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Desde que se recuperó la democracia boliviana continua en 1982, uno de los mayores desafíos institucionales –aún pendiente casi 40 años después– es la reforma del sistema de administración de justicia.

En estas últimas cuatro décadas, el sistema político respondió con algunas iniciativas –lamentablemente escasas– que contribuyeron al avance de la institucionalidad democrática en el país. Los acuerdos políticos del año 1990 viabilizaron cortes electorales imparciales y posibilitaron las reformas constitucionales de 1997 y 2004. En el marco de estos consensos, por ejemplo, se pudo avanzar en materia de descentralización administrativa, municipalismo y participación popular, así como se creó el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo.

Luego, los acuerdos políticos de fines de 2008 posibilitaron la aprobación de un nuevo texto constitucional, que fue llevado a un referendo popular, abriendo una agenda de inclusión, pluralismo, derechos, garantías y participación indígena. Entre las innovaciones más llamativas se tiene a la elección de las más altas autoridades judiciales por voto popular y el reconocimiento constitucional de la justicia indígena en igual jerarquía a la justicia ordinaria, que hoy –a más de diez años de aprobación– requieren ser revisados y mejorados, ya que los mecanismos adoptados para su implementación resultaron disfuncionales a sus propósitos.

Al presente, el sistema de justicia vive una de sus peores crisis, agravada por su instrumentalización política como se acaba de documentar en el Informe del GIEI Bolivia. Dado el contexto de alta polarización política y social, esta vez los actores políticos no han respondido al desafío de construir acuerdos básicos para reparar la institucionalidad judicial, tan contaminada y debilitada. Es que definitivamente la reforma de la justicia boliviana no está al margen del juego político que vive el país, signado por prácticas autoritarias de abuso, concentración del poder y dominio político.

Reformar la justicia no es solamente cambiar leyes, como si las modificaciones legales por sí mismas fueran a transformar la realidad judicial. Si no hay voluntad política genuina para construir una justicia independiente y transparente, por muchos planes y comisiones que se creen, leyes o códigos que se aprueben, la sostenibilidad de las reformas será siempre débil y efímera; se dispersarán esfuerzos y los impactos no se verán. Hemos visto que en estos años se hicieron diversos intentos, se aplicaron distintos parches; pero al final no fueron duraderos y sus resultados se diluyeron. No se trata de más jueces solamente, sino de cómo tener mejores jueces; tampoco de comprar más equipos y soluciones digitales, si no se cambia la racionalidad y forma de funcionar de esos organismos.

Dada la profundidad de la crisis judicial, esta tiene que ver más que con un problema de disfuncionalidad o falta de gerencia en sus recursos, con debilidades en su estructura y conformación institucional. Se han creado nuevos órganos, se han aprobado nuevas y muchas leyes; pero no se han reformado las instituciones; no se han asignado presupuestos ni se han cambiado las viejas prácticas de la administración de justicia. El país requiere un proceso de saneamiento y depuración judicial, respetando y asegurando estándares internacionales para una judicatura independiente.

El proceso de reforma del sistema de justicia debe ser de reforma democrática. No solo en sus formas y procedimientos, sino también en sus contenidos; por lo que debe constituir un proceso participativo, basado en el diálogo público y la deliberación entre todos los actores, entre el Estado y la sociedad civil.

El sistema de administración de justicia materializa la función arbitral del Estado en la solución de conflictos que se dan entre los miembros de la sociedad, y entre estos y los poderes públicos. Por ello, es fundamental garantizar el acceso igualitario a una justicia independiente, transparente y predecible, puntal para fortalecer el Estado de Derecho y el orden democrático sobre la base del imperio de la constitución, que obliga a todos por igual, a gobernantes y gobernados.

El proceso de reforma del sistema de justicia debe estar orientado a crear condiciones que garanticen la tutela efectiva de los derechos fundamentales y las garantías constitucionales, frente a eventuales abusos o vulneraciones provenientes de autoridades públicas, judiciales o administrativas, así como de los particulares. Así, una reforma genuinamente democrática de la justicia es aquella que busca situarse en el marco de una democracia robusta y plural, con pesos y contrapesos al poder.

El proceso de reforma del sistema de justicia debe también enfocar sus esfuerzos en contribuir a la cohesión e inclusión social, eliminando situaciones de discriminación y desigualdad de oportunidades, creando condiciones de equidad para los grupos sociales más desfavorecidos y con menores recursos para la defensa de sus derechos, como las mujeres, niñas, niños, adolescentes, adultos mayores y personas con alguna discapacidad, además de pueblos indígenas. En ese sentido, debe construir las condiciones que garanticen los derechos de los pueblos indígenas, originarios y campesinos, así como la interculturalidad y plurilingüismo de los órganos de administración de justicia.

El sistema de justicia en Bolivia está en una situación de crisis estructural prolongada. Como lo acaba de ratificar el Informe del GIEI-Bolivia de la CIDH, la falta de independencia, idoneidad, transparencia y acceso son los obstáculos que más afectan a los ciudadanos. Es necesario construir las condiciones que aseguren que la reforma del sistema de justicia sea un proceso genuino de reforma democrática; caso contrario, el proceso de cambio judicial repetirá los vicios del cálculo político de corto plazo. Si bien en el debate electoral previo a las pasadas Elecciones Generales del 18 de octubre del 2020 hubo una alta coincidencia entre todos los candidatos presidenciales sobre la necesidad de una reforma profunda del sistema de justicia, ésta no ha podido avanzar y los iniciales esfuerzos naufragaron por la falta de voluntad política. Frente a este nuevo intento fallido, y el fracaso de los actores políticos de avanzar en la construcción de acuerdos, es que ha llegado la hora de las y los ciudadanos.

Es a partir de ese escenario que un grupo plural de abogadas y abogados, miembros de naciones y pueblos indígenas, académicos y activistas en derechos humanos, que participan a título personal e independiente, procedieron a desarrollar una propuesta de reformas al sistema de justicia mediante una reforma parcial de la Constitución Política del Estado vía referendo ciudadano, que ha sido presentada al país, y que se propone abordar la crisis judicial desde el corazón de los problemas.

La propuesta propone al voto ciudadano tres grandes objetivos:

1. Reforma para tener jueces independientes, imparciales e idóneos

El sometimiento de los jueces al poder político y su carencia de imparcialidad e idoneidad tienen origen en la selección político-partidaria de los postulantes, especialmente a jueces supremos. La idoneidad profesional y personal, la experiencia y los conocimientos especializados deben de ser el único parámetro para elegir jueces, vocales y magistrados. Para ello, se plantea que la selección y calificación de postulantes a magistrados, este a cargo de una Comisión Nacional de Postulaciones, integrada por seis ciudadanos y ciudadanas de reconocido prestigio personal, dos nominados por la mayoría y minoría parlamentaria, dos por el sistema Universitario Nacional, uno por  el Colegio Nacional de Abogados, y uno por el sistema indígena originario, quienes, con base en méritos y exámenes de competencia, deberán elaborar ternas cerradas sobre las cuales, en un primer momento, la Asamblea Legislativa, por 2/3 del total de sus miembros, nomine a los magistrados del Tribunal Supremo, Agroambiental, Constitucional y del Consejo de la Magistratura. Pero dicha nominación parlamentaria no será definitiva. Los nominados por la Asamblea Legislativa tendrán que someterse en 45 días al veredicto ciudadano, mediante Referendo Popular que los ratifique o los deniegue.

2. Reforma para un presupuesto judicial digno y bien administrado

El presupuesto judicial anual no llega siquiera al 0.5% del presupuesto general del Estado. No es posible un buen servicio judicial al ciudadano sin presupuesto digno. Por ello se propone que, al menos el 3% del presupuesto general anual sea destinado al Órgano Judicial, recursos que serán administrados por un eficiente y nuevo Consejo de la Magistratura que tenga idoneidad técnica y esté dotado de todas las atribuciones presupuestarias, disciplinarias, de nombramiento de jueces y de manejo de una verdadera carrera judicial, que nos garantice jueces idóneos e independientes en toda la estructura judicial del país.

3. Reforma para una justicia accesible, revalorizando la justicia indígena originaria campesina, y estableciendo la Justicia de Paz

Hoy tenemos una justicia para pocos, no solo por sus costos o porque no tenemos jueces suficientes, sino porque todo conflicto es convertido en pleito, en trámite judicial interminable a cargo de jueces y abogados. Para ello se propone revalorizar a la justicia indígena originaria campesina que ha sido desvirtuada, en la misma Constitución, por el concepto y la denominada “ley de deslinde” que vuelve a subordinar a los sistemas jurídicos originarios a la justicia ordinaria, obligando a nuestros pueblos y naciones a acudir a jueces y leyes que le son ajenas y que no resuelven sus problemas. Asimismo, se plantea reconocer la Justicia de Paz, que es aquella que imparten, en los centros urbanos, jueces y juezas ciudadanos, elegidos por la propia comunidad, resolviendo todos los conflictos menores con base en criterios de equidad, de amigable composición y de mediación ciudadana, evitando que esos diferendos entre vecinos se entrampen en los juzgados.

Así, se propone una reforma judicial para la democracia, no solo en lo sustantivo, también se propone un procedimiento democrático para su aprobación, mediante la iniciativa ciudadana y el referéndum popular. Hoy, la sociedad boliviana tiene una nueva oportunidad.


Ramiro Orías es abogado, miembro del Comité Jurídico Interamericano y Oficial de Programa Senior de la Fundación para el Debido Proceso (DPLF). Las opiniones del autor son de índole personal y no comprometen a las instituciones a las que pertenece.

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