Por Alejandra Kohan para el elDiarioAR y foto de El Grito del Sur
Viernes 21 de mayo de 2021.- Uno de los motivos por los que el psicoanálisis está vivo es, sin dudas, porque sigue suscitando lecturas. No es un dogma, eso que, como señala Juan Ritvo, es lo que impide leer. Esas lecturas son sorpresivas, ocurrentes, irrumpen en el espeso y macizo bloque del sentido común -incluso el del propio psicoanálisis- produciendo un acontecimiento: nuevos sentidos, sutilezas, movimientos pequeños cuyos efectos son enormes.
Jacques Lacan introdujo una novedad en relación al duelo: lo que nos duele no es tanto el objeto que perdimos, sino eso que fuimos para el que perdimos. Ese movimiento que propone puede parecer apocado, chiquito, nada estridente, pero resulta fundamental para que las piezas en la experiencia del duelo se dispongan de otra manera. Lo que fuimos para ese otro que ya no está conforma nuestra más íntima singularidad, esa que no va a poder repetirse en ningún otro lado, en ninguna otra relación. Es ese algo que nos hizo únicos -y no “lo único”-, no sólo para el otro, sino para nosotros mismos. Ese algo que fuimos y que se va con el que ya no está.
En 1997 se publica por primera vez Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, de Jean Allouch. A partir de ese momento, el duelo ya nunca más será lo que era. Ya nunca más podremos mirar para otro lado. Si el libro es tan conmovedor, tan estremecedor y tan iluminador, lo es también por el hecho de ser el resultado de su experiencia “particular” de duelo: “tras haber perdido a un padre de muy joven, como padre perdí a una hija”. Sucesión de pesadillas y sueños propios, la lectura de Duelo y Melancolía, de Freud y la lectura de Kenzaburo Oé son piezas fundamentales -aunque no las únicas- en el armado de este texto. Y es que Allouch siempre pone de sí en la transmisión, siempre está metido en lo que dice, siempre echa mano a su experiencia como analizante o como lector para poner en juego algo de sí en lo que dice -no fueron pocas las veces que me conmoví en sus seminarios, uno no sale de ahí igual que cómo entró-. Si se trataba de “hacer prevalecer una versión del duelo distinta de la usual dentro del movimiento freudiano [...] me pareció que un proyecto así no tenía prácticamente ninguna posibilidad de ser realizable si me limitaba a discutir el problema teóricamente”. En este texto explicita que “la versión del duelo planteada en este libro me fue dada primero en una pesadilla”, y que eso no puede ser soslayado.
El libro produce una novedad radical: muestra cómo el sentido común del psicoanálisis ha hecho del duelo un trabajo a pesar de que en el texto freudiano la noción de trabajo está sólo una vez. Y entonces Allouch propone que el duelo no es un trabajo, sino un acto, que “hay un abismo entre trabajo y subjetivación de una pérdida”. Y esa distinción resulta fundamental para pensar contra el sentido común que pretende patologizarlo y por lo tanto normalizarlo una y otra vez. Porque lo que Allouch subraya es que concebir el duelo como un trabajo lo vuelve objeto de prescripción.
Apenas alguien experimenta una pérdida, alrededor se activa, muchas veces, el ejército de los que, como dice mi amigo José Luis Juresa, no soportan vivir la diferencia en paz. Y entonces empiezan las indicaciones de lo que hay que hacer o no hay que hacer a propósito de la pérdida y a propósito de la tristeza. “Mejor no trabajes”, “mejor trabajá”, “no te quedes solo/a”, “mejor estar solo/a”, “no llores, ella ya no sufre”, “comé, salí, llorá, no llores, fijate de hacer algo lindo, no mires fotos, mirá fotos” y así; es que muchos no pueden acompañar al otro como otro y pretenden que el otro haga lo que ellos harían en su lugar, como si ponerse en el lugar del otro no implicara sacarlo de ahí. En su Diario de duelo, Roland Barthes anota: “todo el mundo conjetura -así lo siento- el grado de intensidad de un duelo. Pero imposible (signos irrisorios, contradictorios) medir hasta qué punto alguien ha sido alcanzado”. Sí, todo el mundo conjetura qué perdimos y cómo debemos hacer el “trabajo de duelo”. “Manos a la obra”, parecieran decir algunos. Los que tienen dificultades para relacionarse con la angustia o con la tristeza son los primeros que van a intentar normalizar el duelo en un trabajo que conlleva pasos, como el del tratamiento de Alcohólicos Anónimos. Y entonces también van a suponer que hay un tiempo “normal” para hacer el duelo, o que se trata de que el que está de duelo se distraiga, se olvide. Es en clave de resistencia a las prescripciones que leo la entrada del 30 de noviembre del diario de Barthes: “No decir Duelo. Es demasiado psicoanalítico. No estoy en duelo. Estoy afligido”. Junto con la del 9 de diciembre: “Duelo: malestar, situación sin chantaje posible”. Al que está experimentando una pérdida se le hace insoportable, como dice Barthes, todo lo que le impida habitar su aflicción.
De entre las muchas cosas que encuentro no opinables, me resulta especialmente fuera de lugar que se opine sobre: el amor que alguien elige, los miedos que alguien tiene, los modos en que alguien experimenta un duelo. Por eso resultan un refugio esas personas dispuestas a alojar la tristeza sin rechazarla, dispuestas a no sentirse obligadas a decir “lo que corresponde”. Como siempre, el alivio encuentra su lugar por fuera de los protocolos y de las buenas intenciones de los que nos quieren “calmar” la tristeza.
El 30 de abril de 2021 se murió mi mamá. Cuando me avisaron, por un instante pensé “le tengo que avisar a papi” -“papi” así lo pensé-. Papi murió en 2009. Ese instante me conmovió tanto que se lo conté a varias personas. Y entonces mi amiga Florencia Ure me contó que su papá, que tenía más de 50 años cuando se murió su mamá, en el instante de enterarse pensó: “¿Y ahora que no está mami quién nos va a llevar al colegio?”. En un instante la infancia vuelve y están papi y mami. Un instante en que el mundo se descuajeringa, se desencaja y quedamos fuera de tiempo. El tiempo se desacomoda, nos desacomoda, ya no hay tiempo. "Amanece y ya está con los ojos abiertos", la frase del narrador de El limonero real, de Juan José Saer, que se repite varias veces escribe ese fuera de tiempo. O la escena que cuenta Martín Sivak en El salto de papá: “Tardé veintidós años en volver a Punta del Este. Regresé por este libro, en agosto de 2015, y por primera vez en mi vida perdí un vuelo. Llegué con el tiempo exacto, pero el muchacho del mostrador de Aerolíneas Argentinas dictaminó que había llegado tarde y corregir mi nombre en la reserva -estaba mal escrito: Zivak- haría imposible mi check-in”. Ese tiempo exacto, el tiempo que cuajaba, se desacomoda para que sea posible escribir con exactitud el apellido paterno; es un tiempo inédito: “por primera vez en mi vida”.
“El tiempo pasaba sin siquiera agitarme. No sé qué hacía con el tiempo. No lo recuerdo”, dice el narrador de Los Llanos, de Federico Falco. Acaso el duelo sea el destiempo por excelencia.
Es una obviedad decir que cada pérdida es singular, que cada duelo es particular; pero hablando con mi amiga Carina González Monier nos dimos cuenta de que la muerte de una madre tiene algo todavía más particular, independientemente de la relación que se haya tenido con ella. La muerte de una madre tiene su particularidad sólo por tratarse de una madre; acaso porque nos dio la vida, no importa cuál, la vida como don. Y entonces, como es habitual en ella, Carina pronunció una frase que lo cifra todo: “hay gente que existía y hacía algo”. Ese algo que no era necesario explicitar ni proclamar, ni pronunciar, ni comunicar. “Ahora estamos por nuestra cuenta”, siguió, seguimos, lloramos.
¿Cómo se escribe este dolor tan, pero tan inédito? También podría ser la pregunta de Sangra en mí, de Liria Evangelista. Libro que me regaló mi amiga Águeda Pereyra y que no había podido leer mientras mi mamá estuvo enferma. Y que ahora sí leo: “Yo quiero escribir muertos. Escribir mi madre muerta y los demás. No somos -todos, ellos, mi madre y yo- más que historias contadas hasta el infinito y vueltas a contar. Este es el páramo donde se escucha el murmullo de los ya idos [...] Ella es todos los muertos. Ella es todo lo que ha muerto”.
Cuando yo era chica no se usaba, como ahora, vestir a los niños de negro. Yo tendría aproximadamente 4, 5 o 6 años y mi mamá me había comprado un enterito -así le decía ella- negro que suscitaba comentarios de los otros, echando una especie de manto de sospecha sobre ella. Por supuesto que lo que yo recuerdo no es tanto eso, como el relato que mi mamá desplegaba mientras esbozaba una sonrisa irónica y algo displicente. A ella le encantaba, no solamente su gesto fuera de la norma, sino cómo me quedaba el color negro. A ella le encantaba cómo me quedaba ese enterito y le encantaba contar lo que decían aquellos para quienes el negro no era un color infantil, las dos cosas juntas. Yo sabía, porque lo sabía, o lo sé hoy, o lo supe siempre -qué importa-, que su satisfacción estaba más en su gesto de resistencia a lo que se espera de una madre que en otra cosa. Ese gesto, como tantos otros, me transmitió, en acto, que la resistencia a la norma se hace sin estridencias, sin épica, sin espectáculo. Y entonces yo usaba contenta ese enterito que, según mi recuerdo -encubridor como todos-, tuve puesto durante años. Esa ropa cifraba algo de la felicidad de mi mamá. Me doy cuenta hoy, que ya no está, que vestirme de negro, casi exclusivamente, lejos de significar oscuridad, tristeza o cualquiera de esas cosas que el sentido común, en sus códigos prescriptivos y sus simbolismos estúpidos le asigna a los colores, significa, para mí, volver a esa sonrisa que mi mamá tenía. Creo que visto de negro, casi exclusivamente, porque es el color que, puesto en mí, la hacía sonreír irónicamente, una sonrisa contra toda condescendencia.
Desde su sueño morfínico mi mamá llegó a acordarse del cumpleaños de mi papá, de quien estaba separada hacía cuarenta años. Dijo así: “hoy cumpliría años Julio”, dijo “Julio”. No hablaba de mi papá, hablaba de su amor, o ex amor, o que lo que sea que fue Julio para ella, no lo sé. Quizás no fuera yo la que tenía que avisarle a papi. Quizás ya le estaba avisando ella.
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