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En marzo de 2010, gracias a una amable invitación de Patricia Dueri a nombre de la Red Iberoamericana de Cementerios Patrimoniales, escribí un ensayo sobre los cementerios, bajo el título de “Dormir, soñar y resucitar. Reflexiones sobre los cementerios”. Hoy, quizás por su inusitada y dolorosa actualidad, comparto con ustedes fragmentos de aquel escrito.

“Voy a hablar de un lugar especial: el dormitorio. No importa si es el de los vivos o el de los muertos. El dormitorio, donde todos yacemos, es el comienzo y el fin de la vida. Recordemos que,  por la metáfora griega, los romanos designaron así a los cementerios. Cada mañana resucitamos, y tal vez los cementerios se construyen esperando ese magnífico evento de la vida. Dormitorio y nicho se parecen. El uno es de paso; el otro, una puerta para pasar.

En 1978, cuando llegué a Cochabamba, jugaba con un grupo de compañeros de colegio a crear una novela de ciencia ficción. Esta novela surgía desde el Parque Arqueológico, en una especie de módulo lunar que allí construyeron, con toboganes y túneles. Entonces cavilamos en un cementerio del futuro, donde se podía conversar con los fallecidos, hacerles preguntas, gracias a que las tumbas eran computadoras que guardaban la memoria, la voz y la personalidad del ausente.

Así creamos a la heroína de la historia: Indira Ramsés El Sadat, cuyo nombre  ‘intercultural’ recuerdo con ternura. Conversábamos con Indira, fallecida en la novela, porque éramos detectives que intentaban resolver algún misterio de espionaje. Pero el cementerio era lo que más nos atraía. Eran las tardes anaranjadas de 1978 e imaginábamos cementerios. Reales o imaginarios, estos sitios  marcan la existencia de todos. Cuarenta años después, con nuevas formas de buscar la sobrevida como Bina 48, creo cercano el día de hablar con los muertos.

Dormir sin embargo es la mejor metáfora de morir; aunque también lo es el viajar. Por eso nadie se interna en los caminos sin sus aperos, y los dolientes preparan el viaje, sus ajuares como a las novias, y esta tradición se mantiene en los preparativos del viaje que son los ritos funerarios, o que son ritos de paso, como los bautismos, las iniciaciones, las graduaciones, las pruebas, la primera vez, los sacramentos, las ceremonias de entrega, el aumento de grado, las promociones, los matrimonios, las separaciones.

Y de este preparativo quedan los mausoleos, las cruces, los topónimos, las fechas del santoral, las conmemoraciones, las fiestas cívicas, la memoria colectiva, los retratos en las repisas, las lápidas, los epitafios, los afiches, las imágenes ícono. Así nacen los patrimonios, aprestos de un viaje que sin embargo siempre hacemos solos, y del que casi nada podemos contar. Dormir sin despertar, viajar sin retornar jamás, pero los cementerios edifican la resurrección, y predicen el retorno.

Por eso la Bella Durmiente del Bosque durmió cien años, y no murió. Con ella durmió su mundo: “el rey y la reina […] se quedaron dormidos en el salón del trono y todos los de la corte se durmieron de repente también. Y los caballos se durmieron en la cuadra, y los perros se durmieron en el patio, las palomas en el tejado y las moscas en la pared. Y hasta el fuego se durmió en las chimeneas; y el cocinero, que iba a tirar de las orejas al pinche por alguna travesura, soltó al chico y los dos se quedaron dormidos. Y el viento se durmió, y las hojas de los árboles se quedaron quietas”, cuentan los Hermanos Grimm. Duermen y alrededor crece un zarzal impenetrable y sombrío.

El olvido los cubre; pero el fuego erótico, la pasión de un beso, resucita a ese mundo dormido. El aliento del beso y el aliento de la muerte, el beso al partir, el beso al llegar, el beso de la despedida final. Sin ese hálito, “las zarzas enredaban al que se acercaba, y ya no lo soltaban más”.

Jorge Luis Borges imagina el beso y las palabras de despedida como un rito constante ante el posible final de los seres y las cosas, que no volverán a verse acaso nunca. Las hiedras enredan las lápidas de cementerios como el High Gate de Londres, las brumas envuelven al que parte, como los barcos en altamar. Pero la promesa de las Hadas es sólo dormir, 100, 500, 1.000 años…Promesa celta, pero también cristiana de la resurrección o de una vida mejor, de cuya pedagogía y de cuya demagogia son cómplices, cual propagandistas, los cementerios.

Las lágrimas, empero, las risas, los sentimientos, los gritos,  son y han sido el agua de los cementerios. Pero es un agua trascendente, que riega los nichos. El hálito del Príncipe que, al no devolver a la vida a nadie, como las nubes, se transforma en lluvia. No hay cementerio sin agua, sin el río del Aqueronte o la ola de Estigia.

Incluso en el desierto de Atacama, donde los chinchorros depositaron a sus momias para la eternidad, la sequedad del ambiente es otra forma de irrigación trascendente, porque conserva el cuerpo como si estuviera vivo. ¿Es patrimonio el sentimiento extremo de los vivos frente a los muertos? Emociones que fluyen, como el agua, que siembran, que polinizan a la muerte.

En  América Latina convergen muchas formas de escenificar los pasos, los sueños, las idas sin retorno de los muertos. Cada piedra erigida, cada cruz de camino, cada placa es un dominio de aquello que recuerda.

En efecto, ante la muerte, el patrimonio real es la vida de los difuntos, el alma que se quedó suspendida en algún rincón de irrealidad, en el éter y en los sueños de los vivos. Todo lo demás es nada, es ropaje, añadidura, y no puede ser, estrictamente, patrimonio. Y ese es el problema que hace prodigarse a los vivos en mausoleos, en discursos fúnebres, en recordatorios, en celebraciones.

La cuestión es el alma, la conciencia viviente, el yo patrimonial,  no las piedras, no los huesos, no las lápidas. Pero, a pesar de ello, las culturas andinas no desecharon los boatos funerarios ni los gastos, por si acaso. En todo lado el ropaje envuelve a los muertos. En todo lado las palabras, las cosas mortuorias, las costumbres fúnebres cubren a los cuerpos, y por acto metonímico e iconófilo, conversamos con ellos. Las cosas se vuelven animadas: detrás de todo culto funerario hay siempre un animismo originario.

¿Son patrimoniales los lugares donde están, incógnitos, enterrados los desaparecidos? ¿Son patrimonio el mar, la selva, los ríos, los barrancos donde fueron echados los cuerpos de los desaparecidos? Lo que constituye al cementerio es el rito, el espacio sacralizado por la cultura. Al igual que todo lo humano, el cementerio se instituye por la delimitación, los muros, el espacio contenido, el hortus conclusus, porque allí se pone en el centro, se encierra lo que por definición no tiene centro ni tiene encierro: la muerte escapa y vuela, porque ni siquiera el cuerpo es ya centro del ser, es sólo su vieja metáfora, su imagen gastada.

Pero ¿es patrimonio la muerte? ¿El dolor que embandera? La memoria vence a la muerte, porque crea la realidad del ausente, y es como si existiera. Así, el cementerio es la escenificación de la memoria. Es la memoria en sí misma, es el decirle no al olvido, no tanto a la muerte individual de la autoconciencia, sino a la muerte social de la muerte del otro. Por eso no hay nada más triste que el cementerio olvidado, el cementerio ignorado. Las ciudades en ruinas lo son. Las palabras que no se dicen lo son. Los viejos amores lo son, porque en todos ellos viven, agazapadas, las sombras de otros.

Y por eso el cementerio es emblema de lo social, es lo social mismo, es la sociedad en su imagen más patente. Más que las ciudades, el cementerio es la sociedad, porque allí no quedan las anécdotas del devenir, de la coyuntura, de la inflación, de las crisis, de los conflictos, de las fiestas. El silencio de las mortajas y la paz de los árboles dicen mucho más del hombre, precisamente porque callan y sueñan.

Pero todos nacemos de los cementerios, porque allí están nuestros mayores muertos. Uno de los peores insultos para los italianos es, justamente, mentar a nuestros muertos. Mortaci tuoi, porque nada ofende más que injuriar a los orígenes, al ancestro, a los antepasados, la estirpe antigua, la que, si lo pensamos bien, no es nada realmente, es sólo el símbolo y el señuelo imaginario de lo que hoy somos. Por eso hablar de cementerios es hablar de nosotros mismos, porque las campanas doblan por nosotros, como decía John Donne, y alguna lápida se imagina ya nuestro nombre, y en ella, las dos fechas largas” (Mauricio Sánchez Patzy, 2010).

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