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“Para qué se han hecho los años, así sean en paz”, es el primer verso de mi poema Para qué los años, aún inédito, que escribí en 1987. Y continúa: “cruzados y repetitorios con sus sargazos / día a día los vi crecer; eran los ogros / los carceleros desproporcionados del corazón. / Para qué obligarán a embarcarnos en su galera”. A veces me vuelvo a preguntar lo mismo: ¿Para qué?, ¿para qué este absurdo y desquiciado pasar del tiempo? Claro, sé que los suicidas resuelven el problema de raíz: se autoeliminan pensando en eliminar el duro peso con el que el tiempo, el insoportable hecho de existir, nos aplasta el alma y la ilusión de vivir. Pero el tiempo sigue ahí, y esa radical “solución” me ha parecido, siempre, la más triste de las desdichas: se supone que no hay remedio: pero, y aunque la vida pueda ser dura, siempre podemos hacer algo, por muy poco que sea: algo es mejor que nada.

2023 se acaba, y los que vamos acumulando años (bueno: no creo que todos, porque para eso se necesita un alto grado de autoconciencia y autorreflexividad, y no basta con sumar años: hay que sumar sabiduría, lo que es más oneroso) podemos sentir con más patencia el hecho de que el tiempo, los años, los meses, los días en su largo desfilar, están ahí siempre al día siguiente, como una nueva oportunidad, pero también están ahí recordándonos que, hagamos lo que hagamos, el tiempo devora todo, la nada acecha detrás del significado, el sentido se pierde porque el tiempo a nadie perdona y toda gloria se vuelve pasada, y se nivela todo en esta entropía de la existencia de la que, como todo en el universo, no podemos escapar.

Pero aquí recuerdo mis conversaciones con mi querido amigo Miguel Luis Yaksic Antezana, allá en los años 80, sobre los islotes de negentropía que son nuestras propias vidas. Miguel me hablaba de esta maravillosa idea (como tantas otras a él debidas en aquellos mis inolvidables años 20) para hacerme notar que la vida es un asombroso regalo que intenta parar, hasta donde puede, la tendencia universal de irnos hacia la nada. Y por eso hay que celebrar la vida y empujar su carro volador, por muy pesado que sea: la vida es el viaje y el vuelo, es la posibilidad de felicidad venciendo siempre a las sombras de la tristeza y el desánimo.

La vida vence a la muerte cada día que estamos vivos, y el saber que el año 2023 se acaba, y el hecho de poder decirlo, pero, sobre todo, de vivenciarlo, es una prueba del triunfo de la vida sobre todas las cosas, que, junto a la salud, son las dos bases absolutas que hacen posible todo lo demás.

Somos seres humanos, llenos de defectos y grandezas. Caemos, y algunos nos levantamos, nos equivocamos, y algunos aprendemos (o eso intentamos) aprender de nuestros yerros. La vida es la nueva oportunidad. Y ahora, con fe y coraje, esa oportunidad se llama “2024”. Confío en ser mejor, y, al igual que en mis versos añorados de 1987, “me he preguntado, en mi costumbre / si amaré mejor, si lo dejará el año”.

Pero todo 2024 es nuevo, y es pleno, listo para ser desplegado, florecido, esclarecido, fructificado y acrecentado. Depende de mí, de ti, de nosotros, el qué hacemos con este regalo. Sólo eso es el tiempo: lo que hacemos dentro de él, mientras tanto.

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