Vuelvo ahora a escribir para Guardiana, un medio digital al que le tengo una especial dilección, por su gran calidad periodística y por estar dirigido por una amiga de toda la vida: Amparo Canedo Guzmán, a quien (junto a otros compañeros de colegio que me venían a visitar), ni bien llegado a Cochabamba cuando tenía 12 años, solía evitar escondiéndome entre las plantas de maíz de la primera casa donde viví en esta ciudad, allá en el Temporal de Cala Cala.
Los maizales, los choclales no son solo mero rendimiento económico y producción de alimentos: son mucho más. En realidad, son uno de los sustratos fundamentales de lo que somos, de nuestra experiencia vital, de nuestras más profundas razones de ser, y por eso atentar contra el maíz es atentar contra los bolivianos.
El año 2013 tuve la satisfacción de participar como autor en el libro Mahís. Biodiversidad y cultura, que fue encomendado y editado por el Instituto Nacional de Tecnología Alimentaria (INTA), la Subsecretaría de Políticas Alimentarias y el Programa Pro Huerta, del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, Gobierno de la República Argentina. Fuimos cinco autores, tres argentinos (Guadalupe Abdo, Mario César Bonillo y Valeria Alejandra Hamity), y dos bolivianos: tuve la alegría de compartir un ensayo sobre el maíz con mi hermano Radek, la primera vez en la que escribíamos juntos. Me sorprende que, aunque ambos habíamos compartido nuestro interés por escribir sobre la música, las artes y la cultura, esa vez lo hiciéramos sobre esa maravillosa planta que nos alimenta a los americanos desde hace milenios: el zea mays, y como la llamé esa vez, “la planta del sol”: el maíz.
Traigo a colación aquel libro por la actualidad que cobra la defensa de nuestras plantas y cultivos, de nuestra extraordinaria herencia biocultural, fruto de siglos y siglos de dedicación y perseverancia humanas. La reciente aprobación del Decreto Supremo 4232 del 7 de mayo de 2020, cuyo artículo único dispone que el Comité Nacional de Bioseguridad deberá “establecer procedimientos abreviados” para permitir que plantas de maíz, caña de azúcar, algodón, trigo y soya “genéticamente modificados”, se destinen “al abastecimiento del consumo interno y comercialización externa”. Si bien las puertas para la legalización de los transgénicos en Bolivia nunca se cerraron con candado, este decreto simplemente abre las puertas de par en par para uno más de los grandes desastres contemporáneos: el daño ambiental y sanitario que provocan los cultivos transgénicos, y la irremisible pérdida del patrimonio biocultural de la humanidad.
En este sentido, el nuevo gobierno del Movimiento Demócrata Social continúa lo que ya los anteriores gobiernos del MAS habían posibilitado: la “regulación”, importación o producción de semillas “genéticamente modificadas”, es decir, dar vía libre al ingreso de los transgénicos en Bolivia.
Por si fuera poco, la Ley de la Revolución Productiva Comunitaria Agropecuaria del 26 de junio de 2011, es ambigua: protege “el patrimonio genético del país”, pero al mismo permite “la producción, importación y comercialización de productos genéticamente modificados”.
Ya para 2015, el gobierno del MAS, al reglamentar dicha ley a través del Decreto Supremo 2452 del 15 de julio, permitía que se produzcan alimentos transgénicos “en el ámbito nacional”, además de los importados. Peor aún: la Constitución Política del Estado también se contradice: el Art.° 255 II.8. prohíbe la “importación, producción y comercialización de organismos genéticamente modificados”, ¡pero en el Art.° 409 los permite, vía su “regulación por ley”! Como podemos ver, el mundo de la política boliviana está muy distante de lo razonable, por no decir de lo justo e insobornable, en relación a nuestras amenazadas plantas milenarias.
Todos los organismos vivos, fruto de millones de años de evolución, y las especies y razas improntadas, fruto de miles de años de domesticación y selección genética humanamente hechas, merecen la mayor de las protecciones, en un mundo que está viviendo tragedias como la pandemia de Covid-19, y que se debate hace décadas en la marcha acelerada hacia la devastación por causa también humana.
La defensa de nuestras múltiples variedades de maíz, así, es un imperativo de nuestra época. Ya lo sabía el gran boliviano que fue Martín Cárdenas, cuyos estudios sobre las variedades de maíces que poseemos en Bolivia, resuenan aún hoy por todo el mundo de las ciencias botánicas. Por todo eso, a continuación, y como homenaje a nuestros humildes y magníficos choclos, copio aquí fragmentos de aquel ensayo, que luego de varios años, siguen teniendo vigencia.
“Maíz, planta del sol, plantada en mi casa, plantada en mi infancia, maizales en los que viví y en los que me perdí. Como en la vieja casa, crecen por toda América Latina las plantas altivas del maíz: las veo, las vi, comí de sus frutos, como tú, como él, como todos nosotros. Y de tan común este comer, esta fiesta anual que llega con las lluvias y el verdor de la tierra, que pocas preguntas me hice sobre sus dorados granos. Pero el maíz fluye en mi sangre, y hablar de él es hablar de mi identidad, de mí mismo, de nosotros, fundamentalmente de lo que somos. Aquí empiezo por esto un homenaje a su nutricia luz, a sus granos de día, a su felicidad anual y sencilla: granitos que hacen un universo, el universo que sin maíz no sería nunca más el mismo. Universo donde la naturaleza y los hombres se unen y se comunican, se sirven, se quieren. Pero también y lamentablemente, como fruto del poder y los negocios, se hieren.
Maíz, ma-hís, mays, mais. La palabra viene, como tantas otras, de la manera en que los taínos nombraban las cosas a la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. En tierras caribeñas se pronunciaba la h aspirada, diciendo majís, manera de decir que se olvidaría para que en toda América española se le diga, ya para siempre, maíz. Pero no es su único nombre. Conviven los apelativos indígenas con los europeos: choclo, tsiri, elote, tlayoli, jojoto, abatí, altoverde, capiá, caucha, cuatequil, malajo, borona, millo, canguil, guate, malajo, ñara, sajra, sara…y sin embargo, nombres hay más y siguen.
También, como a las personas, en América indígena se nombraron y nombran las variedades y las partes de las plantas de maíz, con una interminable lista de nombres precisos y decisivos. El gran botánico Martín Cárdenas, de Cochabamba, se dedicó a conocer las razas que se registran sólo en Bolivia: pura, pisankalla, uchuquilla, paru, huaca songo, chuspillo (el maíz para tostado), kulli (el famoso maíz cárdeno que sirve para hacer chicha morada y api morado), checchi, hualtaco, kellu, karapampa, perla, argentino, chake-sara, aisuma, confite puneño y así muchas otras, como la paltahualcutacu, y el paca-sara o maíz oculto, aparición del antiguo maíz tunicado, con los granos en vainas, y considerado un amuleto mágico contra las enfermedades. Hay en el mundo, registradas más de 250 razas de maíz. Todas clases de maíces de colores, de granos harinosos o duros, de mazorcas grandes o chicas, de sabores dulces, de diferentes preparaciones, de magias únicas. Las mazorcas pueden medir desde 10 centímetros hasta unos 60, con granos pequeños o muy grandes. Las plantas pueden medir desde menos de un metro hasta casi cuatro, y tener más hojas, y si la mayoría produce una sola mazorca, las hay que engendran dos o tres. Tanta variación se debe a la mediación de los pueblos americanos, que ha acumulado semillas y variedades a lo largo de milenios de cultivación, observación, selección, inteligencia agricultora.
Las sutilezas de la sabiduría indígena sobre el maíz y sus atributos y partes son interminables. Veamos, solamente, una muestra de palabras náhuatl para designar estos pormenores. La palomita de maíz es achipotsaselotl; el maíz rojo, achichilyauitl. La hoja de maíz, llamada chala en quechua, es elosauatl. La mazorca es elotl o elote, pero el corazón del maíz es olotl, u olote, la qoronta quechua, el marlo. Senkoltl el maíz podrido; masentli, sentli o sintli la mazorca de maíz, seca y curada. Tlaolli son los granos secos y desgranados. La flor del maíz es xiloxochitl; y el maíz multicolor, xochisentli. Pero si es blanco, entonces es xonotli. Las pelusas o cabellos de la mazorca se llaman xolotsontli, y phuñi en quechua. La caña de maíz, ouatl, y la flor de la caña o espiga de maíz, es miauatl. Isktl, o esquite, el maíz tostado: la cancha del Perú. El maíz azul, senyauitl, y el amarillo, kostisentli. ¿Para qué tanto nombrar? Para construir con precisión quirúrgica un conocimiento milenario sobre el maíz. Una devoción, sí, pero también una ciencia clasificatoria de enorme calidad y sofisticación.
No podemos, sin embargo, olvidar lo que ha enfatizado un estudioso como Arturo Warman sobre el maíz y los vegetales domesticados en Latinoamérica: “las plantas americanas son una fuente potencial de gran salud, pero también de gran pobreza, miseria y explotación”. Y esto es así, porque nuestras plantas, con su riqueza genética y alimenticia, han posibilitado el surgimiento del capitalismo mundial, el mercantilismo y las guerras. Con el correr de los siglos, el maíz se convirtió en engranaje fundamental de la maquinaria del capitalismo. Así lo recuenta Arturo Warman. En África, por ejemplo, el maíz fue el alimento básico para cientos de miles de trabajadores temporales contratados para las empresas extractivistas asentadas en África. El maíz era la ración de estos trabajadores esclavizados por los negocios coloniales; pero también fue una salvación, ya que estos obreros temporales, al retornar a sus pueblos, traían consigo el gusto por el maíz, y empezaban a cultivarlo. Doble ser del maíz: herramienta de los poderosos, pero también amigo de los desposeídos.
La alta productividad del maíz y su potencialidad alimenticia permitieron que este grano fuera cultivado cada vez más a grandes escalas en los países más desarrollados del mundo. Alimento para la gran masa del pueblo como también forraje para animales, el maíz pasó de ser la cultura refinada y mística de los pueblos americanos, a ser una mercancía de producción industrial. En el siglo XX, la experimentación con semillas híbridas y nuevos sistemas de cultivo, permitieron aumentar aún más el rendimiento agrícola del maíz. Poco a poco, este grano se convirtió en una industria de múltiples aplicaciones. Para el siglo XXI, hay más de 3500 derivados industriales del maíz: desde jabones, cosméticos, lociones, geles, hasta copos de maíz, margarina, aceite de cocina, harinas, edulcorantes, almíbares, o el café instantáneo que tiene maltodextrina, producto derivado del maíz. Las pastas de dientes tienen sorbitol líquido; las cremas para lustrar zapatos tienen derivados del maíz. El yeso industrial para tabiques lleva sustancias del maíz; la cola para los empapelados. Piezas de los automóviles, como los neumáticos, las bujías y las cabezas de los cilindros tienen algo de maíz. También las baterías eléctricas. Hay papeles en base al maíz, ceras, tizas, adhesivos, cartones, tintas, tejidos para algunas telas. Comemos productos de maíz en las verduras en conserva, en salsas preparadas como la mostaza, la mayonesa, el kétchup. Pero también hay derivados del maíz en muchos tipos de antibióticos. Las cápsulas y tabletas de analgésicos están recubiertas con almidón de maíz. Las golosinas, las alfombras, los pañales desechables, los detergentes, las películas de fotografía y de cine. Derivados de maíz por todas partes. Mercancías, consumos, mercados globales que giran en torno a esta enorme industrialización.
Pero el maíz, alimento y compañía de milenios, planta sagrada de los indígenas, empieza a convertirse en un mal para los hombres y la naturaleza, y se reduce a ser un gran negocio. Esto tiene su raíz en la lógica capitalista del cultivo de maíz en Estados Unidos.
Concentrada la producción maicera en empresas grandes, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos apoyó la industrialización de los cultivos de maíz y la fabricación de razas híbridas. En 1926, se patentó la primera semilla híbrida de maíz. Desde los años 30, el llamado “corn belt” o cinturón de maíz norteamericano, empezó a sembrar estas variedades híbridas.
Para 1965, ya el 95% del maíz cultivado era híbrido. Esto permitía a la industria agrícola expandirse cada vez más, porque las semillas híbridas esconden su huella genética, y porque su vigor orgánico se pierde en la segunda generación, por lo que los cultivadores tienen que volver a comprar semillas anualmente.
Poco a poco y desde los años de 1970, las empresas familiares y locales de productores de maíz, fueron combatidas por las políticas favorables a la expansión de las grandes corporaciones agrícolas, auspiciada por el gobierno estadounidense. Muchas empresas farmacéuticas ingresaron al negocio del control de las semillas, las que eran consideradas como propiedad privada, gracias a las políticas de derechos de propiedad intelectual.
Estados Unidos llenó el mundo, a partir de mediados del siglo XX, con su maíz y sus semillas, arruinando a productores locales, ya sea en África subsahariana, en Filipinas o en México, la cuna del maíz. Pero es gracias a la fabricación de semillas transgénicas de maíz y la biotecnología, que desde los años de 1990 se engendra un temible avance en la depredación mundial del legado biológico, cultural y humano del maíz de los antiguos pueblos americanos.
La producción basada en subsidios del maíz norteamericano, está aplastando, por ejemplo, a los medianos y pequeños productores mexicanos, cuyos costos de producción no pueden competir con los costos y precios del maíz transgénico de Estados Unidos. Así, empresas como la compañía Monsanto se han adueñado, prácticamente, del mercado de México. Monsanto tenía, para el año 2000, un control sobre el 94 % de los campos sembrados con semillas transgénicas en el mundo, y continúa expandiendo su presencia. Monsanto vende sus semillas a costa de la herencia biológica local, y como son semillas de laboratorio, también vende sus propios herbicidas.
En los últimos años, otro gran negocio son los llamados “cultivos farmacéuticos”, donde al maíz se le introduce genes que sirven para que las corporaciones farmacéuticas obtengan sustancias modificadas para distintas enfermedades humanas. Sin embargo, esta poco ética actividad, implica un grave riesgo para la salud, ya que estos genes modificados pueden llegar, y de hecho ya llegaron, a la cadena alimenticia humana.
Por otra parte, el cultivo de plantas de maíz con genes alterados implica también una contaminación de los genes antiguos y cepas milenarias de las razas locales, y esto ya está ocurriendo en México, donde el peligro de la pérdida definitiva de la riqueza biológica del maíz, construida durante milenios de dedicación y esfuerzos amorosos por parte de los campesinos indígenas, es cada día más evidente: una plaga de genes transgénicos amenaza alterar no sólo a las plantas nobles de maíz, sino a la salud humana y toda la cadena trófica del equilibrio vital, conservado por miles de años en las tierras sembradas del mundo”.
Comparto aquí, desde las turbulentas horas de este País de Magonia, lo que escribí hace unos años, por el amor al maíz, también raíz de lo que somos, y que hoy puede estar más amenazado que nunca, si es que no nos crecen por dentro los largos tallos de la indignación y ascienden hacia lo alto las espigas de la defensa firme de nuestro maíz.
*Mauricio Sánchez es sociólogo, Magíster en Arte Latinoamericano y doctor en Historia.
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