Bolivia es un país cuyos habitantes siempre han tenido una gran capacidad para la insurrección. Llamados “revoluciones” antes de 1952, estos levantamientos populares ocurrieron una y otra vez, y en muchos casos lograron la deposición de presidentes, juntas de gobierno o dictadores. ¿Pueden ser considerados “golpes de Estado”? Literalmente sí, en la medida en que deponían violentamente un gobierno y, en su lugar, instauraban uno nuevo. Sin embargo, pocos llamarían a la insurrección popular del 9 de abril de 1952, conocida como la “revolución nacional del 52”, golpe de Estado, aunque de hecho, lo fue. ¿Por qué se le llama, entonces, la gran Revolución? Simplemente, por el peso de los discursos y los dogmas, y desde qué lado se nombran las revueltas sociales.
En efecto, los cambios de gobierno “no democráticos”, por decirlo de alguna manera, en Bolivia han tenido muchas formas de ejecución. Podemos llamarlos también: de facto, por la fuerza, por la imposición, por la “bota” militar, etc. No quiero decir aquí que golpes de Estado encabezados y mantenidos por generales de las Fuerzas Armadas bolivianas no sólo hayan existido, ni que hayan sido pacíficos ni incruentos: de hecho, lo fueron, y mucho. Pero el punto es que, desde la perspectiva de aquellos que o bien habían sido derrocados, o bien de los simpatizantes extranjeros del gobierno depuesto, nunca hubo problema de considerar estas asonadas como golpes de Estado.
Es decir: la expresión "golpe de Estado" está cargada de algo que podemos llamar denuncia, inculpación, reproches. Por eso en Bolivia, durante décadas, el ser “golpista” o favorecer a los golpistas siempre funcionó como uno más en una interminable cadena de insultos y estigmas de índole “política”. De ahí que discutir si un levantamiento popular en Bolivia fue o no fue un golpe, no es una discusión teórica: es, en último término, una legitimación ideológica.
Golpear al Estado sería, si abrimos el sentido del término, atacar y herir seriamente las instituciones democráticas, golpear el orden jurídico, zaherir la Constitución. Pero por ejemplo, muchos que ahora declaran furiosamente que en Bolivia hubo un golpe de Estado entre el 11 y el 12 de noviembre de este año, nunca alzaron la voz denunciando que hubo golpe el 28 de noviembre de 2017, cuando se declaró inconstitucional la propia Constitución, y se decidió que los resultados de un referéndum no tendrían validez, referéndum en el que había triunfado la opción “no” a la reelección continua por más de una vez, y a nombre de un supuesto “derecho humano” se decidió permitir a ciertos bolivianos el repostularse una y otra vez para presidente o vicepresidente, sin ninguna limitación. ¿Decidir algo así fue un golpe de Estado? Claro que sí, en la medida en que fue, como cualquier golpe, una imposición, un desconocimiento del orden jurídico, una “ruptura del hilo constitucional”. Pero esa vez, los que ahora alzan la voz clamando democracia, no dijeron nada. ¿Mudez o aquiescencia?
El problema entonces no está en si hay o no hay golpes de Estado en Bolivia: está en quién alza la voz más fuerte, y aún más, en quién se expresa por los medios digitales de tan amplia difusión, para que, a través de estos gritos, pueda obligar a los “golpistas” a dar marcha atrás. Pero estas reprobaciones, estas censuras, estos bramidos, por muy honestos que sean (que los hay), son, en realidad, imaginarios y fantasiosos, porque parten de una creencia básica: el gobierno anterior era, incontestablemente, democrático… y si no lo hubiera sido, no es la manera de derrocarlo: se trata, entonces, de cuidar las formas.
En el mundo moderno resulta muy embarazoso apoyar la violencia, encomiar los golpes de Estado, sean estos legítimos o no, como cuando se deben sacar del poder a regímenes tiránicos. No condenar los golpes de Estado es como confesar que uno está a favor de la violencia…y condenarlos, entonces, es aplacar la propia mala conciencia. Es quedar bien. Es tener oportunidad de demostrar cuán noble se es, cuán progresista.
A lo largo de la historia de América Latina, los derrocamientos sangrientos de gobiernos han sido muy comunes, y también han sido comunes las justificaciones discursivas de estos golpes. En muchos casos, los que respaldaban golpes de derecha, solían no tener empacho en declarar públicamente su apoyo, y su odio contra aquellos que el anterior gobierno representaba: obreros, campesinos, estudiantes universitarios, izquierdistas, sindicalistas, etc.
Esto era bastante común en el ciclo de golpes militares en el Cono Sur, por ejemplo, que se sucedieron a lo largo de casi tres décadas. Y no solo las declaraciones públicas eran agresivas: lo eran también los métodos de control de cualquier oposición al nuevo régimen: allanamientos, detenciones extrajudiciales, torturas, asesinatos y desapariciones fueron, tristemente, una pauta de acción de los que tomaban el poder a través de un golpe.
Sin embargo, y sin detrimento a las justas condenas de las flagrantes violaciones de los derechos humanos acaecidas en los gobiernos militares, las repulsas de los abusos de poder y de las violaciones de derechos humanos en manos de gobiernos civiles de izquierda no son frecuentes.
De alguna manera, parecería que se cree que hay violencias de Estado malas y buenas: las violencias malas y condenables provienen de la derecha, las violencias buenas y justificadas provienen de la izquierda. Otra manera de decirlo es: si es violencia ejercida por el “pueblo” contra sus opresores, es violencia justa y legítima. Si es, en cambio, violencia ejercida por los opresores contra el pueblo, entonces es reprochable, injusta, ilegítima, golpista, etc.
Como puede verse, es un esquema harto esquemático, lineal y maniqueo de la realidad humana: la violencia puede entonces justificarse o condenarse, siempre y cuando se aplique este esquema dualista sobre las conductas humanas. Pero sabemos que las cosas no son así de simples; aunque muchos, queriendo pasar sus prejuicios por sociología, lo crean así.
Si bien aquí no puedo ahondar más sobre esto, me cabe preguntar: ¿Cuándo se justifica el recurso de la violencia ante un gobierno que, ya sea por una minoría o una mayoría de la población, se considera opresivo? La respuesta que parece obvia sería: nunca. Pero entonces nos encontramos en un callejón sin salida: los que oprimen al pueblo (sea éste compuesto por las clases y tipos de gentes que sean), si bien son violentos, nunca pueden ser sacados del poder si no es por las leyes, las formalidades de procedimiento, los buenos modales. Y, a diferencia de la Edad Media, cuando la guerra era imaginada como algo natural y, por lo tanto, aceptada sin más, en los tiempos de hoy adolecemos de una interminable angustia fruto de una ambigüedad de creencias. Opera un tipo de razonamiento/emocionamiento así: hay que cubrir las formalidades (“una renuncia tiene que ser aceptada por ambas cámaras, sino no es renuncia” o “una renuncia tiene que añadir el adjetivo ‘irrevocable’ para ser una verdadera renuncia”, etc.), y una vez cubiertos dichos formalismos, no importa el contenido, así esconda peores violencias que aquellas que decimos condenar.
Se opina, entonces, por conveniencia. Se apoyan causas en la medida en que dicho apoyo reditúa una aceptación social, una imagen pública de magnanimidad y altruismo. Pero estos apoyos revelan, también, un malestar en la cultura. Aún más si dichas causas… son, de antemano, causas perdidas.
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