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Decidí vivir dentro de una pintura, quizá un paisaje simbolista del siglo XIX, o uno de Corot, o de Rousseau, o de Clausell o de Velasco, con sombras y seres trascendentales, y vegetaciones misteriosas trepando por los costados, y pinceladas vivientes, colores que se combinan una vez y muchas veces, en el que me quedaba viendo, para siempre (como es lógico en el mundo interior de las pinturas) un recóndito y apremiante atardecer.

Ese atardecer cómo era. Los tonos de añil, o de índigo, de un cielo arrebolado, de gris de Payne, de antracita, de plata o de ceniza, las nubes que a su antojo creaban mis sueños, y que me envolvían con su encaje de vapores, sus gotas de encantamiento, de tornasoles, de temblores de agua, surcando el aire fresco de vientos, como líneas transparentes de lluvia, dibujando el tiempo, corrigiendo el silencio, mojándolo todo, llenándome de llantos dichosos, cristalinos, de fulgores de lo vivido y de estrépitos por lo vivir.

Vivir, sí, dentro de esa pintura. Siempre quise adentrarme por esas sombras, por las figuras a medias de los bordes, y descubrir, como Alicia, qué hay allí, más allá de lo visible. Todas las sorpresas, todos los asombros, las ultradimensiones, el sinsentido, el hechizo de los versos convertidos en carne, en realidades, acechan ahí en esa pintura y me invitan a pasar, a quedarme, a acomodarme en mi colchón de pastos traslúcidos, en la materialización de los deseos, una especie de Solaris para estar volviendo a vivir y revivir todo aquello que un día nos hizo felices. Un cuadro planeta, un océano corazón, un momento fijo que se reconstruye en sus partículas infinitamente amables, en sus decires, en sus olvidares, en las sorpresas de los encuentros, otra vez, al interior de los colores, de la huella de los pinceles, del café y de la tinta.

Soplaba un viento vivificante del invierno, pero no hacía frío. Cantaba una melodía el horizonte, que siempre sonaba distinta, pero, sin embargo, siempre conocida. El agua besaba mis pies, el limo amortiguaba mis pasos, las mariposas con símbolos sagrados escribían en el aire: “vivir”, “amado”, “melancolía”.

Quizás todavía no me quedé a vivir dentro de esa pintura, pero, seguramente, este mundo efímero es el umbral para su lienzo celeste y corporal, racional y apasionado, abstracto y sensual, y allí, algún día, me mudaré, sí, para retoñar bañado por la lluvia de oro del sol poniente.

Pero qué cuesta soñar. En esa pintura estarás tú, la veladora, en mitad de las formas mágicas, soñando en quedarte a vivir también, y esperando el día y la hora del encuentro nootrópico, sempiterno, de la trasmutación del azufre, el mercurio y la sal en el beso de todo lo verdadero y que no pasará.

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