“Me agrada mucho esta manera de escribir en mi diario y cada vez me cuesta más esperar el momento de sentarme y escribir en ti. ¡Estoy tan contenta de haberte traído conmigo!”.
Son palabras de Anna Frank, la niña judía que nos dejó uno de los más desgarradores testimonios de la II Guerra Mundial y, al mismo tiempo, un legado de esperanza desde su visión joven del mundo. Encerrada junto a su familia en un pequeño departamento de un edificio de oficinas, sin poder salir (como nosotros en estos meses), con horarios para hablar o encender las luces, la joven judía encontró en su diario la mejor manera de expresar sus emociones y pensamientos.
Para Anna Frank escribir era una manera de dialogar consigo misma. Y es que en el momento de escribir se explicitan pensamientos y emociones que viven en el interior de las personas. A veces pensamientos claros y distintos (como lo sugería Descartes), pero en muchas ocasiones desordenados, incomprensibles y confusos. De igual manera, al momento de escribir el escritor se encuentra con emociones desconocidas y ocultas, y procura, si no describirlas, al menos mostrarlas, sacarlas a la luz. Escribir es, pues, una manera de dialogar con uno mismo, pero un diálogo que, como en los accidentes aeronáuticos, busca encontrar el contenido de la caja negra.
Escribir es también una forma de comunicarse con otros. Hace algunos años (1977), se publicó un libro titulado “Si me permiten hablar…” de Domitila Chungara, se trata de un testimonio de la lucha de las mujeres mineras para la recuperación de la democracia en Bolivia. Más allá del contenido del libro, mi interés se centra en el título: “Si me permiten hablar…”. Este título me recuerda a una frase que se pronuncia comúnmente en las reuniones: “Pido la palabra”. Me pregunto: ¿Quién tiene que permitirnos hablar?, ¿quién tiene la potestad de “darnos la palabra”?
Tenemos ya la palabra, podemos hablar, no es necesario pedir permiso a nadie para expresarnos. Al momento de escribir, usamos ese derecho inalienable de expresarnos porque tenemos una palabra, poseemos un logos. El logos aquí entendido como una lógica, un conocimiento, una mirada del mundo… una verdad.
El escritor, entonces, siempre tiene algo que decir y comunica su logos. Lo que escriba inevitablemente contendrá al escribiente. El que dice no puede separarse de lo dicho. El que escribe termina siendo autor de lo escrito. Esas ideas comunicadas, esas emociones expresadas, corresponden a quien las ha pronunciado.
Indudablemente el escritor debe tener cuidado con el uso de los códigos, pues estos son el puente para la transmisión escrita. No obstante, lo escrito va mucho más allá de los códigos. La escritura abre al hombre a otro mundo, el simbólico. Todo lo escrito tiene un significado. El ser humano es capaz de dar significados a las cosas y por tanto de interpretarlas. Por este motivo también el lenguaje escrito, sobre todo el literario, va más allá de los códigos de escritura, puede contener un sinnúmero de significaciones.
Moltmann en su “Antropología cristiana” plantea que el hombre se compara con los animales, con los otros y con Dios, para buscarse a sí mismo. Encuentra, entre otras cosas, al compararse con los animales, este rasgo propiamente humano de escribir, codificar, simbolizar, significar.
El pensamiento alimenta a la escritura y viceversa. Escribir es como una meditación activa: se piensa y se escribe, al escribir se vuelve a pensar, como si se terminara de comprender el sentido las palabras, lo que lleva a escribir nuevamente, en un proceso cíclico que, de por sí, no termina nunca.
Ahora bien, cuando escribimos en filosofía, no solo usamos el derecho de expresarnos, sino que tenemos algo que decir. Escribir en filosofía es como pintar una obra de arte. El artista ha desarrollado tal sensibilidad con lo que le rodea, que es capaz de encontrar belleza donde aparentemente no la hay. Una puerta que abrimos todos los días, un paisaje rutinario, el cuerpo monótono que vestimos y peinamos, se convierten en luz, en color, en significado y emoción. De manera parecida, el filósofo encuentra lo que está más allá de lo dado, desvela realidades, intencionalidades, verdades, detrás de los acontecimientos, las circunstancias y los discursos (baste recordar el trabajo de Foucault sobre el orden el discurso).
Por tanto, cuando el filósofo escribe, comunica ideas que despiertan el pensamiento, que obligan a la reflexión, que sacuden. Por eso la actividad filosófica es subversiva, es revolucionaria, no es conformista.
Para reflexionar sobre la realidad, el filósofo procura observarla y comprenderla, hoy en día esta tarea se vuelve casi imposible sin el buen manejo de la información. Estar informado, ir a las fuentes, contrastar los enfoques, etc. son tareas imprescindibles para la observación y la comprensión de las realidades. Al hacerlo, el filósofo retorna a la reflexión, es decir, vuelve a ver la realidad.
El alimento de la reflexión es la lectura. Un filósofo que no lee no puede denominarse tal. El filósofo, además, lee de todo. No olvidemos que la filosofía nació como un intento de comprender toda la realidad, y es la base de las ciencias y de todo el conocimiento humano. La lectura, por tanto, es una conditio sine qua non de la escritura, más si se trata de temas de filosofía.
Volver a ver la realidad después de recopilar y manejar la información le permite analizar, esto es, diseccionar el todo en sus partes, individualizar cada una de ellas, conocerlas y comprenderlas por separado, comprender la lógica de estar unificadas en una sola realidad y poder mirar el todo nuevamente.
Este ejercicio, que no se logra en un solo intento y que, en muchas ocasiones queda incompleto, permite descartar hipótesis y argumentar respuestas, le proporciona al filósofo tener algo que decir.
Evidentemente este proceso tiene una serie de pasos y detalles que han sido motivo de muchos textos, uno que me ha parecido verdaderamente revelador titula “Describir el escribir” de Daniel Cassany, que vale la pena leerlo antes o durante un proceso de escritura.
¿Cómo debe comunicar el filósofo aquello que quiere decir? Cuántas veces me he encontrado con textos ilegibles, “es que son filosóficos”, me decían mis colegas. Es cierto que algunos filósofos han llegado a tales niveles de abstracción que se hace difícil entenderlos sin haber realizado un proceso propedéutico. Empero, un filósofo debería ocuparse de los problemas del hombre y no solo de los problemas de los filósofos. Su aporte no debería estar dirigido solo a un grupo de “entendidos”, sino a la humanidad, a las personas que buscan respuestas, al hombre que aún se encuentra en la caverna de la metáfora platónica.
Por consiguiente, lo que escribe un filósofo debería ser claro, ordenado y lógico. Sus argumentos deberían estar bien fundamentados en evidencias, otros estudios y autores, y por supuesto, en la fuerza de la razón.
Para lograr esto, no solo el filósofo sino cualquier escritor, tiene que reescribir. Para algunos escribir consiste justamente en esto, en reescribir. Este ejercicio supone nuevas reflexiones, clarificaciones, cuidado del proceso lógico, mirada de los detalles y del conjunto.
Reescribir también exige el cuidado gramatical, sintáctico y ortográfico. ¡Ay del filósofo que cometa errores ortográficos! Esos pequeños detalles pueden dar fuerza o descalificar su escrito.
Aunque Anna Frank no lo pretendía, su diario le permitió permanecer viva en el tiempo. Cuántas generaciones de adolescentes la han leído y conocido a fondo y cuántas aún la conocerán. Escribir, es por tanto, una forma de permanecer en el tiempo.
Escribir es una forma de catarsis. ¡De cuántas cosas nos desahogamos por medio de la escritura! Es también un espacio de placer, sobre todo por las endorfinas que genera el cerebro mientras escribimos algo. Escribir, como lo sugerimos, nos permite conocernos mejor y, aunque suene algo quijotesco, es una de nuestras herramientas más poderosas para cambiar el mundo.
Uno de nuestros mayores escritores bolivianos fue don Augusto Céspedes. Su vida estuvo mezclada entre la bohemia y la política. Su participación en la Guerra del Chaco, lo marcó definitivamente con una cojera que le otorgó el adjetivo de “Chueco”, el chueco Céspedes. Por su militancia en el MNR fue diputado en varias ocasiones. En una de ellas, salió perdedor de un debate parlamentario, pero antes de retirarse, en tono irónico y de amenaza, les dijo a sus opositores: “Pero no se olviden que escribo”.
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