Por Abril Ariñez Hernández para Guardiana (Bolivia)
Julia carga sobre sus espaldas los 80 años que cumplió el 3 de diciembre del año pasado. Nació en 1942 y tuvo cuatro hijos que terminó criando sola. Su historia se remonta a un Arcamayo en la frontera de Bolivia con Perú, donde vivió hasta sus 13 años porque un día puso algo de ropa en una pequeña bolsa y dejó su hogar para ir a trabajar cuando apenas había dejado de ser una niña para convertirse en una adolescente. No había otra. En su hogar los problemas económicos menudeaban y mientras sus hermanos varones tenían derecho a ir a la escuela, para ella ese camino estaba lleno de piedras por ser mujer.
Se trasladó a Sucre, Potosí y luego a La Paz, ciudades en las que durante 10 años trabajó de todo, desde la limpieza de hogares y restaurantes hasta buscando oro en el río Mapiri. A sus 23 años, Julia se mudó a Cochabamba y conoció a un coronel de la Policía para el que trabajó como asistente. Él le llevaba a ella con 15 años.
El coronel la invitaba a pasear y ella accedía siempre acompañada de sus tres amigas: Chambi, Costita y Lira. Un día, mientras paseaban, él le declaró su amor y le pidió que vivieran juntos.
Poco tiempo después Julia se casó con el policía. La había convencido de cuán urgente era para él que ella lo atendiera. Una vez casada, dejó de ver a sus amigas y se mudó a una casa recién comprada. Durante unos años, Julia cumplió los caprichos del coronel: despertaba a las seis cada mañana para lavar su ropa, plancharla y guardarla, limpiaba su casa y cocinaba. Luego le esperaba a medio día con la comida lista sobre la mesa.
Unos años después, el matrimonio de Julia entró en decadencia. Su esposo salía constantemente a beber con sus amigos y poco a poco se sumergió en el alcohol, a tal magnitud de que después de un año fue dado de baja en la Policía.
Sin dinero y con dos hijos, Julia decidió dejar al ya expolicía y marcharse a Oruro, donde trabajó en una pensión lavando platos durante tres meses, hasta que la dueña, sin pagarle el sueldo, la echó a la calle en pleno invierno.
"Una semana así he caminado, durmiendo en la calle, grave he sufrido", relata. Durante dos semanas no encontró trabajo, y como ya no tenían qué comer, se vio en la necesidad de vender todo lo que tenía. "Mis camitas he vendido, mis polleritas he vendido, su ropita de mis hijos he vendido".
Unos días después, Julia se enteró de que la pensión "Bar Quinto Gallo Farsante" requería personal. Pero no la contrataron; aunque sí le dijeron que la llamarían si en algún momento la necesitaban.
Desde entonces, Julia se aproximó a la pensión con sus hijos todos los días, ahí lavaba platos y pelaba papa para la señora, y aunque no recibía ningún sueldo, le bastaba con la comida que le invitaban en el trabajo. Después de un mes, ocupó el puesto de una cocinera que dejó el trabajo. Se quedó ahí dos años hasta que conoció a su nueva pareja. Se llamaba Juan.
Juan era un hombre que frecuentaba la pensión y con quien durante un año sólo intercambió miradas. Luego empezó a visitarla por las tardes. Ella cuenta que lo amenazaba con arrojarle piedras. Al final, un día él se la "robó" y se la llevó a la mina Santa Marta.
A partir de entonces Julia, sus dos hijos y su nueva pareja vivieron juntos. Después de un año tuvieron un hijo. Para sostener a su familia, ambos se dedicaron a trabajar en campamentos mineros. Juan era minero y Julia trabajaba de palliri.
Cuando regresaba a su casa, Julia debía cocinar para sus tres hijos y su esposo, quien en pocas ocasiones le entregaba unos cuantos kilos de verduras y hortalizas. Jamás vio el resultado del esfuerzo de su esposo en billetes, ya que para ella, él nunca sacaba el sueldo.
“Yo siempre de donde sea iba a traer, cocinaba, cocinado esperaba pues. Ya después me ha visto mucho ya también, yo no más quería que ponga (dinero), él ya no, por eso ya no me daba plata, sabía él que yo tengo plata, que yo lavando voy a ganar y traigo toda cosa, eso no más ya quería pues”.
Cuenta Julia sobre los ingresos económicos de su hogar
Cinco años después, con el dinero que Julia había ahorrado lavando ropa, compró un terreno en el Chapare que les ofreció su cuñado. Poco tiempo después se fueron allá.
Cuando llegaron al Chapare, Julia acababa de tener a su cuarta hija. Quedó delicada del último embarazo y mientras se reponía y cuidaba a su bebé, su concuñada la insultaba: “Pachamama, no haces nada en la casa, te vas a podrir”, es una de las frases que Julia recuerda de ella.
Sin dinero y con el impedimento físico tras tener a su bebé, Julia y sus niños no tenían para comer. “Arriba ellos están comiendo pan con queso, nosotros estamos abajo, por la rendija están haciendo caer, así pedazos, de pan, queso harto, a propósito sus hijos lo hacían caer y mis hijitos ahí abajo se recogían ahí, recogiéndose se comían”, cuenta Julia con tristeza.
Llena de rabia y con lágrimas de impotencia, Julia se enfrentó a su esposo: “Mirá, no tengo nada para cocinar, ni para hacerte esperar siquiera. Por qué no vas de peón a cualquier parte. Unos dos días aunque sea trabajá, por pulpería, por chuño, por papa, andá a trabajar, eso yo voy a cocinar”.
Ese día Juan llegó con saquillos de papa, harina y arroz, esa fue una de las pocas ocasiones en las que Julia recuerda haber recibido la ayuda de su esposo. “Ni para la escuela me ha ayudado, ni un cuaderno, ni un lápiz ha comprado él. Yo le decía a él: 'Comprale siquiera un cuaderno, un cuaderno para tu hijo, mirá no tiene zapato, mirá no tiene pantalón, ni uniforme'”.
No fue hasta después de 15 años que finalmente Julia se separó. Además de hacer pasar hambre a su familia y no apoyar con dinero ni para la educación de las y los niños, él era mujeriego.
“¡Déjame! Si esa mujer te gusta, cásate mañana mismo, nunca te voy a decir: '¡Ay mi marido! ¿Por qué mi marido?'. Yo no, nunca. Dile que soy tu hermana o dile que soy tu tía o dile que soy tu prima y preséntame. Yo nunca te voy a decir nada. Nunca me voy a poner celosa yo de vos. Ni me voy a soñar que tú eres mi esposo. Ándate, pero ándate, déjame, con mis wawas yo voy a estar no más”, le dijo Julia cuando descubrió que su esposo salía con otra mujer, pero al final fue ella quien decidió dejarlo.
Se trasladó a Cochabamba con sus dos hijas mujeres, con quienes vivía en un pequeño cuarto en alquiler sobre la avenida Beijing. Sus dos hijos varones muy jóvenes tuvieron hijos, por lo que dejaron a su madre y se dedicaron a trabajar para sostener a sus familias.
De los cuatro hijos que tuvo Julia, sólo la menor terminó la escuela y luego se convirtió en maestra. Julia la apoyó económicamente durante la escuela; pero luego dejó de hacerlo. Fue su hija quien trabajó para pagarse sola toda su carrera.
Actualmente Julia vive con sus dos hijas y tres nietas. Trabaja de martes a domingo vendiendo tostado de macarrón en el surtidor “Chiquicollo” y algunos fines de semana en el monumento del Cristo de la Concordia. Sus hijos varones la visitan frecuentemente.
Julia confiesa que estando sola es más feliz. Ella gana su propio dinero.
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