En medio del barullo electoral, donde los nombres se multiplican, las alianzas se improvisan y las encuestas se convierten en oráculos, hay algo que brilla por su ausencia: las ideas. La política boliviana se ha convertido, otra vez, en un escenario donde la forma desplaza al fondo y donde las candidaturas parecen tener más apuro por consolidar un lugar en la papeleta que por articular una propuesta seria para el país.
No se escucha un debate profundo sobre educación, justicia, salud o medio ambiente. Nadie discute cómo resolver la crisis del sistema judicial, cómo hacer sostenible el sistema de salud, ni cómo generar empleo de calidad. El debate público se reduce a nombres, porcentajes, pactos y especulaciones. La democracia, sin ideas, se vacía. Y lo que debiera ser un ejercicio de deliberación colectiva se transforma en una competencia de marketing político.
Daniel Zovatto ha advertido que uno de los grandes retos de la democracia latinoamericana es su creciente desconexión entre representación formal y representación sustantiva. En sus palabras, “los ciudadanos están llamados a votar, pero no a decidir; son parte del espectáculo electoral, pero no de la construcción de futuro”. Esta distancia entre electores y propuestas genera desafección, desconfianza y apatía. Y Bolivia no es ajena a esa tendencia.
Norberto Bobbio sostuvo que la democracia no es sólo una forma de gobierno, sino una forma de vida sustentada en el debate, la deliberación y el conflicto regulado de ideas. Cuando estos elementos desaparecen, lo que queda no es democracia, sino apenas su envoltorio. A su vez, Pierre Rosanvallon advirtió que la política pierde legitimidad cuando ya no es capaz de ofrecer relatos colectivos ni horizontes comunes. En otras palabras, cuando ya no hay ideas que convocan, sólo individuos que compiten.
La multiplicación de candidaturas sin contenido programático es apenas una ilusión de pluralismo. Como señala Roberto Gargarella, “la democracia no consiste únicamente en la existencia de elecciones periódicas, sino en la calidad de la deliberación que las precede”. Hoy, esa deliberación ha sido desplazada por la urgencia del posicionamiento, la negociación entre élites y el uso instrumental de estudios de opinión que, lejos de iluminar, oscurecen el horizonte político.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su ya clásico Cómo mueren las democracias, sostienen que los sistemas democráticos no colapsan necesariamente por golpes o quiebres abruptos, sino por una erosión paulatina del debate público, la normalización del vacío discursivo y la sustitución de proyectos por lealtades personales. Bolivia atraviesa hoy ese peligro: la despolitización de la política.
Por su parte, Colin Crouch conceptualiza este fenómeno como “posdemocracia”: un tiempo donde los procesos electorales se mantienen, pero el contenido deliberativo y programático se desvanece, dejando a las y los ciudadanos como espectadores pasivos de una competencia entre marcas, no entre modelos de país. Es el tiempo del marketing político, no del pensamiento.
Esto tiene consecuencias concretas. Una ciudadanía que no recibe propuestas no puede ejercer su derecho al voto de manera informada ni sustantiva. Nadia Urbinati ha sido clara al señalar que “una democracia sin deliberación es una democracia sin ciudadanos”. Votar sin ideas es votar a ciegas, y una elección sin contenido es apenas una representación formal del poder, no su ejercicio real por parte del pueblo.
No se trata de idealizar la política. Se trata de exigirle lo mínimo: ideas, coherencia, rumbo. El país necesita más que candidaturas: necesita dirección. Necesita menos cálculo y más convicción. Menos improvisación y más proyecto.
Porque las ideas no sólo importan: las ideas construyen. Y en tiempos donde todo parece estar en disputa, lo que más urge recuperar es justamente eso: la capacidad de imaginar, proponer y debatir otro futuro posible.
La población merece mucho más que eslóganes y alianzas fugaces. Merece conocer, más allá del discurso, quiénes están verdaderamente en condiciones morales, éticas y técnicas de conducir al país en esta etapa compleja. Bolivia atraviesa por una crisis institucional, económica y social de grandes proporciones. Y si hay un bien superior que debe ser protegido en este proceso electoral, es precisamente el destino colectivo de la nación.
Las y los bolivianos necesitamos certezas. Certeza de que, al elegir entre muchas opciones, podamos hacerlo convencidos de que apostamos por quienes defenderán la democracia, reconstruirán la institucionalidad, sanarán las heridas abiertas y reactivarán una economía golpeada. Esa certeza no se construye con promesas vacías, sino con propuestas claras, equipos capaces y liderazgos comprometidos con el bien común.
Y también es nuestra responsabilidad. Elegir no debe ser un acto impulsivo, ni una revancha teñida de odio o frustración. El voto es un instrumento de poder ciudadano que debe ejercerse con conciencia histórica, sin importar colores partidarios, sino guiados por el deseo profundo de construir un país más justo, más digno y más democrático. Porque cuando votamos, no sólo elegimos a una persona, elegimos un camino.
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