El colegio y la escuela se constituyen, luego del hogar, en espacios de interacción o socialización fundamentales para las niñas y los niños. Para unos son su segundo hogar y para otros son los espacios de convivencia que más les aproxima a lo que es vivir en sociedad.
La interacción se da en varios niveles y con distintos actores, entre niños y niñas, viéndose como iguales y a la vez diferentes; con los profesores y directores, empezando a entender y reconocer la idea de autoridad, de reglas, disciplina y orden; con otros padres de familia, comprendiendo que ésta se constituye de maneras diferentes y que las condiciones de vida son distintas entre unas y otras. Definitivamente, la convivencia en el espacio educativo es permanente y lleva a las niñas y a los niños a descubrir visiones y prácticas diferentes.
En ese espacio empiezan a tejer sus relaciones, poniendo en práctica los valores y enseñanzas que llevan desde sus hogares, compartiendo sus emociones e incluso sus frustraciones. Así también, en ese mismo espacio de convivencia, les toca conocer la violencia o experimentar otras formas de expresión de ésta.
El hecho de que la violencia esté presente en el espacio educativo no es una novedad, pero debo reconocer que la primera vez que asumí con mayor conciencia esta circunstancia fue cuando, trabajando en construcción de paz, tuve acceso a información proporcionada por la Defensoría del Pueblo sobre la convivencia en la escuela[1]. De acuerdo a este estudio:
• 7 de cada 10 niñas y niños son víctimas de maltrato físico o psicológico en sus hogares y escuelas.
• 50% de estudiantes del país participa del acoso escolar, ya sea como víctimas, acosadores y/o como espectadores.
• 59% de los estudiantes agreden frecuentemente de manera no verbal, entre 5 y 10 veces al mes.
• 1 de cada 10 estudiantes es víctima de amenazas o coacciones por lo menos 2 veces a la semana, tanto en el área urbana como rural.
• 4 de cada 10 estudiantes son víctimas de exclusión, marginación y actitudes de “ninguneo”.
• 4 de 10 estudiantes son víctimas de golpes por lo menos dos veces a la semana.
• 6 de 10 estudiantes afirman que alguna vez sus docentes les gritan o les dan un golpe.
• 30% de los estudiantes es golpeado por uno de los progenitores o los dos y 1 de 10 es golpeado por el/la hermana/o.
• 7 de 10 docentes señalan que son los padres y madres quienes autorizan a utilizar el castigo para corregir a sus hijos.
Estos datos sin duda alarman a cualquiera, sea o no padre o madre de familia, educador/a, autoridad en el ámbito educativo o institución o profesional que quiera aportar para cambiar esta realidad. Desde la difusión de estos datos han pasado más de 10 años y no podemos negar que se han asumido desde distintos espacios públicos y privados diversas acciones, normas, investigaciones, estudios, procesos formativos y un sinfín de otras medidas para disminuir estos índices de violencia. Lo que queda pendiente es saber si con estas iniciativas se ha avanzado en este propósito o si la violencia en las aulas se ha naturalizado, como en otros ámbitos.
Se conocen esfuerzos de 2018 y 2019, que buscan tener un panorama claro de esta situación, asumidos por instituciones locales como el Gobierno Autónomo Municipal de La Paz y organismos internacionales como Unicef. Lamentablemente los resultados de estos no reflejan muchos cambios e incluso plantean mayores preocupaciones, por ejemplo, un dato que destaca es que el 95% de estudiantes considera que el clima escolar es medio a bueno, lo que nos llevaría a pensar que la convivencia no es la mejor.
El Ministerio de Educación con el apoyo de Unicef ha elaborado el “Plan de convivencia pacífica y armónica para vivir bien” y el “Programa de prevención de la violencia en las escuelas”, esperemos que estos dos instrumentos contribuyan a mejorar esta realidad, pero debemos tener presente que las transformaciones son resultado de procesos y que en su mayoría estos son de largo aliento, más aún cuando implican cambios o transformaciones individuales y colectivas.
Los efectos de la violencia sobre todo en las niñas y en los niños pueden ser nefastos, influyen en su autoestima e inciden en la forma en la que están aprendiendo a construir sus relaciones. Los índices de niñas/os, adolescentes y jóvenes con depresión o que se han suicidado por razones vinculadas a la violencia son alarmantes en nuestro país y en otras partes del mundo. Así como también es posible intuir que quién fue maltratado o violentado en su niñez puede ser una persona adulta violenta.
En este punto es bueno plantearnos como madres y padres de familia, como educadores, como personas preocupadas por esta realidad, qué podemos hacer para mejorar o cambiar este espacio de convivencia para que sea armónico y permita el desarrollo pleno e integral de nuestras niñas/os, adolescentes y jóvenes. Es primordial enseñarles desde pequeños a reconocer y respetar al diferente porque es fácil que asuman la diferencia como un elemento para discriminar o excluir. Es importante que sepan reclamar o exigir sus derechos porque les ayuda a entender lo correcto y justo. Es necesario que diferencien entre un acto de diversión (juego) y un acto que hiere o lastima, fácilmente un juego torpe puede transformarse en violencia física. Es fundamental que aprendan a manejar sus emociones y frustraciones, probablemente no sepan cómo descargar ese cúmulo de energía y adrenalina que las mismas generan. Es elemental que reconozcan su cuerpo y comprendan su fuerza para expresarla con proporcionalidad. Que se indignen y reprochen cualquier acto de violencia porque el que calla o no actúa frente a la violencia se convierte en cómplice. Que aprenden a no aislarse y acudir a entornos de confianza para pedir ayuda. Ser considerados, no abusar ni imponer, reconocer y respetar a la autoridad, las reglas y los límites. Que se atrevan a arrebatar a quienes violentan, su poder destructivo. Finalmente, comprendan que defenderse no es vengarse ni tampoco responder a la agresión de la misma manera, sino que implica hacerse respetar y enseñar que los derechos se respetan.
[1] Informe Defensorial 2009 y Boletín Nacional de la Defensoría del Pueblo, N° 7, mayo 2011, La Paz – Bolivia.
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