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Hace un tiempo mi hijo me preguntó que superpoder escogería entre volar o volverme invisible. Casi sin pensarlo y llevada por el romanticismo que me caracteriza, escogí volar. A continuación, el pequeño que tengo en casa me dio un largo discurso, con argumentos válidos tanto para el mundo real como para el mundo de fantasía, de por qué volverse invisible es mucho mejor que volar.

La primera vez que llegó la feria municipal a mi barrio, tal vez hace ya dos meses, fue también la primera vez que iba a ir a un lugar concurrido, desde que había iniciado la cuarentena. Por ello pensé cuidadosamente qué ropa me pondría. Mis jeans favoritos: no, porque de tantos años de usarlos están rotos en diferentes lugares y podrían, supuestamente, dejar partes de mi piel expuestas al virus. Una camiseta de manga corta, por la razón anterior, no parecía una buena idea, pero una de manga larga tampoco, no sería suficiente barrera. Entonces, una chompa, pero ¿de algodón o de lana? Me pareció que ninguno de estos materiales era apto para protegerme de la Covid-19. Opté finalmente por un impermeable de esos que se doblan y se hacen tan pequeñitos que caben en un bolsillo, que me compré hace más de diez años, en una tienda de cosas para viajeros. Su material me pareció ideal para salir a la nueva cotidianidad; aunque tuve dudas sobre su llamativo estampado animal en blanco y negro.

Unos pantalones bien formalitos, sin roturas ni agujeros en ninguna parte, mi impermeable cubriéndome justo por debajo de las caderas, una gorra para proteger mi cabello, el barbijo obligatorio, los guantes de látex y unos lentes de sol. Me vi en el espejo antes de salir y no me reconocí. Lo único que quedaba de mí en esa imagen, era mi cola de caballo, negra, larga y ondulada. Pero sentí que tampoco debía dejar mi cabello expuesto y lo escondí todo, como pude, dentro de la gorra. Parecía una espía, o más bien, un detective pobre encubierto.

A partir de allí, las veces que he tenido que volver a salir, he ido también con todo el cuerpo cubierto de pies a cabeza. Ya no uso el impermeable porque esa tela es insufrible bajo los cielos azules de invierno a 3600. Pero siempre voy con camisas o blusas de manga larga y pantalones sin agujeros. La gorra, la he cambiado por una pañoleta para cubrirme todo el cabello. Cuando salgo así, ya no me veo como un detective decadente, sino como una musulmana; aunque a mi me gusta imaginarme más como una gitana.

Pero hace unos días, salí a toda prisa porque me había quedado dormida. Cuando vi la hora supe que no había tiempo para combinar atuendos ni hacer nudos bonitos a mis pañoletas. Salté de la cama y me puse lo primero que encontré. Unos jeans que bien podrían ser de hombre o mujer –sobre todo ahora, que los muchachos usan pantalones ajustados–, escondí mi torso completamente dentro de un polerón gigante que dejó olvidado algún amor de antes, oculté mi cabello dentro de la capucha y mi rostro detrás del barbijo y los lentes de sol. Por último me calcé unos chapulines azules y bajé corriendo las gradas. No tuve tiempo de verme al espejo antes de salir, pero estoy segura de que no me veía como detective, musulmana, ni gitana. Posiblemente me veía como mi hermano a sus catorce años, sin barba y con el cuerpo de hombre aún por desarrollarse.

Ese día fui al banco, a una casa de cambios, a la farmacia, al mercado y a las oficinas de una empresa de telecomunicaciones. Hice varias filas y esperé en varias salas de espera. También fui a muchas ferreterías buscando una chapa imposible. Caminé por decenas calles y sin esperarlo, ese día, pasó algo maravilloso.

Paradójicamente, en medio de las restricciones de movilidad por las que atravesamos debido a la pandemia, me sentí más libre, empoderada y segura que nunca caminando por las calles de esta ciudad, y de cualquier otra ciudad del mundo. Vistiendo como un chiquillo escuálido conocí el superpoder de la invisibilidad.

Pude caminar en un cuerpo sin cuerpo, hablar detrás de una boca sin labios, mirar detrás de unos lentes sin ojos, pasar completamente desapercibida, como un fantasma, como si fuera transparente, invisible; pude pasar delante de uno o varios hombres sin que me registren, sin que se inmuten, sin que volteasen a mirarme, ni me lancen un silbido, un bocinazo, ni me susurren alguna grosería al oído. Pude caminar completamente libre de miedo, sin sentirme expuesta ni vulnerable.

Al igual que el 90% de las mujeres, empecé a sufrir acoso callejero antes de mis 12 años. El primero fue un viejo detestable, que vivía en el segundo piso de una casa amarilla sobre la Rosendo Gutiérrez, entre la 20 de Octubre y la 6 de Agosto. Yo pasaba por ahí por lo menos dos veces al día, de lunes a viernes, de camino al colegio. Cuando llegaba a la esquina de esa calle empezaba a temblar y a rezar para que el viejo no aparezca en su ventana, pero las más de las veces aparecía y empezaba a silbarme, a chasquear los labios y a hacer sonidos que a mi me repugnaban y me asustaban. Sentía ganas de correr, de llorar, de gritar, sentía miedo. Al escribir este párrafo se me acelera el corazón y me transpiran las manos. Dicen que las células del cuerpo tienen memoria…

A partir de ahí, viví muchos otros hechos de acoso callejero, que no hace falta detallar aquí, no solo porque me lleno de coraje, sino porque estoy segura de que casi todas las mujeres han vivido los mismos silbidos, manoseos y otros ultrajes físicos y verbales en piel propia. Por otra parte, podría asegurar que todos los hombres tienen una amiga, una hermana, una pareja que les ha contado una historia parecida a cualquiera de las mías, con la misma rabia, impotencia e indignación que yo ahora lo haría.

Tal vez nunca nos hayamos detenido a pensarlo, pero lo cierto es que los hombres y las mujeres, pese al artilugio, no habitamos de la misma manera los espacios públicos. Las mujeres aprendemos desde muy jóvenes que nuestra manera de transitar y habitar el espacio público debe ser en un estado de alerta permanente. Aprendemos a cambiar nuestros recorridos habituales para evitar a los pervertidos. Optamos por inventar cualquier excusa para no entrar a un ascensor con puros hombres. Modificamos nuestra forma de vestir en público para evitar miradas o toqueteos no deseados. Caminamos cruzando de vereda en vereda evitando posibles acosadores. En pocas, todas, alguna vez hemos querido ser invisibles.

El acoso callejero es una de las formas más generalizadas y naturalizadas de violencia contra la mujer y también una de las peores porque vulnera dos derechos humanos fundamentales: la libertad y la seguridad. Esta práctica genera muchos problemas en nosotras las mujeres, como la limitación de nuestra libertad, sufrimiento, dificultad de aceptación de una misma, confrontación con nuestra identidad, conflictos con nuestra sexualidad, por mencionar tan solo algunos.

Tal vez, en un mundo de fantasía, ser invisible sea lo máximo. Pero en este mundo real, las mujeres llevamos años luchando por todo lo contrario: por hacernos visibles, porque se escuche nuestra voz, por apropiarnos de nuestros cuerpos y reivindicar nuestra sexualidad, por ingresar en el espacio público con los mismos derechos que los hombres.

Por eso, la solución a este problema no pasa por hacernos invisibles, vestirnos de chiquillos todos los días, la solución pasa por visibilizarlo al máximo posible. Sin embargo, creo que sería muy egoísta pensar que esta es, una vez más, solo una lucha de las mujeres para las mujeres. Creo que es tarea de todos y de todas hablar sobre el acoso callejero, conocerlo y aprender a diferenciarlo de un halago, educar a los hijos, a los amigos, a los hermanos; difundir sus consecuencias para dejar de normalizarlo o minimizarlo, señalarlo, denunciarlo y sancionarlo.

Tal vez mi hijo se haya equivocado en su percepción de cuál superpoder sería mejor para mí, o simplemente, todavía no sabe que las mujeres fuimos invisibles por muchos años, y que ahora ninguna de nosotras está dispuesta a sacrificar nuestras alas de lucha y libertad.

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