Un día, a principios de 2000, escribí en un cuaderno que ahora está un poco marchito:
En el año 2000 yo, tú y nosotros estábamos llenos de recuerdos, de amores, carnavales, canciones y soledades, especialmente en las mañanas de domingo cuando esos recuerdos eran dulces y en las tardes de domingo cuando esos recuerdos eran atroces.
Por eso las calles vacías se extendían hacia nosotros, por los huecos que quedaban después de la masacre que me diste y allí soplaba esa brisa húmeda de febrero, casi una garúa que nos calaba el blue jean y que ponía un acento de sinsentido en aceras y calzadas.
No hay derecho de llegar al 2000 y saber que las desazones son las mismas del siglo XX, la injusticia campea y la impunidad, aunque nosotros estemos como al margen de las riquezas.
Te dicen que es riqueza la familia, los hijos, los padres sanos, la salud, el pan de cada día. Es absolutamente cierto: pero no existe ninguna riqueza (de esta o de la otra) que extinga, termine y aplaste con esa sequedad de la pobre alma, esa condenada a vagar por los días como si todo fuera una mala puesta en escena, una película mal recomendada, un dolor de muelas clavado en mitad de la mirada.
Pasaron ahora 25 años de ese día en que, como ahora en la computadora, cogí el cuaderno y empecé a escribir en su primera página esto que aquí he copiado. Quizá fue lo primero que escribí en todo este siglo; quizás fue algo de lo primero. 25 años después, abro el cuaderno, lo leo, y, con emoción un tanto extraña, aquí lo duplico, para que pase de aquel mundo secreto de tantas cosas que escribí, al mundo público en el que comparto con alguien estos pedazos del alma y del tiempo.
No hay derecho de llegar a 2025 y saber que las desazones son las mismas que hace un cuarto de siglo. Campean, incluso más que entonces, la injusticia y la impunidad, a nombre del pueblo, a nombre de las utopías, a nombre de ideas que un día parecían buenas. Sí, ya lo sé: es la gran mentira. Y la “sequedad de la pobre alma”, vuelve a mirar el mundo como ese día de hace 25 años, y “condenada a vagar por los días” y los siglos en esta mala puesta en escena, se queda ahí, suspendida, inerme, sin saber para qué sirven estos años, este cuarto de siglo, estos misterios atravesados. Pero escribí a principios de 2000, y ahora escribo a principios de su segundo cuarto de siglo. Eso ya es un buen augurio: porque estamos aquí y vivos. Quizás llegue el día, dentro de 25 años, en que también escriba algunas líneas como estas, y que alguien me lea, recordando esto que escribí hoy y aquello que escribí en ese entonces de hace 25 años, y se detenga un momento en sus pensamientos, y diga: “Guau, ¡qué bien que estamos hoy!”, y sonría. Qué bueno será celebrar dentro de 25 raudos años, que aquella “pobre alma sedienta” ya no esté perdida en el “sinsentido de aceras y calzadas”, y que haya florecido en una tierra verde, plena, esperanzada, feliz y nueva. Pero ojalá que para ese día no se necesiten, pues, otros 25 años. Ojalá que ese día ya esté germinando en estas mañanas y en el pecho de todos nosotros, llenos de horizontes y de suaves señales verdaderas. El tiempo está hecho de nuestros sueños y corajes, de nuestros tesones, denuedos y valentías. ¡Vamos adelante…! Porque el viento sigue todavía.
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