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Por Mónica Oblitas //

El Cordón Ecológico del río Piraí, ese manto verde que alguna vez fue nuestro escudo contra el desastre, hoy se encuentra en cuidados intensivos. No hay nada que simbolice mejor el desprecio por el bien común que la sentencia judicial que favorece a un empresario para urbanizar terrenos en esta área protegida. Este fallo, más que un caso aislado, es un síntoma de una enfermedad sistémica: la corrupción y la inacción, un dúo mortal que está acelerando la destrucción del medio ambiente en Bolivia.

El Cordón Ecológico fue creado no sólo como un símbolo de conservación, sino como una barrera viva contra el caos. Su bosque no es mero paisaje; es un amortiguador contra desastres como el turbión de 1983, cuando una riada histórica arrasó gran parte de Santa Cruz de la Sierra. Sin embargo, décadas después, estamos permitiendo que intereses privados perforen su esencia, abriendo las puertas a un desastre anunciado.

El reciente fallo judicial no sólo representa una traición a las leyes, sino también un peligroso precedente. Permitir que un empresario avance con trámites de urbanización en un área protegida debilita cualquier esfuerzo por mantener el equilibrio ambiental. No importa cuántas normas se dicten, cuántos planes de manejo se prometan; cuando las leyes son tratadas como sugerencias, lo que queda es un vacío legal perfecto para el saqueo.

Más allá del fallo, es escandaloso cómo la administración municipal, liderada por Johnny Fernández, ha mostrado una tibieza alarmante al no defender con fuerza este espacio vital. ¿Dónde están las inspecciones regulares? ¿Dónde están los guardaparques? ¿Dónde está la voluntad política para actuar? No es sólo negligencia, es complicidad.

Mientras tanto, el Cordón Ecológico se desangra por mil cortes. Según estudios recientes, la deforestación en esta zona ha continuado a un ritmo alarmante, incluso después de que se dictaran normativas específicas para su protección. Desde 2001 hasta 2021, más de 230 hectáreas de bosque han desaparecido. A esto se suma la proliferación de asentamientos ilegales, caminos abiertos sin autorización, bardas de concreto y hasta viviendas con servicios básicos instalados. Todo esto ocurre mientras las autoridades miran hacia otro lado o, peor aún, se benefician del caos.

El problema no es sólo local. Este patrón se replica en todo el departamento de Santa Cruz (y en Bolivia toda), donde el avance de la frontera urbana y la falta de planificación han puesto a los ecosistemas en jaque. La presión antrópica no discrimina entre áreas públicas y privadas; lo devora todo. Si no aprendemos del pasado, si seguimos otorgando "derechos" a quienes ven el medio ambiente como un recurso para explotar, estamos condenados a enfrentar una tragedia que ya se cocina a fuego lento.

Es imposible hablar de la destrucción del Cordón Ecológico sin señalar el elefante en la sala: la corrupción. ¿Cómo es que terrenos en un área protegida tienen matrículas legales? ¿Cómo se consolidaron edificaciones después de 2019, cuando el desmonte alcanzó niveles récord? Es claro que hay manos invisibles moviendo los hilos para convertir un bien común en propiedad privada. Y esas manos no actúan solas; cuentan con la venia de funcionarios que han olvidado para qué fueron elegidos.

La corrupción es un cáncer que no sólo destruye ecosistemas; también devora la confianza pública. Cada vez que una ley no se aplica, cada vez que un fallo favorece al interés privado sobre el bien común, se envía un mensaje: "Las reglas son opcionales". Este desgobierno ecológico tiene consecuencias directas en la vida de las y los ciudadanos, exponiéndolos a inundaciones, sequías y otros desastres provocados por la destrucción de los sistemas naturales que deberían protegerlos.

A la corrupción se suma la inacción. La falta de coordinación entre niveles de gobierno, la ausencia de un monitoreo efectivo y el desinterés por fiscalizar lo que ocurre en el terreno han sido el cóctel perfecto para el desastre. Los esfuerzos de conservación no sólo deben quedar en el papel; necesitan acción inmediata. Y aquí radica otro problema: el discurso político es abundante en promesas, pero escaso en resultados.

Un ejemplo claro es el tan anunciado plan de manejo del Cordón Ecológico, para el cual se presupuestaron 750 millones de bolivianos. ¿Dónde están los avances? Mientras se "estudia" qué hacer, el tiempo sigue jugando en contra. Si seguimos esperando por "planes" que nunca se concretan, el Cordón Ecológico será sólo un recuerdo, un caso de estudio en los libros de historia ambiental.

En un país donde las instituciones parecen estar al servicio de intereses privados, la sociedad civil se convierte en la última línea de defensa. Es la gente común la que organiza marchas, denuncia irregularidades y exige justicia. Pero el esfuerzo individual no basta. Necesitamos una ciudadanía movilizada y organizada que exija rendición de cuentas a las autoridades. Porque si no lo hacemos, nadie lo hará.

Es hora de despertar del letargo. El Cordón Ecológico no es un problema aislado; es un reflejo de la lucha global por proteger los bienes comunes frente al avance implacable de la codicia. Defenderlo es defender nuestra propia supervivencia.

¿Qué podemos hacer? Primero, exigir que las leyes se cumplan. Esto implica no sólo sancionar a quienes infringen la normativa, sino también investigar y procesar a los funcionarios que lo permiten. Segundo, apoyar las iniciativas de reforestación y conservación lideradas por organizaciones civiles. Tercero, demandar mayor transparencia en los procesos de gestión ambiental.

No podemos darnos el lujo de seguir ignorando el problema. Cada hectárea perdida, cada árbol talado, nos acerca un paso más al colapso. Santa Cruz no puede permitirse perder su pulmón verde. La Madre Tierra ya nos está cobrando factura; el costo de la inacción será nuestra propia supervivencia.

El Cordón Ecológico aún puede salvarse, pero sólo si actuamos ahora. Que no sea el epitafio de una ciudad que sacrificó su futuro por la avaricia de unos pocos.

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