¿Existe la mala suerte? En pleno siglo XXI, nadie puede decir que la mala suerte ataca constantemente a Latinoamérica. Lo que pasa es todo lo contrario, pues existen sobradas pruebas que demuestran que han sido los gobiernos del continente, quienes tomaron “malas decisiones”, tal vez las peores en el terreno de la economía y la lucha política, para tropezar con una serie de callejones sin salida. Fueron las malas decisiones que un partido político, una persona o un líder tomaron en un momento determinado, antes que la mala suerte (creencia popular sin sentido), lo que explica una serie de problemas como la violencia, la inseguridad ciudadana, la permanencia de la pobreza y la crisis irrefrenable de las democracias en todo el continente.
Precisamente, entre los múltiples sinsentidos, la creciente militarización en América Latina muestra un aumento desmesurado debido a la influencia transmitida por la “Guerra contra las Drogas” entre finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Desde el llamado Plan Colombia, que fue una estrategia de combate al narcotráfico durante los años dorados de los cárteles en Colombia, el narcotráfico hizo que las Fuerzas Armadas, en muchos países, se reorganicen y readapten a un nuevo contexto de lo que vino a denominarse como las nuevas “guerras de baja intensidad”.
Con este argumento se fomentó la participación ampliada de la militarización en la lucha contra el narcotráfico. Esto sucedió con enorme fuerza en Brasil, Bolivia, México, Colombia, Perú, Ecuador y, prácticamente, en toda Centroamérica. En aquellos países donde la Guerra contra las Drogas no era un fenómeno crucial, los altos mandos militares reorientaron sus esfuerzos contra el crimen organizado, siempre en función del acomodo a las guerras de baja intensidad. La militarización abrió las puertas a la violación de los derechos humanos, la corrupción y, finalmente, dio paso a la crisis de las democracias que, con el aumento de la violencia, se asemejaban a las dictaduras. Los peores ejemplos de guerras de baja intensidad con miles de muertos y retroceso autoritario son El Salvador, México, Honduras, Nicaragua, Venezuela, Colombia y, recientemente, la descomposición de Ecuador.
Asimismo, los gobiernos democráticos fueron incapaces de rediseñar las funciones y una nueva identidad para las Fuerzas Armadas dentro de un Estado de Derecho, dejando casi intocable el carácter represivo que tenían durante los periodos negros de las dictaduras en América Latina. Esta falta de renovación en la identidad represiva de las Fuerzas Armadas, las arrinconó incluso frente a la incertidumbre de no saber qué hacer para combatir nuevos fenómenos como las “guerras cibernéticas” y las amenazas digitales durante los momentos de una invasión a las bases de datos militares y gubernamentales, donde muchos Estados en América Latina están siendo atacados.
Otro callejón sin salida está en la policialización de las Fuerzas Armadas. Este fenómeno recorta enormemente las capacidades de liderazgo de los altos mandos militares para, desafortunadamente, conectarlos con influencias negativas provenientes del narcotráfico y la corrupción que éste instiga. La militarización en América Latina es un indicador de la baja calidad de las democracias y un fracaso en la redefinición institucional de los enfoques represivos, así como los vacíos que tienen las Fuerzas Armadas, al no saber cómo comportarse en los largos periodos de convivencia democrática donde debería triunfar la construcción de consensos y la legitimidad de los derechos de ciudadanía dentro de la sociedad civil, antes que la vocación represora que siempre fue la alternativa más fácil para un trabajo oscuro de las Fuerzas Armadas en el continente.
Otro callejón sin salida son las crisis económicas porque América Latina confronta uno de los momentos más difíciles, sobre todo porque la recuperación económica se hizo muy compleja luego de las terribles consecuencias de la pandemia del Covid-19, así como debido a las estructuras clientelares, semi-feudales y elitistas de la dinámica democrática en todo el continente. El clientelismo estatal, los despreciables privilegios de las élites económicas y políticas, el abuso de poder y la ineficiencia estatal, han hecho que la economía en el continente se caracterice por la constante desigualdad, un oprobioso ejemplo de cómo América Latina tiende a excluir a millones de ciudadanos, solamente por el hecho de no poder implementar políticas públicas sólidas para satisfacer plenamente las necesidades mínimas de alimentación, empleo, salud, educación y pensiones justas para los jubilados.
Los procesos electorales tampoco han abierto el camino para salir de los callejones sin salida. Cambiar los gobiernos democráticamente ha traído una mayor deslegitimación de los partidos políticos, mayor violencia y retrocesos autoritarios. Las elecciones en Estados Unidos, junto con los desafíos de transformación imprescindible en las presidenciales de Venezuela y México para este año 2024, muestran que la gran mayoría de los regímenes democráticos, por igual, están marcados por una lógica excluyente e influida solamente por el dinero en las campañas electorales, la inflación discursiva de las mentiras en todo tipo de propaganda política y por las tendencias elitistas en los partidos políticos, sean de izquierda o derecha.
Las élites partidarias se reclutan a sí mismas y no existe mucha oportunidad para la renovación de liderazgos o para la democratización interna de los partidos. Incluso aquellos nuevos líderes que brotan de la nada, llamados outsiders, han llegado a ser tan corruptos, dictatoriales e ineficientes como los políticos tradicionales. Los casos excelsos son los de Alberto Fujimori en Perú y Hugo Chávez en Venezuela.
Las democracias en Estados Unidos y América Latina están mostrando una identidad muy profunda y contradictoria: la consolidación de feudos de poder que favorecen a las clases sociales que dominan en la economía de mercado, que benefician a los grandes inversores internacionales y los empresarios que se aprovechan de contratos con el Estado. Al mismo tiempo, la representación política de diputados y senadores está fuertemente atravesada por élites regionales en América Latina y por políticos “profesionales” que desprecian la ilusoria democracia directa que siempre fue una ficción teórica.
Por lo tanto, la consolidación de la democracia nunca existió y en 2024, las tendencias de los sistemas políticos se orientan hacia la imposibilidad de influir en la estructuración de economías más igualitarias y, lamentablemente, la política latinoamericana se desplaza hacia el fortalecimiento de variopintas élites del poder, lo cual, prácticamente, convirtió a las teorías de la democracia solamente en juegos discursivos sin poder cambiar la realidad social, económica o política para favorecer a millones de pobres y marginados. La prueba viva son los millones de migrantes latinos que, a fuerza de sangre y lágrimas, todavía tocan las puertas de Estados Unidos, donde también seguirán el trayecto de nuevas formas de discriminación, miseria y exclusión.
El callejón sin salida más repudiable es el fracaso de las “reformas económicas” en el continente. Un ejemplo doloroso es cómo el presidente argentino Javier Milei ha encontrado dos tipos de torbellino: a) por una parte, la oposición política que nace en el Parlamento y se extiende luego hacia la sociedad civil, ha hecho que sea muy difícil combatir las dinámicas populistas, así como la desaparición de una serie de subsidios. Este obstáculo es típico de las democracias, donde se demuestra que las reformas de largo alcance y con un elevado costo social como la pobreza, jamás llegan a ser toleradas, ni tampoco a cambiar las dinámicas populistas del gasto social; b) en segundo lugar se encuentra la lógica de las reformas de mercado, donde no solamente importa la reducción del déficit fiscal ni el probable regreso de la privatización de muchas empresas públicas o servicios como la salud y la educación, sino la persistencia de la pobreza de miles de familias que requieren un elevando gasto estatal para compensar el terrible impacto de otro tanto de reformas estructurales para Argentina. Todo está a medio camino y las condiciones económicas empeoran.
En ambos escenarios, oposición política y reformas de mercado, Milei está desamparado, tanto por parte de los organismos multilaterales, como por parte de sus seguidores y la lógica de la mayoría democrática: el pueblo y la sociedad civil que deben pagar un alto precio, tanto político como económico. En consecuencia, el fracaso de Milei es, en el fondo, el fracaso de la Nación argentina que no puede parir un régimen y estructura económica nuevos, ni tampoco matar las profundas raíces populistas. En este caso, el Estado democrático argentino se halla ante la disyuntiva de “imponer y ser autoritario”, o dejarse arremeter por la soberanía democrática que, tarde o temprano, terminará por cercenar cualquier iniciativa transformadora del presidente y sus principales reformadores. La única salida, parece residir en el aumento del gasto social para paliar la pobreza, algo que el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los organismos multilaterales tendrán que financiar sin condiciones porque todo podría terminar en un eventual derrocamiento de Milei.
Por último, el callejón sin salida más sangriento, cínico y de raíz profunda, es el narcotráfico y sus vínculos con el poder. Si bien la penetración del narcotráfico en las altas esferas gubernamentales, judiciales y policiales de muchos países de Latinoamérica, no es un tema sorpresivo ni nuevo, el problema radica en la sucesiva ocurrencia de los hechos: una y otra vez. No importa de qué gobierno se trate, qué partido haya ganado las elecciones o qué coalición controle el Estado, el narcotráfico se convirtió en un fenómeno “paraestatal”; es decir, que la dinámica económica multimillonaria viabilizó un negocio global y, al mismo tiempo, una serie de conexiones dentro de los gobiernos, donde los narcotraficantes, policías, militares y burócratas, son quienes, en diferentes momentos, colocan las bases y estimulan el narcotráfico para que prolifere en las calles y en la formación de mafias.
Esta patología social y política, casi con seguridad, rebasará a cualquier gobierno democrático. Primero porque las preocupaciones de los presidentes latinoamericanos están en el control de las crisis económicas y, segundo, muchos funcionarios gubernamentales aún no tienen una comprensión cabal de cómo se comportan las burocracias corruptas que están socavando las condiciones de seguridad del Estado, fortaleciendo el cáncer del narcotráfico. El aumento de la violencia y la represión por medio de la fracasada Guerra contra las Drogas, en el fondo, no va a resolver nada. Solamente se acrecentará el miedo en la población y la incertidumbre en torno a la eficacia de las políticas antidroga.
La policía o el ejército podrán salir a combatir palmo a palmo con el crimen organizado del narcotráfico, pero pronto se diluirá en la aprehensión de peces chicos. Los peces gordos debilitarán más el Estado y, frente a la necesidad de resolver la crisis económica, a los débiles gobiernos democráticos no les quedará otra alternativa que “desconfiar de todos” y tomar con pinzas el diseño de las políticas antidrogas. Esto significa que las democracias latinoamericanas tendrán que aprender, con el tiempo, cómo enfrentar estratégicamente el problema. Salir a las calles con el monopolio legítimo de la violencia, sólo mostrará que el narcotráfico es tan fuerte como el Estado.
Un desenlace alternativo podría verse en cuanto se diseñe una política integral de reforma judicial, reforma de la policía y una mayor institucionalización de las acciones legales para atrapar a la verdadera élite del negocio, lo cual implica mirar de frente a la clase política y al financiamiento de todos los partidos políticos. Mientras tanto, los callejones sin salida en América Latina seguirán avanzando como una maldición sobrenatural.
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