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Estaba batiendo la mantequilla con el azúcar cuando Oliver entró corriendo a la cocina y me dijo:

—Mami, mami, ayúdame a esconderme.

Al poco tiempo entró Jon y me dijo:

—¿Haz visto a Oliver?

—No, le dije, pero mi risa, aunque traté de esconderla tras el sonido de la batidora, me delató.

Jon me lanzó una mirada sospechosa y empezó a abrir una a una todas las gavetas de la cocina, sin dejar de repetir: Fee-fi-fo-fum,
I smell the blood of an Englishman”.

Mi ex esposo llegó un martes lluvioso muy temprano, cuando apenas aclaraba, con el equipaje justo para una semana, aunque éstas luego se convirtieron en cuatro y quién sabe, tal vez vayamos por más. No había tenido necesidad de tocar el timbre, porque me había compartido su ubicación durante todo el recorrido que realizó desde su casa a la mía. Cuando vi su puntito acercarse al mío en mi pantalla, me puse en pie y me paré en la ventana de la cocina a esperarlo. Eran los primeros días de cuarentena y estábamos asustados. ¿Lo detendrían los militares? ¿Lo arrestarían? ¿Qué les iba a decir? ¿Qué iba solo de compras? ¿Les podía decir que iba a ver a su hijo?¿Pero si lo devolvían a su barrio? ¿Si terminaba pasando ocho horas encarcelado? ¿Si se contagiaba?

El gobierno había emitido el decreto supremo de emergencia sanitaria unos días antes, detallando varios puntos de cómo sería el confinamiento y las restricciones de movilidad, pero se olvidó señalar qué podemos o no hacer las familias de padres y madres divorciados con hijos e hijas sujetos a un régimen de visitas o de custodia compartida. ¿Pueden los padres o madres que no viven con sus hijos e hijas, movilizarse para verles y estar con ellos? ¿Se puede llevar a los niños y niñas a la casa del otro progenitor? El tránsito de movilidades públicas y privadas está prohibido. ¿Se espera que lleve a mi hijo caminando 5 km para ver a su padre? ¿Por cuánto tiempo espera el gobierno que los niños y niñas de estas familias no puedan ver al padre o madre con quien no viven? ¿Alguien piensa en la sobrecarga de trabajo que esta cuarentena significa para las madres solteras, viudas o divorciadas y lo que esto significa para nuestra salud mental, física y emocional?

Una computadora, dos mudas, un cepillo de dientes, un desodorante y varios cuentos de la serie de “Frog” que le gustan mucho a Oliver, era todo lo que contenía su mochila. Lo sé, porque cuando llegó, me alcanzó su mochila desde el pasillo, vacié todo su contenido y se la devolví vacía junto a dos bolsas de mercado. La lista de compras se la había mandado la noche anterior por WhatsApp. Todavía llovía, pero no le importó apresurar el paso para llegar al supermercado antes de que abrieran las puertas y evitar la fila. Una hora más tarde, desperté a mi hijo, le preparé el desayuno y esperé que escampe un poco para llevarlo a la casa de mis padres y poder ir a comprar frutas y verduras más frescas que las del supermercado, de un proveedor que llegaba esa mañana al barrio.

Si la cuarentena es un momento difícil e insólito para todos los niños y niñas que de un momento a otro se ven imposibilitados de ir al parque, a la escuela, a la casa de sus abuelos, a practicar un deporte o a realizar su pasatiempo favorito, seguramente será mucho más complicado para los hijos e hijas de padres separados, que además de todo esto tienen que lidiar con la imposibilidad de ver y compartir tiempo con su padre o madre, según sea el caso. Con esta reflexión en mente y pensando en lo mejor para nuestro hijo, decidimos pasar esta cuarentena juntos.

Después de comprar la fruta y verdura de un minibús escondido en un callejón sin salida y recorrer las calles vacías de carros y con algunos caminantes solitarios, cubiertos de pies a cabeza, con barbijos y tapabocas de telas improvisadas, guantes de goma, gorras o sombreros, yo misma vestida así y sintiéndome una de las últimas sobrevivientes de una película de apocalipsis zombi, llegué cansada y con mi mochila llena de naranjas, mandarinas y toronjas a casa de mis padres para recoger a mi hijo.

Jon nos esperaba en la placita, justo antes de subir la cuesta que lleva al edificio donde vivo. Llegamos a mi piso cansados, acalorados y sudados, después de subir la empinada calle y las interminables gradas –por ahora, no creo que alguna vez volvamos a utilizar el ascensor-. Era mi primera salida y cuando tuve la puerta de mi apartamento en frente, no supe muy bien qué hacer. Por primera vez en mi vida, sentí la absurda incertidumbre de no saber cómo entrar a mi apartamento.

Dejamos las bolsas y las mochilas en el suelo. Todo lo que teníamos en los bolsillos lo fuimos regando en el pasillo. Ni siquiera nos importó dejar nuestros celulares y billeteras a la vista y alcance de cualquier vecino. Nos quitamos los barbijos, los guantes y los zapatos. También la ropa, a pedido mío; tengo un hijo pequeño y no estoy dispuesta a correr ningún riesgo. Mientras lo hacíamos, me reí y le dije a Jon que nunca pensé que volveríamos a desvestirnos uno frente al otro y menos en el pasillo de mi edificio, haciendo, posiblemente, las delicias de quien sea que tiene acceso a las grabaciones de video de las cámaras de seguridad, o por lo menos sacándole, por un instante, de su aburrimiento.

Tuve que hacer espacio en la cocina para que entre una silla más en la mesa. Y me vi en el dilema de cuál taza asignarle durante su permanencia en mi apartamento. Si darle una de mis dos tazas de flores, que como una bebedora asidua de tés y mates las atesoro, la de Spider-Man de mi hijo, o la taza fea, la celeste, esa que me sigue hace más de diez años, en todas mis mudanzas, la que ha decidido no romperse y yo no puedo botar porque no se me da muy bien desechar cosas que todavía tienen uso.

Jon trabaja online hace un par de años. Por lo tanto, para él su situación laboral y su rutina diaria prácticamente no han cambiado nada. Durante el día se encierra en la habitación de mi hijo y trabaja, dependiendo el día de la semana, entre 4 a 8 horas seguidas, con pequeños intervalos, en los que aprovecha para correr a la cocina a recargar su taza de té, café o mate y comer algún bocadillo rápidamente. Afuera, mi hijo y yo continuamos casi normalmente con nuestra rutina de cuarentena: tareas escolares, limpieza, cocina, yoga, rompecabezas, juegos de mesa, pintura, experimentos. Todo sucede igual, pero yo no puedo evitar sentir mi espacio invadido, sobre todo en los primeros días.

A la hora de las comidas, nos sentamos a comer los tres, como antes, aunque ya nada es como antes. Dicen que cuando una pareja termina, con ella desaparece también un dialecto; y eso se hace evidente, sobre todo entre nosotros dos, que ni siquiera compartimos la misma lengua materna. Nunca ha sido natural para nosotros hablar en español, pues nuestra relación nació en inglés. Mi hijo es bilingüe de nacimiento, o sea que lo primero que cambia en mi hogar, con la llegada de mi ex, es el idioma.

Cuando empezamos a conversar, durante el primer almuerzo, tuve la sensación de que mi inglés se había oxidado un poco. Aunque mi inglés ahora es mucho mejor que hace quince años, cuando nos conocimos, hablando sobre la pandemia y la crisis sanitaria, tuve que esforzarme para armar algunas oraciones y noté que había olvidado algunas palabras, o tal vez nunca las supe y no había reparado en ello antes. De todas maneras, después de tantos años juntos y separados, finalmente, comprendí que nuestra mala comunicación nunca tuvo nada que ver con el idioma.

Después de cada comida Jon se para y empieza a lavar los platos. No lo acordamos nunca, pero así sucede cada vez después de cada comida. Una falsa ilusión sobre la corresponsabilidad. Aún así, siento un gran alivio, ya no tengo que cocinar, comer y luego lavar los platos, las ollas y todos los utensilios que utilicé, tres veces al día. Ahora, después de comer puedo simple y alegremente dedicarme a limpiar el mesón, barrer, lavar la ropa, secar la ropa, doblar la ropa, acomodar la ropa y hacer torres de ropa y caramelo si me da la gana.

No cocinamos juntos, ni vemos series juntos, no jugamos partidas de Scrable ni tomamos una copa de vino juntos, cuando nuestro hijo se va a dormir. No hacemos nada de lo que hacíamos cuando éramos pareja y está bien, porque, sin duda, somos mejores como padre y madre, que como pareja.

Cuando atardece, y las nubes del cielo empiezan a teñirse de colores ocre, empiezan las partidas de Jungle Speed y de los Arqueólogos buscando tesoros en el templo Inca. Armamos Lego y jugamos a las escondidas. Los viernes, nos sentamos, con tés y chocolates, en primera fila, a disfrutar de las funciones gratuitas del “Cirque du soleil”. Los fines de semana, muy a pesar mío y de Jon, “Spider-Man” se apodera de la pantalla.

Por las noches, prefiero pasar tiempo sola mientras Jon se encarga de Oliver. Me doy el lujo de leer decenas de páginas de corrido, como no lo hacía hace mucho tiempo, porque todas las mamás de niños pequeños sabemos que nuestras noches se van preparando la cena, limpiando la cocina, bañando a nuestros hijos, alistándoles para dormir, leyéndoles cuentos y cantándoles canciones de cuna, hasta quedar rendidas sobre nuestras camas.

Anoche, mientras leía sobre los síntomas de la enfermedad del amor, que de acuerdo a García Márquez son los mismos que los del cólera e imaginaba a Florentino Ariza sentado, suspirando por Fermina Daza en el parque de Los Evangelios, escuchaba de fondo a Oliver y su papá leer a dúo “Frog is in Love”, en su habitación; que cuenta cuando Frog se enamora perdidamente de su amiga pata. Supongo que hay amores que nacen solo para ser escritos.

“Fee-fi-fo-fum!!! Jon encuentra a Oliver y Oliver pega un grito debajo de la torre de ropa donde lo escondí con tanto esmero.

Nos reímos todos y yo me apresuro con la preparación de mi queque de zanahoria para unirme al juego. Después de varias rondas de contar hasta diez por turnos y de escondernos en los lugares más inverosímiles de mi apartamento, “Tin” escuchamos la campana del horno.

Es la hora del té. Mientras yo desmoldo el queque, Jon pone las tazas sobre el mantel: la de Spider-Man para Óliver, la de flores para mí y la celeste para él.

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