En un par de días volveremos a celebrar el Día del Padre. Es una fecha que tiene raíz en San José, el carpintero, padre de Jesús. No se trata de un día tan importante como el que recuerda a las madres, seguramente porque los padres, en nuestro medio, estamos más ausentes que presentes en la vida de los hijos. Por estos días escucharemos testimonios de hijos que agradecen a sus padres resaltando sus virtudes y pretendiendo emularlos. Sin embargo, es más difícil escuchar a un padre explicar qué significa para él su paternidad. Me arriesgo a reflexionar mi experiencia, una más entre tantas, pero con la pretensión (ambiciosa si no ingenua) de la generalización.
Para un padre los hijos son un regalo y una responsabilidad. Mi primera reacción cuando supe que iba a ser padre fue de alegría seguida de susto. En realidad el susto es más estable en el tiempo porque uno es consciente de que pronto llegará una nueva etapa en la vida de la que no sabe nada. ¿Qué necesitará? ¿Qué tendré que hacer? ¿Cómo le cuidaremos?
Con la llegada del bebé, la vida cambia radicalmente. No volvemos a dormir la noche completa nunca más. Acompañarlos en sus primeros pasos, escuchar sus primeras palabras, desvelarse cuando se enferma, se convierten en actividades que llenan de sentido la vida.
Los hijos mantienen vivo en nosotros el niño que llevamos dentro. Jugamos, reímos y nos ponemos en el lugar de ellos. A veces somos un niño más dentro de la casa.
Con el tiempo descubrimos que ni el cansancio ni el tedio nos pueden vencer porque en la sonrisa de nuestros hijos tenemos una razón para vivir. De repente las sábanas ya no se nos pegan por las mañanas, descubrimos que podemos ser más eficientes en el trabajo y que las horas extra ya no son un peso. Sabemos que nuestro esfuerzo redundará en el bienestar de nuestros hijos.
Los hijos son el lugar de nuestros sueños. En ellos soñamos con un mañana mejor, en ellos vemos a las futuras autoridades nacionales, a los campeones que nos traerán tantas medallas de oro, en ellos están puestas nuestras esperanzas de un país mejor. Vale la pena hacer la “milla extra” puesto que el resultado será nuestro sueño anhelado. En esta dinámica, a veces olvidamos verlos en su realidad: sus sueños no nos parecen los correctos, sus razones nos saben insuficientes, sus amores poco dignos.
Todavía no soy abuelo, pero sé que es otra experiencia de paternidad distinta de la primera. Los abuelos aman a sus nietos, los cuidan y los consienten, pero saben que no son sus hijos, que su responsabilidad con ellos no es la misma.
La paternidad nos enseña a ser responsables, a leer entre líneas lo que sucede con nuestros hijos, a ser pacientes a la hora de entablar una conversación con ellos. Un querido amigo me decía que cuando los hijos son adolescentes, si hay una sola oportunidad de hablar con ellos no hay que desaprovecharla.
Los hijos nos templan el carácter, nos hacen perseverantes en la búsqueda de objetivos, nos obligan a ser coherentes y amplían nuestra capacidad de servicio. ¡Es una gran escuela ser padres!
El tiempo termina enseñándonos que la vida es así. Que un día ellos se van de casa en busca de su destino y que la soledad vuelve a nuestros hogares. Cuántos amigos conozco que han hecho hasta lo imposible por construir su casita y cuando al fin la concluyeron, sus hijos se fueron. Habitaciones vacías, ambientes silenciosos, nos dan la sensación de un enorme vacío en el alma. Somos padres en alquiler, padres de hijos que no son nuestros, que no nos pertenecen, son los hijos del cielo que un día volarán para encontrar sus propios horizontes.
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