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Miles de lugares, de horas, de momentos, de experiencias de sentir el mundo y las cosas y las personas y el fresco del aire y el color y el aroma de las flores y los patios y las palomas y los ojos de alguna vez de alguien que te mira. Eso es vivir, como si siempre se empezara de nuevo aquí y ahora, como si no se hubiera vivido miles de lugares de horas y de momentos, como si todo comenzara en el mismo momento de estar viviendo, por la magia del presente, el instante, el latido, la respiración de un segundo, que es el único que se siente como la presencia del todo, el estar vivo.

Allí estuve y aquí estoy, pero cuando era allí era aquí, aunque el tiempo haya pasado. Ese día en que corría en la casa de mi madre, en Sucre, ese día en que tomaba los bocaisapos con las manos y les abría las bocas de sapo, de flor sapo, de animal vegetal, de extraña flor ambivalente, ese día, pero que eran muchos días y  en su momento eran presentes absolutos, ese día y otros como presentes completos, íntegros y consumados en sí mismos, como también lo es esta mañana en que termina el otoño de un año 2024, que ya pronto será pasado, y que, al igual que los bocaisapos, está lleno de aire, de frescura antigua, de voces a lo lejos, de nubes, de la sensación de estar viviendo, nada más, oyendo a Amelita Baltar, escribiendo, recordando esa “suspendida y frágil” niñez –la que tan bellamente cantaba mi hermano Miguel—, pero viviendo, como siempre, “en el límite sencillo de las cosas”. 

Hay alrededor de uno todo lo que está pasando, los monumentales sucesos de cada segundo, las envidias, las guerras, los dolores, las risas, las comidas, las calles, los aviones, los misiles, las danzas, los exámenes, los nacidos y perecidos, las desesperanzas y esperanzas de alguien que anda entre millones, que por allí anda pensando o sintiendo y siendo, solamente, en el huracán interminable de su propia vida. Pero no puedo con todo eso. Pasa más allá de mi sangre y de mi sensación, de la piel y los ritmos del corazón. Solo existe, pero yo estoy encerrado en la cárcel infinita y libre de estar vivo: cárcel de mi cuerpo, galaxia de mi existencia, porque soy libre gracias a estar encadenado a este cuerpo y esta mente que me trajo, que me lleva, que me conduce quién sabe a dónde. Todos los demás, cada uno de ustedes o de nosotros, estamos, estoy, si me pongo en el lugar de cualquier otro, o cualquier yo, sintiendo lo mismo: todo lo demás está afuera, y existe sí, pero existe porque yo existo. La muerte, que es personal, es también la muerte del todo. Pero no importa. Porque si yo vivo y tú vives, entonces existe lo vivo. Es individual, sí, pero fundamentalmente la vida es compartida y aún más, es más vida cuando es hondamente sentida.

Recuerdo el máximo cuento o sabia reflexión existencial del gran Edmundo Valadés: “¿Qué va a ocurrir si muero mañana? Aunque no tengo derecho a preguntarlo, porque no estoy preparado para ello –un deber del hombre es prepararse a no morir—, quiero suponer lo que va a dejar en la vida el hueco de mi propia vida. ¿Habrá grabado mi cerebro fuera de sí una idea que tenga sangre y alma para latir por sí misma? ¿Habré podido forjar el recuerdo que me persista?”. Sí, es así. Porque añade Edmundo: “Pero para pensar en la muerte hay que saber que se está vivo. ¿Estoy vivo? Mi sangre fluye, mis ojos ven, mis oídos oyen y mi cerebro piensa. Aliento deseos. Sufro temores. ¡Tengo ansias de caminar! ¿Qué ha nacido en mí? Unos tienen varias muertes y nacer varias veces. Otros desdichados están siempre muertos. Otros más desgraciados nunca nacieron. Por ellos habrá otros hombres que vivirán siempre y otros que se quedarán muertos en la vida y en la muerte”.

Cuando pienso en los instantes que son las células por las que existe, realmente, la vida, me comunico con las palabras de Edmundo Valadés y entonces entiendo mejor. Estar vivo, y no muerto, es ser consciente, como en ese momento en el que él o su personaje caminaba por las calles de Ciudad de México, allá en los años de 1950, sintiendo la “emoción y valor de ser hombre”, porque uno vive “la breve inmortalidad de este minuto eterno, porque he sido capaz de estar en él y pertenecer a él sobre todas las miserias, todas las debilidades y todas las cobardías de haber muerto en el nombre de una mujer o en el mío propio. Y porque me restituyo a la vida sin otra búsqueda que la de vivir, sin ir y venir, sólo estar aquí y caminar”. La vida entonces es restituirse a la vida, sentirse viviendo, esta intensa recursividad hacia uno mismo, esta fonda introspección fractal, pero también extrospección e interspección, hacia el mundo y hacia el otro, hacia aquello que está siempre unido justamente por el mismo hecho de que al concebirme, se me permitió ser, y, para ser, soy con el otro y con el mundo.

Cuando era yo el niño de los bocaisapos, probablemente no era consciente, por unos breves instantes del río de la vida, de nada de esto: sólo concentraba mi atención en la boca que se abría entre mis dedos de ese ser misterioso, quizás flor, quizás sapo, quizás dragón. Allí se fusionaban la realidad de lo vivido y la realidad, incluso más intensa, de lo imaginado, y era, por un momento, lo que sería después y siempre. Quizás el bocaisapo era yo, y en su boca estaba la solución del vivir, como en el sacapiojos que, también en esa infancia, nos vaticinaba el destino, a golpe de bocas abiertas y cerradas, de bocanadas, de desembocaduras. Manos y bocas, abriéndose y cerrándose, pies explorando el mundo, un hombre que camina, sea Edmundo o sea Mauricio, seas tú, o sea él, sea ella o seamos nosotros. Da lo mismo. La vida, para ser vivida, es la conciencia de la vida, su aroma, el recóndito sentido de verse a uno mismo viviéndose, frágil otra vez, suspendido, como cantaba Miguel, con esas “sensaciones como de primaveras, de tu rostro junto al mío”.  El milagro de aquel momento es el milagro también, de este momento. El olor de las retamas, el sonido de los columpios, Miguel, siguen aquí. No es un bucle, no es un eterno ciclo: es el manantial del que brota la verdad, simple y poderosa, de vivir y celebrar el estar viviendo, junto a ti, junto a aquel que también mire esta humilde profundidad, con los ojos llenos de lluvias, horizontes y celajes. Y es un camino, un ir siempre yendo, a pesar de las piedras del camino. Es el fin de amar. Como dijo Cerati.  “Sentirse más vivo”.

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