Había la posibilidad de vivir otras vidas, tomar otros caminos, recorrer otras sendas. Había siempre la posibilidad de decidir, de no estar aquí. Mas no lo hicimos: estamos aquí, y no hay nada más. Quizás es por alguna decisión en este largo e interminable “jardín de los senderos que se bifurcan”, en alguna encrucijada exacta, en ese pequeño instante de cambiar el rumbo de la vida, que estamos aquí, que escribo esto, que alguien lo lee en algún otro lugar que no puedo intuir, y que sólo puedo sentir como se siente un golpe de leve brisa.
La complejidad cósmica de Borges me es ajena, porque no soy él, porque pertenezco a una de las generaciones que, aunque admirándolo hasta los huesos, caímos con fuerza en un mundo más simple, menos inescrutable, más existencialista y vital, pero no por eso menos trascendental. Las cosas son menos heroicas, menos héroes, menos muertes predestinadas por el laberinto de la guerra y la recóndita predestinación. De alguna manera, somos hijos de la larga paz, y aunque la violencia nunca se haya desvanecido a nuestro alrededor, disfrutamos de infancias, juventudes y lo que viene después, sea como se llame, en paz. Aunque no en calma, no en la calma del corazón, que sigue siendo la calma de un mar embravecido, del “intento eludir la primavera”, y el “apura el paso, que ella ya viene, amigo”. La primavera del 89…
Y aunque las coyunturas vienen y van, y viejos temores reaparecen, quizás con menos fuerza, quizás con más, y un tirano habla de paz mientras siembra la guerra, y cuando otro habla de estar bien, pero vamos mal, a pesar de todo eso y las dificultades de un mundo que no se sabe a dónde va, la maravilla puede despertarse cada día en una humilde respiración, en el color del aire, en el brillo de una mirada recordada, en el sol temblando entre las espigas del trigo. En una planta recién brotada, en la llegada de la primavera como viento nuevo que refresca el alma.
Acaba agosto, eso es todo. Pero, por alguna razón que no me atrevo a considerar, comienza todo, una vez más. Como siempre, como nada, en el “Pabellón de la Límpida Soledad”. Salir y caminar, ver el sol caer, encontrarse al atardecer, por casualidad, encontrarse con uno mismo, y volver a empezar.
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