Durante muchos años me he dedicado a pensar y escribir sobre la cultura. Recuerdo que a fines de los años 80, en el entorno de la Carrera de Sociología de la Universidad Mayor de San Simón, éramos varios los que demandábamos la creación no solo de la materia “sociología de la cultura”, sino que pedíamos cambiar el área de investigaciones referida a la “ideología” (con su fuerte impronta marxista, según la cual la ideología sólo era una distorsión de la realidad social y económica), por un área llamada de “cultura”. Eso se consiguió pronto, porque la década de los 90 era una década especialmente culturalista: parecía que habíamos descubierto la panacea: basta de desarrollo a secas, había que pensar en el desarrollo humano. Basta de un Estado interesado sólo en la economía y la política: la cultura, pensábamos, era el remedio universal para todos los males. Basta de políticas sordas y desarrollistas: había que implementar, más bien, políticas culturales.
No es que hoy haya dejado de creer en la cultura, a pesar de lo ambigua, difusa y contradictoria que es como noción. Lo que pasa es que trato de tener una comprensión más profunda, y fundamentalmente, más crítica y desautomatizante, de lo que la cultura es, si es que existe. No voy a referirme aquí a esta categoría porque no es mi objetivo.
Voy a ocuparme de algo más concreto: la administración pública de la cultura, que de pronto cobra relevancia porque el actual Gobierno decidió cerrar su ministerio, al que se le había dado el nombre, aún más culturalista, de Ministerio de Culturas, así tomadas en plural, como acto reivindicativo de la diversidad. Si bien como ministerio fue novedoso, el uso en plural del sustantivo ‘cultura’ es otra herencia de los 90 y claro, de los regímenes neoliberales: en 1994 se sustituyó el antiguo Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, por el Ministerio de Educación y Culturas. Sí, reivindicación política, pero también un uso retórico interesado.
Creado el 8 de febrero de 2009, el Ministerio de Culturas y Turismo (¿por qué se supuso que el turismo debe de ir junto a la cultura?), tuvo como cualquier empresa humana, sus luces y sombras. Un acierto para los defensores de la cultura fue, justamente, el separarla de todo otro asunto de Estado y tener ministerio propio. En gobiernos anteriores, ya sea como institutos, secretarías o viceministerios, la cultura estuvo junto a los deportes, la educación, la juventud, la instrucción pública, y aún más, junto al desarrollo humano y a principios del siglo XX, junto al desarrollo económico “promoviendo programas de productividad y competitividad en los sectores de industria, comercio, turismo y microempresa”, como rezaba la Ley LOPE de 2003.
Luego la cultura volvió estar junto a la educación, según la Ley LOPE de 2006. Y en 2009 se separó porque se creó, no por vez primera (ese honor le corresponde a Barrientos), de cualquier otra cartera de Estado, para hacer su carpa propia. Hasta ahora que volvió a su viejo redil: la educación.
Años atrás hubiera reclamado que la cultura sea equiparada a la educación… quizás porque pensaba que como la cultura no hay, y la educación no es más que… algo así como un subproducto de la cultura. En fin, los seres humanos tendemos a creer, a opinar lo que sea, y creemos que nuestras opiniones son las únicas válidas por el solo hecho de que representan “grandes ideales”.
El problema de eso no es tener ideales, sino suponer que los ideales que tenemos son los únicos ciertos, precisos y necesarios. Es decir, son otra versión de los prejuicios y fanatismos, que nos constituyen tan profundamente como seres humanos: la expresión de deseos y fantasías, más que de realidades.
Hoy pienso que la cultura, si es que existe (cada vez tengo más dudas sobre su existencia, pero eso es otro tema), se ve fortalecida, justamente, gracias a la educación. Por ejemplo, doy clases de historia y teoría del arte. La gran mayoría de los estudiantes bolivianos apenas tiene una mínima formación de su sensibilidad artística o si prefieren, estética (otros términos duros de usar). El viejo asunto del “juicio estético” y los gustos “culturales”. A las personas les gusta o disgusta algo por causas complejas, pero diré aquí que es el resultado de sus propios procesos psíquicos, tanto como de su inserción en el seno de relaciones sociales que las condicionan a gustar de una cosa y detestar a otra. Así, tendemos a ser más bien cerrados de gustos, fijados en preferencias decididas de una vez y para siempre, justamente porque eso nos da una suerte de “bienestar” que en el fondo esconde un malestar.
Pues bien, es a través de la educación que es posible cambiar, modular, matizar, acrecentar los gustos, las sensibilidades, las predisposiciones anímicas, la apertura mental y psíquica, la actitud ante la vida. Es decir, si la educación es un cultivo de personas, estas personas luego florecerán y se les abrirá un mundo lleno de nuevas y emocionantes posibilidades intelectuales, afectivas, simbólicas y existenciales.
Ahora vuelvo a un análisis más bien realista de lo que el Estado boliviano es, como ya se decía en el siglo XIX, una fuente infinita de cargos y prebendas, y también una gran máquina burocrática. Está lleno de trabas, papeles, procedimientos, sellos, firmas, papeleos, documentos, ascensos y jerarquías no merecidas, obstáculos, requisitos, trampas legalistas, estrecheces de mente, falta de pensamiento humanista y ecologista, etc. También es algo muy parecido a las estructuras mafiosas: un espacio donde se juegan intereses personales y de grupo a nombre de la democracia, el pueblo, el “bien común” o cualquier otra entelequia así.
Entonces ¿qué era realmente el Ministerio de Culturas? Pues eso: una pieza más de la burocracia de Estado, pero peor aún, una pieza que pretendía legitimar un orden de creencias que, por muy bien intencionado que fuera, se imponía a la manera de lo que Althusser llamaba un “aparato ideológico de Estado”, una versión de lo que realmente importa: un “aparato represivo de Estado”. Suena muy duro decirlo así, pero al pan, pan, y al vino, vino: ¿Qué otra cosa es suponer que al racismo se lo combate con una mayor penalización, donde cualquier cosa que alguien diga puede ser sospechosa de ser racista? ¿No será mejor educar?
Fue bastante sorprendente, por ejemplo, que el Ministerio de Culturas creara el más importante premio a la actividad artística y cultural de Bolivia, lo cual puede ser positivo, siempre y cuando creamos en los premios y distinciones como la mejor manera de promover las artes. Solo que ese premio, pudiendo honrar la memoria de grandes artistas, escritores, intelectuales o lo que sea que llamemos a los “hombres y mujeres de la cultura”, no lo hizo. Podía haber sido el Premio Marina Núñez del Prado, María Luisa Pacheco, Cecilio Guzmán de Rojas, Hilda Mundy, Walter Solón, Jorge Ruiz, Nataniel Aguirre, Walter Terrazas, tanto como Teresa Gisbert, Mauro Núñez o el gran olvidado Felipe V. Rivera (cuyo aporte a la cultura boliviana es inmenso). Y puestos a elegir, también podría haber sido Franz Tamayo y mejor aún, Alcides Arguedas.
Pero no fue así, y el premio se llamó Eduardo Abaroa, con el adjetivo de “plurinacional”, y fue creado mediante el DS N° 859 del 29 de abril de 2011, con el objeto de “promover y fortalecer la educación cívico patriótica, y realzar el fervor patrio de todas las bolivianas y los bolivianos sobre el derecho a la reivindicación marítima”.
Además, sus dineros provenían del “Fondo de Fomento a la Educación Cívico Patriótica”, con lo cual se termina de entender lo que este premio significa: un culto ultranacionalista del patriotismo y el civismo, a través del “fervor patrio” que nos lleva a anhelar el mar perdido por encima de nuestras vidas. Todo eso tiene un resabio a otros tiempos, especialmente el de las dictaduras militares, cuando el culto a los héroes patrios y el grito de “recuperemos nuestro mar” eran inoculados en las cabezas de los escolares bolivianos.
No tengo nada en contra de la memoria de don Eduardo Abaroa, inútilmente inmolado en Calama en ese triste año de 1879. El punto es que la imagen de Abaroa ha sido utilizada justamente por políticos ultranacionalistas, y no ayuda mucho vincular el “fomento cívico y patriótico”, o frases así, con la obligación que tiene todo Estado moderno de promover y desarrollar la cultura de sus ciudadanos.
Bueno, y ni qué decir del Dakar… la iniciativa estrella de un Ministerio de Culturas y Turismo, que rebajó su papel al de un mero organizador de espectáculos, como ya lo había dicho en otra parte: panem et circenses. Que a la gente le emocionaba ver pasar el Dakar, es un hecho, y le emocionaba aún más la fantasía colectiva de que Bolivia ganaría los primeros premios, es un hecho mayor. Pero ¿para eso sirve un ministerio de cultura? ¿En algún lugar del mundo se considera a los ministerios de cultura como los organizadores de este tipo de espectáculos? y que además gastan ingentes cantidades de dinero, de espectáculos deportivos que se sabe, han sido duramente criticados por sus graves efectos no sólo sobre las poblaciones locales (repitiendo los viejos exotismos europeos de la tierra de salvajes por donde pasan los nobles con sus diversiones de niños ricos), sino especialmente por las nefastas consecuencias ambientales que han producido por donde el Dakar pasó.
El ministerio fue mucho más, por supuesto, pero aquí me detengo solo en estos dos ejemplos, que bastan para considerarlo como lo que realmente fue: un sector estratégico del gobierno para llevar adelante políticas demagógicas.
Bien, ahora muchos artistas reclaman ante el gobierno porque éste decidió cerrar un ministerio por causa de los “gastos absurdos” que implicaba. No conozco qué significan para el gobierno de Añez esos “gastos absurdos”; pero si se refiere a una idea de la cultura según la cual aumentar la burocracia ministerial, y gastar dinero como, se dice, el emperador romano repartía pan a las graderías del Circus Maximus, entonces creo que sí, que eran gastos más que absurdos.
Digo de paso que hay otro problema en el asunto cultural del Estado boliviano: la costumbre de los artistas al paternalismo estatal, a la idea de que ellos merecen ser pagados y atendidos siempre, hagan lo que hagan o no hagan. Pero de este paternalismo exigido hablaré en algún otro momento.
El retorno de la administración cultural del Estado boliviano al Ministerio de Educación puede ser una gran idea, siempre y cuando la administración de la educación/cultura sea, también, de grandes miras, de altos vuelos. No sé si eso será posible, más aún en un momento de desconcierto provocado por la pandemia de Covid-19. Y sabemos que la educación boliviana es muy deficiente, a pesar de que no todo está perdido. Con el tiempo lo sabremos…pero hago votos de que por una vez, educación y cultura sean un tándem fructífero para tiempos mejores, para lograr un día mejores cosechas humanas.
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