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Tenía un casete, y se grababa en él. Así tal vez recordaría, al volverlo a escuchar, lo que estaba empezando a crear, la melodía, la letra, el acompañamiento, probando de cantar, de tocar. Era su autoayuda, su forma de registrar aquello que quizás el olvido se llevaría para siempre. Un ensayo, una prueba, un momento de creatividad incipiente que se apoyaba en ese sencillo, humilde artefacto que la inventiva humana logró: esa cajita con su cinta enrollada, esa cajita inmortal llamada casete.

Tenía un casete, y grababa de la radio en él. Atento, con los dedos puestos en las teclas de “rec” y de “play”, al achunte, casi como un cazador de milésimas de segundo, para apretarlas justo cuando sonara la primera nota de una nueva canción. Eso sí: no sabía qué canción vendría, pero no importaba. Podía ser Palito Ortega, podría ser Juan Ramón, el Trío Oriental, los Flamencos, Camilo Sesto, Georgie Dann, George McCrae, Michael Jackson, Boney M, Mocedades, música disco, óperas, jazz, baladas, rock, música orquestal, la Marcha Triunfal de Aïda de Verdi: llegaban todas las canciones, todos los géneros, todas las fantasías enlatadas en la música, a acomodarse en las cintas electromagnéticas del corazón, o las venas, del casete.

Le debemos tanto a esas cajitas modestas. Eran hermosamente mágicas cuando las comprábamos vírgenes: contenían en su potencialidad la promesa de canciones, programas de radio, conciertos en vivo, las voces de los que amábamos. Se tenía que escribir en ellas y en sus cajas protectoras, pegar sus etiquetas, cortar sus seguros para que no puedan regrabarse, rebobinar con un lápiz cuando por alguna razón la cinta quedaba floja, e incluso operarlas: compleja operación de cirugía a cinta abierta, que casi siempre buscaba volver a unir los cabos de una cinta que se había reventado, cortando, pegando un pedacito de cinta scotch como prótesis de las notas musicales. Pero también los casetes se prestaban, se regalaban, se compraban originales, se regrababan, se robaban, se olvidaban, se coleccionaban, se atesoraban en el centro del corazón. En fin: había toda una cultura en torno al casete, que hoy recuerdo con nostalgia, pero también con amor.

De vez en cuando, pero siempre. Los Beatles vuelven a cantar, por la magia del arte y la tecnología: lo importante es que volvieron. Es un acontecimiento extraordinario en la vida, que sólo los muy amargados no celebran. En el huracán de emociones que significa este retorno de los Beatles, el 2 de noviembre de 2023, está el hecho maravilloso de comprobar que John Lennon, el grande y siempre amado John, grababa sus canciones como cualquiera, en simples casetes. Él que tenían a su disposición todos los estudios, todos los equipos, todas las tecnologías de sonido, por el solo hecho de ser él: un grande entre los grandes. Pero John grababa sus nuevas composiciones en la soledad de su habitación, en casetes. Como lo hacíamos todos, los que no teníamos acceso a los costosos equipos de grabación. Y es de un casete de John, ese objeto sencillo, barato, humilde, de donde salió la gloriosa posibilidad de volver a juntar, y revivir, y renacer, la música de los Beatles. Y con esa música, revivir y renacer, nosotros.

He leído todo tipo de opiniones sobre Now and Then, la última canción que la providencia y la hermosura de la vida, nos permite escuchar, admirar, sentir en el alma. Muchos la ningunean, la desprecian, la odian con enfermiza inquina, pero otros la valoran, la disfrutan, y otros la aman. Quizá la onda es la de despreciarla nomás, como si sólo fuera un efecto comercial, un canto de cisne, un intento de recuperar fama, y una sarta de tonterías que son muy fáciles de adivinar. Sí, es así porque en 2023, gracias al poder de las redes sociales virtuales, es posible difundir todo tipo de opiniones, todo tipo de delirios, todo tipo de elucubraciones con o sin sentido. Pero bueno, aquí estamos, en este mundo de 2023, y en él aparece de repente Now and Then, y las cosas ya no serán iguales.

No me pondré en la fila de los beatlemaniacos exquisitos que subvaloran Now and Then por no ser una canción extremadamente inesperada, compleja, vanguardista, algo así como la última revelación de los mejores músicos de todos los tiempos que, por el solo hecho de serlo, deben estar a la altura. Esa es una muy inexplicable concepción de lo que la música popular debe ser: un producto de complejidad y virtuosismo, casi una demostración olímpica, de armonías extrañas, difíciles, de melodías quebradas, de experimentaciones sonoras, etc. Claro, todo eso que llamamos vanguardia, lo que va por delante, pero que, lamentablemente, ya forma parte del pasado. Más de 100 años de vanguardias… ¿y no nos damos cuenta que el espíritu de ruptura e innovación, es también algo que, como todo lo humano, se queda allá, en el fondo del tiempo?

Vuelvo al casete de John, y su demo casero y sin pretensiones. Allí está la gloria de la mejor música. Allá, en el intento, en la posibilidad de una canción que ni él mismo llevó a un estudio. Allá, en la soledad, en la emoción de sus versos, en el momento preciso en que alguien convierte en canción lo más profundo de los seres humanos. Como dice el youtuber Beatlefest Hector,  “el mundo se rinde ante Now and Then”. ¿Y por qué se rinde ante esta canción? Porque está llena de verdad, de dulzura, de lo más importante que significa ser un ser humano: la profunda fragilidad, el saberse efímeros, la chispa viva que dejaron los que ya no están, el amor, la nostalgia, el saber, de vez en cuando, que vivir es la maravilla que se nos otorga en cada momento. Now and Then está llena de lo mejor de nosotros mismos, y por eso como siempre, agradeceré con el corazón a John, Paul, George y Ringo. Por llenar de sentido lo que queda por vivirse de esta mi pasajera vida inmortal. Yo también tenía un casete, y en él quedaba la vida, para renacer.

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