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Quienes vivimos las dictaduras desde muy chicos o tenemos parientes exiliados, desaparecidos o torturados crecimos pensando que no existía bien mayor que la democracia. Esa utopía que nos inspira a pensar en elecciones libres para escoger a quien nosotros queramos, sin que nos impongan a un militar entrenado en la Escuela de las Américas.

Eso nos llenó de esperanza por muchos años, aun sabiendo que existía fraude o que gracias a los intereses económicos y compadreríos el segundo o tercero en preferencia terminaba siendo el Presidente. A pesar de eso, con todas las privaciones a nuestras libertades políticas, fuimos ganando espacios para opinar y expresarnos abiertamente, con eso dijimos: “Al menos tenemos esto”.

Años y años de corrupción y de ver cómo nos excluían de las grandes decisiones nacionales comenzó a calar dentro de nosotros el deseo de entendernos e involucrarnos cada vez más en política, de hecho, somos uno de los países más conscientes acerca de política en la región y con mayor participación.

Lo malo es que no fuimos equilibrando y conversamos de política en todo momento y espacio. Es posible que otra de las causas por las cuales nos guste tanto la política es que en Bolivia no ocurre otro suceso más importante o que llame nuestra atención. No tenemos tsunamis, huracanes, terremotos, grandes conciertos de música, expresiones de arte o al menos ser los mejores en algún deporte de relevancia, entonces, nuestro tiempo es ocupado, casi enteramente, para hablar del acontecer político, social y económico.

Ante esta realidad, quienes manejan los hilos de la información y redes sociales también han entendido que para nosotros es de vital importancia lo político y esta es la parte negativa: al no saber medir y apasionarnos tanto por este tema, hemos ido perdiendo, por diferencias ridículas, amigos o familiares con quienes crecimos.

No nos dimos cuenta de que gradualmente este amor apasionado se ha ido convirtiendo en odio y terminamos en defender a un funcionario público a quien personalmente desconocemos y que no tiene otra cosa más que hacer que su trabajo. Aun vemos a los políticos como ídolos que merecen real veneración y respeto. Al final del día, todos llegamos a nuestras casas; todos nos cansamos; todos lloramos o reímos o tenemos resfríos que nos mandan a la cama porque somos exactamente iguales. Nadie merece tanto respeto o una veneración especial como la que deberíamos recibir todos y deberíamos comenzar respetando al subir al minibús al policía de la esquina, al barrendero que limpia la plaza o al mensajero de la oficina.

Otra carga que tenemos es que nos encanta figurar, ser reconocidos, apreciados, premiados y tener cierto grado de reconocimiento social. No extraña que haya ido apareciendo tanto desconocido por redes sociales en busca de fama haciendo cualquier payasada con tal de que lo saluden en la calle y le pidan su autógrafo.

En otros tiempos primaba el apellido y la famosa frase: “No sabes quién soy yo ni con quién te estás metiendo”. Ese grosero afán de protagonismo que tenemos algunos nos aleja de la realidad y de entender cuando los ciclos han terminado para dar un paso al costado. En lugar de eso nos aferramos pretendiendo que somos especiales, únicos e imprescindibles. Nuestro ego nos juega en contra cuando debemos deponer lo individual por un bien mayor y colectivo.

Y como “así somos”, creamos un falso reinado y proyectamos eso mismo con un caudillo que nos gobierne y se encargue de liderarnos. Es irónico, porque con esa autoestima no deberíamos esperar que otro cambie el país cuando lo deberíamos hacer inicialmente nosotros y con pequeños actos diarios. Acá otra gran verdad que cuesta aceptar a medida que maduramos: nadie es más que nadie y siempre habrá alguien mejor que uno.

Hablamos bajito, no nos gusta el bullicio, amamos los domingos de día de campo y apreciamos el silencio. Somos seres sencillos, porque el capitalismo, los lujos y el consumismo no nos llegó a todos por igual. Mucha gente vivió en la opulencia antes que nosotros robando o metida en el narcotráfico y nunca pensamos que, en algún momento, el país iba a estar tan bien para muchos de nosotros que logramos comprar cosas que nuestros papás, a nuestra edad, ni siquiera tenían. Valoramos los pequeños momentos familiares. Esa paz y tranquilidad de la que gozamos también ha costado. Mucha gente ha dado su vida para obtener lo que tenemos y ahora, en momentos como estos, recién nos damos cuenta de su valor.

Las preguntas filosóficas en mérito al contexto van surgiendo: ¿Qué queremos? ¿Queremos democracia o paz? ¿Por qué son excluyentes una de la otra? Porque tenemos dos candidatos a la presidencia que se han atrincherado en sus propias posturas llegando a polarizar el país y nuestra paz, lo más real que tenemos, está en juego. No existe democracia sin paz, ni paz sin democracia. Una depende de la otra. Si los candidatos conversan, hacen un llamado a la tranquilidad y deponen sus diferencias, todos habremos ganado. La solución no es técnica, sino política.

La democracia llegará a partir de eso. Es moldeable, progresiva y de construcción conjunta. La democracia evoluciona con cada muestra de amor y respeto por el pensamiento del otro y retrocede con los enfrentamientos, los heridos y la muerte. Mesa y Morales deben enseñarnos que la paz es el camino. En política no existen los enemigos, sino los adversarios.   

Un país sin condiciones de paz no puede progresar, no crecerá económicamente y los ciudadanos no podremos construir la felicidad, esa que queremos llevar todas las noches a nuestros hogares. Si los candidatos en disputa no piensan en un bien común, están alejados de una realidad que los va a devorar más pronto que tarde.

Quienes usan el poder que les ha conferido el pueblo para sus apetitos personales, no merecen nuestro respeto y devoción. Nosotros los hemos puesto allí y también podemos quitarles ese cargo y jubilarlos.

¿Cuál es el rol de un periodista en este momento?

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