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Por Rafael Sagárnaga//

En 2010, fui testigo de cómo los llamados “mosquitos” motorizados y las avionetas fumigaban plantaciones de soya en Pailón, allí en el norte cruceño. Adicionalmente, sin querer, pero sin que les importe hacían que aquel agrotóxico destinado al transgénico “RR” quemara los frutales de los vecinos. Vecinos que trabajaban unas cuantas decenas de hectáreas. Vecinos no pocas veces acusados, con o sin razón, de “invasores”, “hordas”, “toma tierras”, etc. Varias de estas víctimas del glifosato tenían uno o más lustros trabajando la tierra. Eran las últimas islas de producción que no habían sido barridas en la entonces considerada “capital de la soya”.

Ese mismo año, en Yolosa, a 5 kilómetros de Coroico, el “primer municipio turístico del país” vi a cooperativistas auríferos recién llegados. Se metieron en un otrora ubérrimo cañadón, movilizaron maquinaria hacia la salida al río Huarinilla. No les importó enturbiar las aguas cristalinas, no tuvieron problema en hacer uso de dinamitas, tampoco recularon ante las protestas de los campesinos. La fiebre del oro estaba dando saltos cada vez más osados. Las denuncias sobre el mercurio que envenenaría esas aguas y bajaría hacia el Beni, documentadas con informes de laboratorio, apenas pararon actividades por algunos días.

Era nada menos que el año de la histórica Conferencia mundial de los pueblos sobre el Cambio Climático y los derechos de la Madre Tierra. Probablemente la cumbre internacional más célebre e impactante de las realizadas en Bolivia. Probablemente hasta los más pesimistas consideraban que lo acordado allí y su reflejo en varias normativas nacionales salvaguardaría algo de la siempre destacada biodiversidad boliviana. Los ecos de Tiquipaya probablemente se escucharon en todos los foros ambientales posteriores. Pero sólo se convirtieron en algo así como el enjuague bucal de los delegados nacionales a esos foros, especialmente de los presidentes y vicepresidentes.

Para pena generalizada, sólo han quedado en eso. Catorce años más tarde el agronegocio y la minería aurífera del país son ya ejemplos mundiales de ecocidio. Pailón y Yolosa resultan casi un microscópico y anecdótico pasado frente a lo que sucede en estos años, especialmente desde 2019. La agroindustria se articuló astutamente con los otrora “invasores” movimientos sociales y con las otrora autoridades pachamamistas. Juntos y hechos a los revueltos, se han dado el lujo de quemar más de 10 millones de hectáreas este 2024.

Por su parte, los mal llamados “cooperativistas” auríferos vierten tanto veneno en los ríos amazónicos que Bolivia tiene dos sitiales internacionales marcadamente indecorosos: es el segundo mayor importador de mercurio del mundo (según un informe del Centro de Documentación e Información Bolivia-CEDIB) y es el segundo mayor emisor de mercurio de Latinoamérica, según la World Wild Fundation (WWF).

Probablemente, cualquier persona que empiece a enterarse de estos problemas pensará que, por lo menos, esta contaminación reditúa importantes ingresos al Estado. Sin embargo, ni siquiera sucede eso, por si hubiese alguien que se animase a digerir semejante precio. Un reciente informe presentado por la coalición humanitaria OXFAM (Oxford Committee for Famine Relief) resulta dolorosamente ilustrativo al respecto. El trabajo titulado “A fuego y mercurio – crisis ecológica y desigualdades en Bolivia” muestra que el ecocidio cínico marca algo así como un genocidio silencioso. Todo en la tierra donde supuestamente en las últimas décadas se había reivindicado a los pueblos oprimidos por la colonización, el clasismo y el racismo.

En 2021, las cooperativas auríferas tributaron apenas 58 millones de dólares al Estado y exportaron más de 2.000 millones. Según el experto en temas mineros Héctor Córdoba, de haber cumplido con los impuestos que todo emprendimiento económico realiza en el país, Bolivia habría recibido más de 1.000 millones de dólares. Pero, claro, estas cooperativas “sólo” venden algo tan “poco rentable” como el oro. Es más, el informe de OXFAM señala que los subsidios de los que se beneficia este sector superan los 977 millones de dólares.

El trato tributario, la rentabilidad y los subsidios para los agroindustriales resulta muy similar. En ambos casos hay bemoles particulares como el contrabando de oro y el manejo de los pagos soyeros en el exterior. En ambos casos, la presencia de operadores extranjeros también resulta significativa y tan físicamente notoria como mañosamente disimulada en las leyes. Y en ambos casos, la depredación ambiental y la bonanza sectorial coinciden con las desgracias que llegan a los sectores indígenas y campesinos. Los arruinados de toda la vida.

El informe alerta:  “La minería aurífera en Bolivia, aunque es una fuente significativa de ingresos, tiene un impacto negativo considerable en el medio ambiente y en la salud de las comunidades locales. La contaminación por mercurio y la deforestación son problemas graves que requieren atención urgente”. Y en la presentación del trabajo los investigadores refuerzan su llamado: “La crisis ecológica en Bolivia constituye uno de los desafíos más apremiantes de nuestro tiempo, no sólo por sus devastadores efectos ambientales, sino sobre todo por su profunda interrelación con las persistentes desigualdades socioeconómicas y culturales”.

Sería saludable, por lo menos esperanzador, que, al leer esos datos y conclusiones de fundaciones y ONG, uno guardase un cierto escepticismo. Pero hasta parecen quedar cortos al recordar las diversas tragedias que, este 2024, miles de bolivianos presenciaron y presencian todavía en estos días. Cada día.

El 22 de septiembre, por ejemplo, justo al día siguiente del inicio de la primavera, en Monte Verde cientos de comunarios marcharon hacia los fuegos. Tres gigantescos incendios rodearon aquella Tierra Comunitaria de Origen (TCO) de la Chiquitanía. Mujeres, ancianos, niños… marchaban todos. Varios de los más pequeñitos iban descalzos. Sobre ellos caía, a semejanza de una nevada, copiosa ceniza, en medio del humo que reemplazaba a la neblina. “Tal vez lo vamos a perder todo –repetían–. Pero sólo nosotros estamos frente al fuego, no tenemos ayuda”.

No se sabe, aunque se prevé, cuánto daño causará en sus organismos la exposición, durante semanas, a ese aire enrarecido en sus organismos. Tampoco queda claro cuán sostenibles serán las ayudas que llegarán a los miles de afectados y si podrán reemplazar sus pérdidas y modos de vida. Todos se hallan expectantes a ver cuánto variarán los ciclos de lluvias, cada vez más alterados desde que, en 2019, entraron en vigencia las no abrogadas “leyes incendiarias”. “Si no hay bosque, no hay agua, si no hay agua, no hay vida”, alertaban sus carteles.

En medio de sus evidentes desgracias, los chiquitanos guardan aún ciertas esperanzas y pueden alzar sus voces. Es algo, muy poco quizás. Pero peor se hallan tsimanes, mosetenes y esse ejas en los ríos amazónicos cada vez más cargados de mercurio. Los contaminadores mineros han organizado republiquetas con gente armada donde no pasa nadie y se multiplican las denuncias de mafias y graves abusos. No existe autoridad alguna que ose cuestionar a quienes cínicamente priorizan sus intereses corporativos a la vida en general. Mientras tanto, el mercurio toma lentamente los organismos de cientos de víctimas en los confines de la selva.

El ecocidio anual decae, amenaza el genocidio silencioso.

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