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2023. Peor o mejor a lo esperado: es sólo un año más de la tercera década del siglo XXI. Tercera década, no segunda: estamos mucho más allá de lo que solemos pensar, en el largo camino de un siglo: cerca al cuarto de siglo, cerca al tercio. Y un tercio ya es mucho. Define lo que será, lo que está siendo, lo que podría ser. El siglo, como siempre, no para su curso, porque el tiempo, ese que medimos con la vara del ser humano, no para. Y eso puede ser esperanza o desesperanza. Futuro, azar, hado, fortuna, destinación, fatalidad. Da lo mismo: las cosas simplemente pasan.

Tendíamos a ver, los decimonónicos del siglo XX –no hemos inventado un adjetivo equivalente: ¿los vigesimósicos? ¿los seculovigesimónicos?—, al siglo XXI como el siglo de todas las utopías, de todas las realizaciones, de todas las proyecciones un tanto milenaristas de los extraviados sueños políticos. Ya el año 2000 era mágico: el futuro pintaba con máquinas, computadoras y robots haciendo todo, autos voladores, casas máquinas, ciudades futuristas tocando las nubes, mayor longevidad de los seres humanos, curas increíbles a las enfermedades, más y más tecnología ayudándonos cada día. ¡Es extraño reconocer que mucho de eso… es así…! Si pudiéramos volver 30, 40 o 50 años atrás, para decirnos que no sólo es así, sino que es aún más sorprendente que lo que los nativos del siglo XX imaginábamos. Sí, el conocimiento, la ciencia y los avances técnicos del ser humano (bueno, no de cualquier ser humano: de aquel que es occidental y moderno), son cada vez más asombrosos y pasmosos. Con esto no quiero decir que las tecnologías antiguas o no occidentales no hayan sido, a su manera, asombrosas y pasmosas. Lo fueron, y lo son cuando subsisten. Pero lo que está cambiando el mundo (para bien o para mal, y quizá para muchos niveles intermedios), es la tecnología occidental. Así son las cosas: no hay tal “crisis civilizatoria” de la que tantos milenaristas se ufanan en proclamar. La potencialidad del mundo moderno — y capitalista, muchos se apresurarán en señalar; yo digo que es simplemente mercantil, lo que explica mucho más— no parará.

Pero el mundo moderno está incubando sus propios engendros y monstruosidades. El primero de todos: el daño ambiental, el cambio climático, la destrucción de la vida en el planeta, de los equilibrios sutiles de millones de años, la desertificación, la extinción de especies, el deshielo, la desaparición de glaciares, de bosques, de especies, de individuos, la contaminación de los mares, la avalancha de basura, de plásticos y microplásticos, el calentamiento global, la locura climática, en fin: las puñaladas a la Tierra. Y eso no para, y no hay dónde ir, “y no hay remedio”, como hace siglos repetía Guamán Poma de Ayala. Aunque quizás sí hay remedio: la ciencia y la tecnología humana, de nuevo. Lo que la sociedad de mercado y consumo destruye gracias a las tecnologías, también las tecnologías pueden reparar.

Pero detrás de todo estamos, ahora más que nunca (y aún más desde el 15 de noviembre de 2022, cuando nació Damián, el bebé 8 mil millones), los humanos. La peor plaga que conoció el mundo. La peor alimaña, y esto no es metáfora. Ya en el paleolítico los humanos destruían y arrasaban poblaciones animales a su paso, sólo que no podían hacerlo con tanto ahínco como ahora, porque 1) eran inmensamente menos y 2) no se habían adueñado del planeta y sus muy tristemente famosos “recursos naturales”. ¡No existen tales recursos! ¡La Tierra nunca estuvo ahí esperando que llegaran los seres humanos a aprovecharse de ella como les viniera en gana! Y decir que “la culpa es del capitalismo” es pecar de inopia mental e ignorancia. Es culpa de todos nosotros por el hecho de ser humanos, porque gracias a nuestras capacidades superdepredadoras (porque podemos amenazar y matar absolutamente a todos los seres vivos, incluidos a nosotros mismos), condenamos al ambiente natural. Sigo creyendo que Malthus tenía razón en lo último, pero no en sus diagnósticos. No es la falta de alimentos, es el exceso de carroña y destrucción ambiental que originamos por el hecho de “vivir bien”. Pero como en todo, esto puede detenerse y restaurarse: 2023 es un año cardinal para lograrlo.

Otro engendro es el crecimiento acelerado de la estupidez humana, del fanatismo, de la obcecación, de las fantasías colectivas de odio y persecución. Potenciadas por una conectividad humana impresionante, nunca antes vista —en el siglo XVII corrían los rumores de boca en boca, y provocaban linchamientos, revueltas, quemas, guerras, destrozos y muertes—: hoy en día todos podemos difundir las creencias más peregrinas, las tonterías más supinas, los odios más flagrantes. Gracias a la conectividad digital, vivimos, como decía el gran Umberto Eco, en un mundo donde el tonto del pueblo ha sido promovido al rango de “portador de la verdad”. Las “legiones de idiotas” que ahora tienen derecho a hablar, y a influir sobre otros, y a generar odio y violencia legitimada por el sesgo de confirmación, no es una expresión denigrante del gran pensador piamontano, nacido el 5 de enero de 1932 (extraño retruécano de cuando escribo esto, el 5 de enero de 2023): es nada más que la confirmación de un hecho. Como decía el cronista gallego Juan Ventura Lado Alvela poco después de la muerte de Eco: “La implantación de las tecnologías de la comunicación, y de las redes sociales en particular, abre un universo de posibilidades de expresión, sirve para criticar al poder político y también para censurar los vicios del poder mediático, que no está exento de ellos. Ahora bien, cuando se utiliza para sacralizar la mediocridad y elevar a la categoría de dogma la ignorancia propia lo único que genera es ruido, por mucho que a sus autores los rebuznos les parezcan música celestial”. En Bolivia, la elevación de la ignorancia a categoría de dogma tiene grandes promotores en el gobierno, cuando, y baste un ejemplo, una indígena con poca educación, es escuchada para meter a la cárcel a cuanto opositor quiera el gobierno, nada más que porque entre el pensamiento ignorante y las políticas demagógicas de Estado no hay separación. Peor aún, cuando ministros, fiscales, jueces y voceros, que se suponen pasaron por la universidad (es decir, se esperaría que hubieran superado la ignorancia de aquel que nunca estudió), son capaces de repetir y difundir los delirios más grandes, todos para sentirse no sólo dueños de la verdad, sino que, fundamentalmente, para cultivar sus inflamadas egolatrías.

Sólo menciono algunos engendros más de este siglo XXI y este año 23: las invasiones y la guerra, la destrucción de las democracias, la violencia, el odio, el éxito de las tiranías, las intolerancias, el linchamiento anímico y físico, la opresión a nombre de la liberación. El reino de la mentira, el reino de la impostura, el éxito del oportunismo y de todas las formas de abuso: reparto de cargos, avasallamiento de tierras, impunidad, soberbias de grupo, agresiones colectivas, falsos miedos, etc., etc., etc. Así estamos en 2023 en Bolivia, y en muchos lugares del mundo: viviendo en caquistocracias: el reinado de los peores.  

Pero no todo es negativo. La inteligencia artificial y sus imparables derroteros, además de muchos otros descubrimientos científicos (las vacunas, la ignición por fusión nuclear del 5 de diciembre de 2022, las imágenes del James Webb,  la codificación del ADN neardental, y tanto más) abren caminos insospechados hacia un futuro mejor.

Todo depende de nosotros. Aquí mirando cómo amanece el 2023, cómo avanzan las horas del siglo, aquí estamos. Todo depende de nosotros. ¿Qué haremos para enfrentar el gran reto? Muchísimas cosas, pero sólo puedo decir ahora: a través de la luz del conocimiento y la tolerancia, a través de la buena convivencia y la apertura de la mente, podremos ir “por ancho camino”. Moral y luces, decía Bolívar. Y Celaya, hablando de la poesía, decía que sus palabras “son lo más necesario, lo que no tiene nombre. Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”.  Aquí estamos, 2023. Nosotros te haremos, nada más. 

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