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Después de conocer los resultados de las elecciones presidenciales en Venezuela este 28 de julio de 2024, no solamente resurgen las denuncias de fraude y crisis del sistema electoral, sino que los conflictos y la violencia vuelven al centro de la escena política. Muchos países tienen miedo de convertirse en Venezuela y se miran en su reflejo como si todo estuviera fuera de control. El problema de fondo tiene que ver con la democracia anómica.

La gobernabilidad política en los sistemas democráticos es una tarea de nunca acabar, pues la dinámica de los conflictos pone en serio riesgo a las instituciones más importantes, así como tiende a quebrarse la durabilidad de las reglas del orden político. En una gran parte de los países de América Latina, las reformas institucionales fueron encaradas de manera difusa por un conjunto de normas y políticas sin integrar de manera consistente los problemas que trae el cambio de largo plazo, junto con las dimensiones socio-culturales donde varios actores exigen transformaciones inmediatas.

Los dramáticos conflictos que muestran represión, corrupción, golpes de Estado y una decepción profunda con la democracia, sacuden a todo el continente desde comienzos del siglo XXI. Estos problemas expresan claramente de qué manera las élites reformistas se han deslegitimado para llevar adelante varios cambios económicos importantes. Asimismo, los movimientos sociales indígenas, las mujeres, los jóvenes e incluso grupos de presión nuevos como el denominado LGTBIQA+, quienes exigen una participación intensa en el diseño de cualquier política pública, junto con sus propias ambiciones para la toma del poder.

Los casos de explosiones sociales señalan por qué la democracia representativa y la estabilidad gobernable dejaron de ser factores de negociación, convirtiéndose en todo lo contrario, ya que la ruptura de los sistemas democráticos regresó como una nueva estrategia para el ejercicio del poder a manos de actores sociales convulsionados. Todo parece desembocar hacia la democracia anómica.

Puede afirmarse claramente que los conflictos en un régimen democrático nunca mostrarán un “sistema de equilibrios perfectos” porque los actores involucrados en la resolución de los problemas pretenden resultados rápidos y momentáneos, sin intentar sacrificarse por un tiempo en función de beneficiar a toda la sociedad. Los actores conflictivos buscan proteger al máximo sus intereses y es por esto que no toman en cuenta las consecuencias posteriores de sus acciones, sino que más bien piensan en su propio hedonismo, degenerando en conductas completamente unilaterales y altamente destructivas. Por lo tanto, las viejas estrategias de negociación asentadas en la “inclusión de los excluidos” pierden relevancia para dar paso a múltiples actores sociales que irrumpen a como dé lugar en el sistema de toma de decisiones, con el objetivo de ganar el todo por el todo, inclusive a pesar de sucumbir en medio de acciones violentas.

Un probable equilibrio en los conflictos significaría tener la posibilidad de confluir los intereses de varios actores que, si bien en un momento están enfrentados, podrían lograr, posteriormente, varios acuerdos en relación con diferentes objetivos de desarrollo y mejoramiento que apunten hacia un beneficio colectivo para todos.

En América Latina, el posicionamiento de los actores conflictivos muestra que durante todo el periodo democrático entre 1985 y 2024 se formaron, al parecer, dos frentes: a) por un lado se encuentran las posiciones de los “actores corporativo-sociales”, y b) por otro lado se hallan los “actores institucionales”.

Los actores corporativo-sociales influyen en la sociedad civil organizada con demandas y reivindicaciones de carácter político muy fuertes; sin embargo, no pueden alcanzar resultados eficaces en materia de gestión pública debido a sus divisiones internas y a la inestabilidad institucional que ellos promueven tratando de incumplir todo tipo de reglas y resistiéndose a esperar pacientemente para que maduren las soluciones a sus problemas.

Estos actores se agrupan en lo que representan las diferentes clases sociales, los sindicatos, agrupaciones ciudadanas y aquellas organizaciones que dicen promover la lucha de los de abajo y todo tipo de grupos marginales. En este caso, no importa mucho la preservación del sistema democrático, sino la efervescencia de los actores movilizados, sobre todo pobres y carentes de poder, cuyo objetivo es satisfacer sus intereses inmediatos, inclusive a costa de la ruptura, a veces irremediable, del orden político democrático.

Por el contrario, los actores institucionales están en las esferas de gobierno, organismos de cooperación y los partidos políticos modernos tendientes a lograr acuerdos negociados, sobre la base de normas duraderas. Estos actores asumen una posición más mesurada respecto a la proyección de las políticas públicas, son más reacios al control social reclamado por algunas organizaciones de base, estando al mismo tiempo atrapados en consideraciones de análisis de mercado y posibilidades financieras sostenibles, llegado el momento de evaluar sus propias alternativas de subsistencia futura. El problema de estos actores institucionales radica en que son muy proclives a la corrupción, a crear grupos exclusivos que actúan como grupos feudales, agrandando las desigualdades, un conflicto estructural que atormenta a toda América Latina.

Los actores institucionales, supuestamente son más racionales porque saben muy bien que no pueden ofrecer aquello que la realidad no es capaz de dar; sin embargo, para ganar elecciones o perjudicar a los enemigos políticos de la oposición, también amenazan la racionalidad de toda democracia, al negociar soluciones imposibles pensando en objetivos coyunturales y de corto plazo.

La polarización entre los actores social-corporativos, impacientes por arrancar sus demandas a cualquier precio, y los actores institucionales constituye un “equilibrio inestable” donde las negociaciones violan sistemáticamente las reglas democráticas y atentan contra la estabilidad por temor o chantaje de los grupos movilizados. La consecuencia inmediata es una cultura política informal donde es preferible el desorden y las contradicciones que la racionalidad previsible de una democracia modernizada. La cultura política informal está atravesada completamente por la anomia donde todas las clases sociales quieren ganar en río revuelto, pensando en la satisfacción de sus intereses restringidos y promoviendo la evaporación del interés colectivo y la unidad como Nación.

El conflicto y la ingobernabilidad en América Latina se alimentan de la anomia y viceversa. Las reglas democráticas se rompen fácilmente, pero deben permitir la libre expresión, inclusive de aquellos actores destructivos o antidemocráticos. Al final, ningún actor corporativo o nivel institucional obtiene resultados eficaces porque todos están afectados por el cálculo egoísta donde el único triunfador es la violencia anómica. ¿Podemos reflejarnos en Venezuela y terminar como ella? En teoría sí, aunque todo depende de generar una verdadera conciencia nacional, de igualdad de derechos y oportunidades, así como de racionalidad justa para obtener, poco a poco, la ansiada consolidación democrática.

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