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Si alguien, al viajar por tierra, no ha conocido nunca un contratiempo que le haya obligado a permanecer varado en el camino sin poder llegar a destino, es un ser privilegiado.

Una nevada que cae y que provoca un alud; el derrumbe de una parte del camino que no puede ser retirado; la carpeta asfáltica que cede por la humedad, etc., pueden ser causas naturales que ocasionen cientos de automóviles atascados en la ruta, sin poder moverse ni un metro ni hacia adelante ni atrás.

Personalmente, he conocido dos de estas experiencias. En la niñez, a varias pequeñas nos trasladaban en tren, en premio a nuestro buen rendimiento académico, desde las minas de Comibol a Cochabamba, a un lugar de recreación llamado Tacata. Algo sucedió y el tren estuvo detenido todo un día.

Por precaución, nuestras cuidadoras ordenaron que ninguna pudiera descender del vagón, como sí hizo el resto de pasajeros de otros vagones. A las niñas nos mataba, nos atormentaba la sed, más que el hambre. Sacábamos nuestros delgados bracitos por las ventanas del vagón, clamando por agua.

Se escuchaba cerca el murmullo de un río o un arroyo y eso nos torturaba más todavía. Unas señoras campesinas se compadecieron, bajaron al río y nos trajeron agua en jarras y nos alcanzaron por entre las ventanas. Nos peleamos por unos sorbos. Las señoras volvían a bajar y así sucesivamente. Nos bebimos grandes cantidades de esa agua no potable, sin hervir y no pasó nada. Y aquí estoy contando.

La segunda vez fue en un viaje hacia Santa Cruz. En la juventud, como parte de una delegación, íbamos a bordo de un camión de carga. Por la carretera antigua, en Siberia, al camión algo le pasó y estuvimos como dos días detenidos, en un lugar donde no había un solo ser humano. Ni un mendrugo de pan, ni un pedazo de fruta podrida. Conocimos el hambre y la sed. Qué experiencia límite es el hambre, qué angustiosa. Bueno, pero fueron dos días y al llegar a Santa Cruz se remedió con un majadito.

Así, sobre la base de esas dos experiencias (pequeñas y no intolerables), puedo intentar ponerme en el pellejo de los transportistas, que sufrieron el bloqueo ordenado por el MAS durante casi dos semanas.

La vida de los camioneros ha sido llevada al cine en una película, “Mi socio”, y algo podemos imaginarnos cómo es su rutina, su día a día. Probablemente, las vidas de algunos no sean muy edificantes, tal vez están dedicados al traslado de contrabando; por su nomadismo probablemente viven desapegados de su familia; por su constante ir y venir quizás son promiscuos. En fin, seres humanos.

El caso es que nos son imprescindibles. Los bienes, los productos, nos llegan gracias a ellos. Si lo pensamos, desde las baterías pequeñas hasta las aspirinas, los tenemos debido a que el sector traslada todo esto para nosotros. La vida del camionero es durísima.

He tenido ocasión de conversar con taxistas que eran camioneros “jubilados” y tienen cada experiencia que contar, que darían ganas de grabarles en entrevistas largas. Primero, está la misma condición de conductor de camiones de alto tonelaje, que siempre conlleva un peligro. Me explicaban que van lentamente, como reptando por la carrera, porque cualquier movimiento en falso puede ocasionarles el vuelque y la responsabilidad es muy alta.

El camión tiene un precio tan prohibitivo, que equivale a un edificio completo y la carga está valorada en miles de dólares. Así que van avanzando con cautela y ven cómo los choferes de buses, de surubíes y de autos particulares les adelantan, colocándose en la ruta contraria.

Explicaban que cualquier roca, cualquier peñón imprevisto puede significar una calamidad, e incluso un cerdo o una vaca que se les atraviese. Por lo tanto, los escombros, las rocas de gran tamaño que los bloqueadores han sembrado por los caminos son obstáculos insalvables.

Si, en un rapto de humanidad, los bloqueadores les permitieran el paso, un tanto retirando los bloqueos, estos camioneros tendrían que hacer gala de gran habilidad para atravesar el trecho por encima de la arena, tierra. Y allá hay otro y otro más. Necesitan caminos expeditos, sin ondulaciones, sin baches.

Otro aspecto que relatan es la terrible inseguridad. Pueden ser asaltados, golpeados y hasta asesinados. Mis relatores me contaban que los viajes internacionales hacia Chile los hacían en caravana, para protegerse. Cuando hay bloqueos, la inseguridad para ellos se multiplica, quedan en total indefensión. Su carga puede ser asaltada. Hemos visto cómo los pollos son robados con más las cajas. Ah, pero nos regalaron, dicen.

Y hablando de animales, su mayor pesadilla es tener contratiempos cuando la carga es de animales de faeno. Ya de por sí es triste el traslado de los animales (vacas, cerdos, pollitos bebé), que sufren de hambre y sed hasta llegar al matadero o granjas. Pero, si son detenidos por bloqueos y estos duran días y días, el mayor temor del camionero se ha hecho realidad. Una cosa es llevar refrigeradores y otra, seres vivos.

Los animales de granja consumen una enorme cantidad de agua. Al ser privados del líquido, empiezan a enfermar rápidamente. De hermosos ejemplares que partieron de su lugar de origen, ahora se tiene unos esqueléticos seres que no pueden ni mantenerse en pie.

Cuando comienzan a morir, se presenta para el camionero y su ayudante otro problema: deshacerse de los cadáveres. Si están al borde de un barranco, los lanzan hacia el fondo. No sirven de ninguna manera para consumo humano. Las aves de rapiña tendrán su festín.

Probablemente, al fin de cuentas, la carga esté asegurada y una empresa se ocupará de compensar las pérdidas. Lo que no tiene remedio es el sufrimiento, el sufrimiento humano y animal.

Aunque el camionero sea estoico y acostumbrado a duras condiciones, el bloqueo representa un ultraje a su dignidad. No hay alimentos a kilómetros a la redonda, se ha debido terminar toda su ración de coca, se ha debido beber toda su coca cola o latas de cerveza.

Para empeorar, mis narradores relataban experiencias negativas de los lugareños a venderles nada. Comentaban que veían en los bloqueadores una actitud de poder despótico, de cierto ensañamiento con el sufrimiento que provocaban, de alguna complacencia con la indefensión del camionero, cerrados a toda súplica, a todo ruego, como si se hubieran despojado de una parte de su humanidad, como si se cobraran deudas históricas.

El bloqueador se erige poderoso y el camionero un gusano a ser aplastado. En estos momentos, se ha visto fotografías de camioneros de rodillas, suplicando por comida.

Por otro lado, el frío, las inclemencias... El clima en las carreteras es gélido, corre viento helado. El interior de un vehículo con el motor apagado comienza a helarse, parece una lata congelada. Permanecer ahí días debe ser una tortura inmerecida. Así están los camioneros en el sector del altiplano boliviano.

Por su estilo de vida no muy saludable, probablemente padecen de enfermedades de base, presión alta, diabetes, todo eso puede agravarse por el estrés que se añade. Ya ni qué pensar si han contraído el mal del Covid-19.

Definitivamente, sería difícil ponernos verdaderamente en su pellejo. Sospecho que si hubiera la posibilidad de ir a un referendo para definir si es aceptable el bloqueo como protesta social, el camionero diría que no, que esa protesta inhumana debería ser erradicada. 

Yo también votaría por el NO. Los familiares de las personas fallecidas por falta de oxígeno dirían que no; la madre del bebé prematuro diría que no. Si alguien esgrime que es bueno un bloqueo por ideales abstractos, es porque nunca ha debido padecer las consecuencias de uno de esos en carne propia o en la de su familia. Ponte en el pellejo del otro.

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