahí no exactamente como los padres, pero tampoco como los hijos. Son algo así como amigos adjudicados por los papás sin preguntarnos nuestra opinión. Pero sí, amigos con nuestros mismos apellidos que serán puntales del resto de nuestras existencias. Amigos adjudicados, compañeros, cómplices, pero también jueces, salvadores, socapadores, indulgentes, magnánimos. Bueno, si tenemos suerte.

Porque no todos tienen esa suerte, o no contribuyen a tenerla. Cuando uno ingresa a los archivos judiciales bolivianos, tristemente, observa que la suerte de tener hermanos, así como la niña escocesa a la que no le pesaba su hermano menor, no suele ser la regla. Los juicios y los odios a muerte entre hermanos se multiplican en los archivos, especialmente por las herencias, y probablemente una sociedad será mejor o peor según la calidad de las relaciones entre los hermanos. ¡Pobre Martín Fierro! En Bolivia con triste frecuencia, los hermanos no son unidos.

Hace 45 años, un día de julio en Sucre, nació mi hermano. Tenía yo 11 años y ocho meses. Era niño aún, aunque no tanto, de tal forma que nuestras vidas conocieron caminos distintos: cuando estaba en el último curso de colegio, me tocaba ir a recogerlo del kindergarten. Esa disparidad de generaciones, sin embargo, nunca –o casi nunca—fue un peso. Podría decir que es una gran riqueza. Mi hermano estudió en el mismo colegio que yo –el inolvidable Instituto Laredo—y, por si fuera poco, decidió estudiar la misma carrera que yo, la sociología. Pero, como decía Manuel Alejandro en una de mis canciones favoritas del gran Raphael, “mi hermano, sé que es mejor que yo”. Porque testigo como soy, después de mis padres, de su crecimiento humano, intelectual y espiritual, no dejaré nunca de admirarlo, e incluso de querer ser como él. Claro, cada quien es cada cual. Pero en eso se basa la hermandad, la amistad, el amor: en la admiración del otro o de la otra. Y por eso, no es un peso, no es una carga. Es mi hermano.

Si bien mi hermanito Radek tiene tantos amigos que lo quieren mucho –lo cual se merece con creces—ellos nunca sabrán lo que siente por él su hermano. Y no digo que los amigos no sean importantes: esos hermanos que nos adjudicamos nosotros mismos. Pero la sutil nostalgia de ser hermanos, la profunda emoción del origen, esa razón verdadera y recóndita,  no la conocerán ni amigos, ni parejas, ni siquiera hijos. Es lo que callamos los hermanos. Pero eso callado es aquello que agradeceremos siempre a la vida, posibilitada en nosotros gracias a nuestros papás. Sí, pero también gracias a nuestros hermanos.

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