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Las calles de Sucre serán para mí siempre el espacio donde mi alma creció, donde me sembré para devenir un ser humano. Esas calles que, por suerte, se mantienen tan iguales a sí mismas a lo largo del tiempo, y que resuenan en el corazón, y que son la evidencia permanente del paso del tiempo, pero también de su permanencia, como radiografías de otras épocas, de pequeños acontecimientos que quizás solo están ahí en la memoria, pero no por eso dejan de ser cosas ciertas y valederas. Los lugares son la proyección del alma, y para mí todo comienza en Sucre. Caminar sus calles es un ritual de renacimiento y redescubrimiento para aquél que sabe ver más allá de las paredes, los balcones y los tejados rojos.

La calle Padilla, entre Grau y Dalence, además de estar en el barrio de Santa Ana, pertenece a la colina, a la pata, de Munaypata: la colina del amor. Es un dicho recurrente el comparar a Sucre con Roma, por sus siete colinas. Pero es una suerte haber nacido en la pata más mágica: la del amor, cerca también de Huayrapata, la del viento. Tal vez es, como cantaba Nino Bravo: “Es el viento que te habla/que acaricia tu corazón/Es el viento que te besa,/ es el viento que soy yo”.

En el barrio de Santa Ana, en la calle Padilla a pasos de la Grau, está aún hoy la casa donde nací. Una casa que tenía “su zaguán de entrada, sus tres patios, tenía una huerta enorme, tenía un corral para animales, como en aquellas épocas solían ser las casas de Sucre”, me comenta mi tío Antonio Sánchez Carranza, mi querido tío que me brinda sus recuerdos para reconstruir ese pedacito de Sucre donde crecí feliz. La casa de la Padilla, una calle donde las tardes cobraban una luminosidad especial, entre el celeste profundo del cielo de Sucre, las blancas nubes, y las casas blancas de cal, o de suaves grises o tonos beige. Al frente vivían los Poppe, y casi en la esquina había una señora de pollera, de negro permanente, doña Fausta, que tenía “su tiendita de barrio”, para abastecer a los vecinos con tomates y cebollas, “vendía legumbres, hortalizas, papas y todo lo que puedas imaginarte”, una vivienda mínima que era a la vez tienda, dormitorio, cocina y baño: una tienda redonda, como se llamaban. Doña Fausta solía echar a la calle sus aguas, por lo que había que pasar con cuidado por su acera. Los Bacherer (familia del reconocido médico Ricardo Bacherer, “un hombre tremendamente católico en el estricto sentido de la palabra: un hombre que ayudó a la gente más necesitada. Era un hombre que practicaba lo que predicaba. Un verdadero católico”, recuerda Antonio) vivían más hacia la Dalence, y entre ellos y mi casa los Villegas y luego los Torres-Goitia, familia del gran médico Javier Torres-Goitia, mi pediatra de niño, quien recibiría en 2014 el Premio Abraham Horwitz a la Excelencia en Liderazgo en la Salud Pública Interamericana. En la misma casa vivían los Díaz (“los Chato Díaz” recuerda Antonio: Johnny, Javier y el Chaly, quien luego sería “unos de los piqueteros de la Argentina”), Más allá de los Bacherer, vivían los Achá, y al lado de los Poppe, unos señores Lira. También en la cuadra vivía un señor Alarcón, cuyo hijo Julio era un gran amigo de mis padres.  De entre todos los vecinos, recuerdo a Otto Zaco Poppe con especial cariño, como uno de esos jóvenes que los niños veíamos con admiración y alegría.

Yo no conocí la calle cuando todavía era de tierra, donde jugaban los chicos del barrio al fútbol, ni recuerdo bien cuando era empedrada, ni cuando tenía árboles, que probablemente llegué a conocer, pero era muy pequeño. El aspecto actual es el que recuerdo desde antes: ya asfaltada, pero con las casas frente a frente formando una armónica superposición de ventanas enrejadas, puertas con aldabas, aleros, lumbrales. Recuerdo esas casas inmensas, llenas de patios, a las que siempre se ingresaba por rotundos zaguanes y se llegaba a jardines coloridos, y árboles frutales, y cuartos con puertas al patio. Así era mi casa: tenía su jardín de achiras, una pila donde nos bañábamos los niños, o que convertíamos en nuestra canoa para vivir aventuras por los ríos salvajes de la selva, con árboles de damasco, con el corredor y su pretil, con los techos de tejas rojas, con dinteles que llevaban a otros patios, al corral, y a la huerta. Un pequeño universo por donde cualquier niñez puede corretear como si tuviera su propio parque, su propio país encantado.

Mi tío Antonio recuerda también cómo, en casa de los Chato Díaz, fundaron su club de adolescentes, por sugerencia de mi padre, Ronald, que al volver de Estados Unidos les sugirió el nombre en inglés de Red Wings, los “alas rojas”, ¿una poética alusión, quizás, al ave Fénix?

Por si fuera poco, mi abuelita Elena Carranza, quien me enseñó a leer y que era una aguda experta para nombrar las cosas a su manera (casi como salida de Macondo), bautizó a un cuarto viejo, que quedaba antes del corral, y donde se guardaban los trastes viejos, no como desván, sino como el “Tomaterio”. Quizás alguna vez allí se guardaron tomates, aunque nunca lo supe: pero la magia del Tomaterio pervive en mí, cada vez que mi abuela con su manojo pesado de tantas llaves abría el candado para entrar a esta estancia, y sus nietos revoloteábamos a su alrededor para aprovechar esos pocos minutos en que se nos permitía ingresar al Tomaterio, y husmear entre sus cachivaches enmohecidos, llenos de polvo, cosas y cositas de otros tiempos que allí podíamos vislumbrar como tesoros, un viaje fantástico a una tierra encantada cuyas cosas permanecían allí, silenciosas, esperando ser reveladas por el asombro de un niño.

Recuerdo también cómo los chicos jóvenes jugaban pelota voladora en el poste que quedaba justo en la esquina con la Grau.  Evoco cuando nuestra abuelita nos mandaba a comprar el pan en una tienda que quedaba a una cuadra, subiendo hacia la San Alberto. Me acuerdo vivamente del llamador (“el llamador de mi tristeza” de Benedetti), o la aldaba de bronce, mano con seis dedos que de muy pequeño no podía alcanzar, y el juego de “¡un dos tres por mí!” que consistía en, desde una media cuadra antes, iniciar una carrera con mis primos Álvaro y Franz García Sánchez, para ver quién llegaba primero, y tocando la madera de la puerta gritar ese estribillo para demostrar que habíamos ganado. A veces pude ganar, pero casi siempre nos empujábamos con mis primos o nos dábamos francos golpes con tal de ganar, mientras mi tío Gringo se reía de buena gana de ver nuestros cándidos campeonatos infantiles y nuestros afanes que, en ese momento, nos llenaban la vida.

Una casa, una calle, un barrio, una ciudad, pueden ser mucho más que lugares. Lo son: son el origen, y a veces el destino, por los cuales nos construimos. Están allí, marcando la huella de lo que somos, hablándonos desde sus piedras mudas, reflejando la luz como la reflejan, por ejemplo, los cabellos claros de las personas que amamos, al atardecer, en otros caminos, en otros ensueños. La infancia es un lugar, y no es algo que pasa, porque los lugares están allí, resistiendo al tiempo, generando el futuro, sembrando las maravillas. Por eso quizás escribí unos versos, un día:

Los cerros entre los que nací, las calles encorvadas por las que corrí.

Quedas allí, aunque te vayas, transmigras allí, aunque volaras.

Permanezco en ese día futuro en mi respiración, cuando estarás conmigo,

Y caminaremos por la plaza; conociste mi casa vieja; y ya con eso me basta.

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