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En mayo de este año escribí en Guardiana una columna con respecto a la vulneración de derechos que sufren las personas de diferente orientación sexual, y las limitaciones que han impuesto diversas entidades del Estado a respetar la igualdad y dignidad que todas y todos merecemos, por lo que denominé a esta población como ciudadanos de segunda categoría.

Mis palabras, como era de esperarse, fueron aplaudidas por quienes creen y practican los derechos humanos; pero también fueron duramente criticadas por parte de personas que me sorprendieron porque, en su mayoría, pertenecen a corrientes religiosas y políticas que, supuestamente, promueven el amor a los semejantes o la libertad plena de hacer y dejar hacer. No pude más que sentir lástima por ellas y ellos.

Inmediatamente pensé que los avances y conquistas de derechos siempre tuvieron gente detractora con diversos y variopintos argumentos, pero que a lo largo de la historia se han revertido por la lucha de los grupos y actores sociales que creyeron y continuaron el difícil camino, tal como el cincel que labra la roca, poco a poco, golpe a golpe.

Hace unos días conocimos un fallo histórico para la población LGBTI en general. Una valiente pareja, que me honro en conocer, logró una decisión histórica con respecto al reconocimiento de su unión civil, sobre la que se tiene la esperanza de que el Tribunal Constitucional Plurinacional respalde con base en la normativa y jurisprudencia internacionales que establecen el control de convencionalidad, por el cual se obliga a los Estados partes de la Convención Americana sobre Derechos Humanos el reconocimiento de los derechos derivados de los tratados y las decisiones jurisdiccionales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y otras entidades del sistema interamericano y universal de derechos humanos, lo que en nuestro país se refuerza con los artículos 410 y 256 de la Constitución Política del Estado.El artículo 256 indica que cuando se “declaren derechos más favorables a los contenidos en la Constitución, se aplicarán de manera preferente sobre ésta”, vale decir, que los derechos reconocidos en la Constitución “serán interpretados de acuerdo a los tratados internacionales de derechos humanos cuando éstos prevean normas más favorables”, y obviamente reconocer la unión civil de personas de diferente orientación sexual se tiene como un derecho más favorable a la interpretación que se pueda hacer del artículo 63.II de la Constitución o el artículo 137 del Código de las Familias y del Proceso Familiar que refieren ambos a la unión libre de parejas de diferente sexo.

Seguramente muchos movimientos conservadores y retrógradas estarán en este momento iniciando su acostumbrada campaña en contra, con el argumento de que el “matrimonio” es algo sagrado, de que va en contra de la naturaleza y biología o, finalmente, simplemente porque les desagrada de manera enteramente subjetiva el hecho; no lo aceptan, se atragantan con solo pensar que algo así pueda ocurrir.

Se desgarran las vestiduras cuando se enteran de que esto ya ha pasado en Argentina, Brasil, Colombia, Uruguay, Ecuador y Costa Rica. Y, la verdad, de acuerdo a las estadísticas, debido al reconocimiento de este derecho, no hay en esos países más personas de diferente orientación sexual. No hay mayor criminalidad o delitos contra la libertad sexual. El nivel de pecados tanto de parejas heterosexuales como homosexuales debe ser exactamente el mismo. Lo único que ha ocurrido es que son países con mayor igualdad y dignidad para sus habitantes.

Por cierto, Argentina celebró el 15 de julio pasado la aprobación hace diez años de la Ley de Matrimonio Igualitario, una norma modelo que se debería replicar en nuestro país. Fue el primer país de América Latina en reconocer el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo.

Estos hechos recuerdan algunos pasajes históricos de los que hago analogía por los argumentos que se utilizaban. En septiembre de 1957, debido a las protestas de los afroamericanos, el presidente estadounidense de ese entonces, Dwight D. Eisenhower, tuvo que enviar tropas militares a la ciudad de Little Rock (Estado de Arkansas), para escoltar a un grupo de estudiantes a una escuela de estudiantes blancos, cuyas familias rechazaban su ingreso e integración escolar igualitaria. Aquellos tuvieron que sufrir insultos e intentos de agresión. Varias encuestas y entrevistas señalaban que la gente prefería que sus hijos dejen la escuela antes de permitir mezcla entre razas, argumentando principios religiosos conservadores, políticos y otros que hoy no pasarían e incluso serían penalizados por enteramente racistas.

Un ejemplo más cercano al que estamos viviendo se da en el reconocimiento del matrimonio entre personas de diferente color. Hasta la Sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos del caso Loving vs. Virginia, del 12 de junio de 1967, en varios estados de ese país, el matrimonio entre una persona afro y otra que no lo era se consideraba ilegal, inmoral e incluso antinatural. Los detractores igual que los de hoy con la unión de personas LGTBI, argumentaban que la providencia había creado las razas en diferentes lugares para que no se mezclaran y que era parte de un plan divino que el matrimonio interracial no era natural. Algo parecido ocurrió en la Alemania Nazi con los judíos y alemanes, y miremos cómo acabó todo eso.

Actualmente, a pesar de que sigue existiendo racismo en muchos lugares del mundo, para aquellos países donde se han adoptado principios democráticos plenos, historias como las narradas parecen increíbles e irracionales, pero en qué se diferencian aquellas de lo que vive ahora la comunidad LGBTI, pues en nada, son de cierta manera segregados y en muchos casos su forma de vida se la trata de ilegal, inmoral y antinatural, así como a los estudiantes de Little Rock o los matrimonios interraciales a mediados del siglo pasado.

Reconocer la unión civil de las personas de diferente orientación sexual no solo es un tema de sentimientos, como el que usted o yo profesamos por nuestras parejas en relaciones heterosexuales, sino que tiene que ver con temas sucesorios, propiedad, seguridad social, patria potestad de los hijos e hijas adoptivos y propios, derechos migratorios y muchos otros actos jurídicos que una pareja realiza en el día a día.

Y no señoras y señores, no crean que por reconocer la unión civil igualitaria, van a existir más personas con diferente orientación sexual. Tampoco las niñas, los niños y los adolescentes se confundirán más de lo que ustedes los logren confundir con muchas otras cosas peores en ciertos matrimonios como, por ejemplo, la violencia hacia la mujer.

¿Cómo decirle a un pequeño o pequeña que el hombre que dijo amar a mamá la golpeó hasta matarla? ¿Cómo explicarle que mamá o papá lo abandonó? ¿Cómo revelarle que en más del 60% de los casos de violencia sexual, quien lo hizo fue un familiar cercano (tío, tía, abuelo, primo)? ¿Cómo hacerle comprender por qué una madre mató a golpes a su hijo con un palo de escoba?

Creo que estos terribles hechos son más difíciles de explicar a un niño o niña que decirle que dos personas biológicamente iguales se aman y van a hacer una vida en común. Y esto vale para cualquier otra persona que logre comprender, asimilar y respetar que ese ser humano de diferente orientación sexual se enamoró y piensa en casarse, que eso en nada le afecta. Pero, para ellas o ellos es un paso trascendental en su forma de vida y en el reconocimiento de su igualdad y dignidad.

Las y los activistas y defensores de los derechos humanos esperamos que el Tribunal Constitucional Plurinacional no sucumba a presiones irracionales y subjetivas, o que intente salir por la tangente como en el caso del reconocimiento de identidad de las personas trans como en su famosa, y por cierto vergonzosa, Sentencia Constitucional Plurinacional 076/2017. Esperemos que la humanidad, dignidad y el amor venzan.

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