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Antes, dicen, la humanidad no sabía leer ni escribir. Vivía en las penumbras de la ignorancia. Pero, apareció de tierras lejanas un príncipe fenicio, Cadmo, en búsqueda de una hermana que había sido raptada (por el lujurioso Zeus) y guardaba el conocimiento secreto de la escritura que sí dominaba su pueblo.

Cadmo iba buscando a la hermana por praderas, riscos, bosques y no la hallaba. Ahí donde era una búsqueda vana, iba escribiendo sobre cualquier superficie: “Europa no está aquí. No la busquéis más”. Así, cortezas de árboles, peñones, caparazones de tortugas, se iban llenando de sus textos. Y la humanidad, nada más ver, aprendió a escribir. Consultando al oráculo, se le reveló que no hallaría jamás a la hermana, por lo que aceptó el ofrecimiento de Tebas, un pueblo griego, para casarse con la hija del rey. Muerto este, Cadmo se coronó como nuevo soberano. Tan contentos estaban los tebanos de tener un rey ilustrado, que rebautizaron a su polis como ‘ciudad cadmea’. La palabra “academia” tiene esta raíz, de Cadmo. Así, la antigüedad honraba a los maestros. Los suponían de estirpe regia, unos seres privilegiados que arrancaban a sus discípulos de las tinieblas de la ignorancia.

En esa línea, un franco-argelino, Jacques Derrida, en sus reflexiones, dice que “profesor” no es un trabajo cualquiera. “Profesor”, dice, viene de la palabra “profesar”. O sea, que un profesor es ¡un profeta! Sí, padres y madres de familia, que ‘bullyinean’ al profesor, a la profesora, ellos profesan un antiguo oficio que antes lo ejercían los sacerdotes y a veces sacerdotisas. De hecho, el autor de la letra y música del Himno al Maestro, parece tener en mente a un heleno coronado por una rama simbólica: “Mil coronas de lauros le ciñen esa frente repleta de ideal”.

Hoy, desacralizado todo, la profesión de profesor,  en la jerarquía social, no conlleva un estatus social reconocido, ni material ni simbólicamente. A eso se añade que mayormente es una profesión feminizada, en una suerte de extensión del cuidado de la familia.

Hace décadas, ser profesor significaba ser merecedor de respeto y hasta temor de parte de los alumnos y padres de familia. El profesorado caminaba con la cabeza erguida, el paso firme. Cuando hablaba, lo hacía con una dicción tan perfecta, tan gramatical, que claramente se distinguía en su dictado “vaca” de “boca”. Bueno, desde ya, había deplorables ejemplos de mal profesorado.

Hoy, por lo que se ve, el profesor es tan vapuleado que ni se atreve a reprobar a sus estudiantes, ni a llamarles la atención. Peor, si se trata de educación primaria, donde mayormente el profesorado lo conforman las mujeres. Las madres (sobre todo ellas) conforman un comité de vigilancia, de espionaje, de control. La maestra se atreve con una tarea e inmediatamente le caen docenas de mensajes en su WhatsApp, pidiendo explicaciones acerca de qué tarea es, cómo hay que hacer, para cuándo, como si sus hijos no hubieran asistido a clases ni se hubieran enterado de nada. En tiempos pretéritos, pobres de nosotros que no supiéramos en qué consistía la tarea. Así nos iba.

Esa herramienta llamada WhatsApp también sirve para que los padres y madres se organicen para hostigar a los profesores en manada, para hacer circular entre ellos sus quejas e insatisfacción por la labor docente, tanto si se enseña dando muchas tareas como si se lo hace dando pocas.

Ese desencuentro entre padres de familia y maestros se me antoja como un matrimonio mal avenido o directamente divorciado en malos términos, donde sale victorioso (en el corto plazo) un hijo que es exigente aquí y allá. Si al estudiante no le apetece estudiar y esforzarse, tiene el respaldo de sus padres, que incluso pueden ir a plantar cara a la dirección del colegio.

Con un profesor con baja autoestima, limitado en su accionar, amenazado por su director e instancias superiores, se tiene un estudiante que sigue lo que es nuestra naturaleza humana, que es realizar el menor esfuerzo posible. Lo más preocupante es que el actual sistema educativo ya no exige literatura universal, historia universal, o sea, los pilares de la cultura que nos conecta con  otros.

Hace muchos años ya no se aplica mediciones de la calidad de la educación. El anterior régimen lo prohibió totalmente. De aplicarse, los estudiantes bolivianos se situarían en posiciones francamente preocupantes.

Hace años, Perú aplicó al PISA (en inglés, Programa Internacional de Evaluación de los Alumnos), y se ubicó en el último lugar de Sudamérica. Fue un escándalo. Finalmente, los peruanos respiraron y dijeron que, al menos, ya sabían dónde estaban situados, para, a partir de ello, implementar correctivos.

De aplicarse en nuestro país, no tengo dudas de que nos ubicaríamos al ras del tablero de posiciones. Con todos los cuestionamientos que se hace a este tipo de pruebas, los estudiantes verían que no es cosa de fastidiarlos al exigirles eso, estudio. Los padres tendrían que retroceder en su intromisión. Y, principalmente, los profesores tendrían que sincerarse con su profesión, tomar bríos para ser ellos los protagonistas y no los cenicientos.

Entre tanto, y no es cosa de esperar acciones de fuera, los profesores tienen que recordar que “profesan” una profesión, que su trabajo no termina al concluir el año escolar. No hicieron una mercancía para el mercado, lo que hicieron fue una reproducción social con seres humanos. Vaya, entonces, nuestras felicitaciones. Son tiempos difíciles para estos hijos del Maestro Cadmo, pero eligieron ser profetas. Y los profetas no viven en tiempos fáciles.

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