Hace un poco más de un año, en este mismo espacio, me refería a esta temática, haciendo una reseña de un caso que había acontecido en Estados Unidos en febrero de 2022, en el cual un niño de 12 años se quitó la vida tras sufrir acoso escolar (bullying) por más de un año en su colegio. La semana pasada tuvimos dos casos en una unidad educativa de nuestro país, donde dos estudiantes fueron agredidos físicamente por otros, con el agravante de que las víctimas eran además personas con un cierto grado de discapacidad, sufriendo daños corporales de consideración.
Se difundieron videos por redes sociales de los hechos y si usted ha tenido la oportunidad de verlos, le ha debido lastimar mucho observar la violencia empleada por adolescentes que al creerse todo poderosos dañaron la integridad de otros seres humanos con tanta facilidad y en muchos casos sin límite alguno, hasta provocar inclusive fracturas, que como sabemos requieren un uso excesivo de fuerza física.
En este hecho llama la atención varios aspectos relevantes: en primera instancia, el que ningún otro compañero/a de los involucrados haya por lo menos intentado detener la arremetida violenta, o por lo menos llamar a un/a docente o regente responsable para que lo haga, lo que permitiría pensar que i) la mayoría temía intervenir, seguramente por no llevar su cuota de golpes, ii) estaba de acuerdo con el castigo infringido, iii) simplemente le parecía un hecho irrelevante o peor, “normal”.
Todas son hipótesis, por decir lo menos, sumamente preocupantes, porque se denotaría una falta de importancia, empatía, solidaridad, humanidad con una persona que sufre, además, en el caso particular, que se encontraba y se encuentra actualmente en una situación de debilidad y alta vulnerabilidad frente al poderoso. Si es el caso, realmente podríamos empezar a declarar que el sistema educativo público y privado en el país acumularía un fracaso más, esta vez en la formación, trasmisión y práctica de valores y principios básicos.
El artículo 78 de la Constitución Política del Estado refiere que la educación es comunitaria y descolonizadora; sin embargo, si entre estudiantes de cualquier unidad educativa no hay solidaridad como en los hechos de bullying denunciados esta semana, donde ningún compañero/a se la jugó por las víctimas, no estamos creando comunidad, y se siguen los patrones coloniales de dominación en los que el fuerte somete al débil, entonces, esos preceptos quedan solamente en discurso para la norma fundamental y la ley educativa.
El mismo artículo agrega que el sistema educativo se fundamenta en una educación humanista, liberadora y revolucionaria; en los golpes recibidos por las víctimas en este caso, mucha humanidad no se observa, y podríamos preguntarnos si a las y los estudiantes se les inculca que lo liberador y revolucionario está en luchar por el prójimo, en respetar su condición, en amarlo/a como a uno/a mismo /a, y en trabajar por la patria y la igualdad formal y material de todas y todos, no en hacerse el machito y lanzar dinamitas, petardos en la calle, hacer bloqueos o tomar el “cielo por asalto”, como referían las caducas doctrinas políticas del siglo pasado.
Y el artículo 79 de la misma norma fundamental señala que la educación fomenta el civismo, el diálogo, los valores ético morales, la equidad de género, la no violencia y la vigencia plena de derechos humanos. Realmente paradójico para los 6 de cada 10 estudiantes que reportan sufrir algún tipo de acoso en las escuelas de Bolivia, según datos de Unicef y con miras de seguir subiendo, sin que se tomen políticas serias en el asunto.
Es cierto que estamos sumidos en violencia cada día, los medios de comunicación nos la muestran sin ningún filtro, ni qué decir las redes sociales a las que la niñez, adolescencia y juventud son tan abiertas y receptivas.
El país vive en violencia, todavía no en los niveles de otras latitudes, pero no hay un día sin movilizaciones sociales “hasta las últimas consecuencias”, bloqueos, marchas, y actualmente casi no hay día en que no se reporten hechos delictivos con el uso de armas de fuego y fallecimientos, ajustes de cuentas por parte de organizaciones criminales con lesiones y muertes.
Pero ante esto, justamente están las familias como ámbito de contención. En realidad, no deberíamos culpar a las y los adolescentes de los hechos de bullying, pues estos están en etapa de formación, el mayor porcentaje de responsabilidad está en los padres y madres, a quienes también debería someterse a tratamientos psicológicos y sociales junto con los autores de tan lamentables hechos.
Es evidente que la conducta de las y los hijos está marcada por el comportamiento de los progenitores. Si en casa tenemos padres y/o madres ausentes por las obligaciones y el trabajo o simplemente porque no les interesa la formación y crecimiento de sus vástagos, obviamente estos se formarán con lo que tienen a mano: televisión y redes sociales, seguramente, ya que como analizamos, el sistema educativo no les aportará mucho.
Asimismo, si en casa tenemos padres (o también madres) violentos, machistas y que crecieron sin rebelarse contra el sistema patriarcal imperante, donde el mensaje es que el fuerte domina por la voz fuerte, la amenaza, la manipulación, la presión psicológica y, por último, cuando todo falla por la fuerza física, por supuesto que el hijo/a verá que es la forma aceptada de estar al frente y ser alguien en la sociedad, no importa si pisa o golpea.
Esto es algo muy típico en nuestra sociedad, donde se admira al que grita más y muy fuerte, al que ingresa a patadas a algún lugar, que insulta, profiere “ajos y cebollas” como decían nuestros/as abuelitos/as, que como se dice, es muy “vivo” para sacar provecho y ventaja, a ese/a se lo identifica como el/la líder o lideresa, incomprensiblemente será el/la posible candidato/a a un cargo de importancia, sin dudar, y quizá fue el bulleador en su etapa de colegio y sus hijos/as seguirán el modelo. Es por eso que en estos casos hay que analizar el entorno familiar de quien comete acoso escolar, como correctamente se denomina a esta práctica y, en su caso, castigar más a los padres y madres que a los hijos e hijas.
Esperemos que las autoridades educativas, las asociaciones de padres de familia y por supuesto, la sociedad en su conjunto, demos más importancia a este tema y no tratemos de ocultarlo por factores como el prestigio de la unidad educativa, culpar a la víctima por no saberse defender, o como en muchos casos se ha visto por educadores y directores, por librarse del problema, como si nada hubiera pasado. Sí pasa señores y señoras, y es un problema serio que está creciendo en Bolivia.
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